Robert Wilson - La ignorancia de la sangre

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Una oscura noche de septiembre, Vasili Lukyanov, un mafioso ruso que se dirige a Jerez de la Frontera, muere en un aparatoso accidente de tráfico. El inspector Javier Falcón se persona en el lugar del siniestro: además de la terrible visión del cadáver ensartado en una barra de hierro, encuentra en el portaequipajes del coche una maleta que contiene casi ocho millones de euros en billetes usados, champán Krug y vodka helado. A Falcón no le será difícil seguir el rastro del muerto hasta la mafia rusa que opera en la Costa del Sol, donde el tal Lukyanov había sido acusado de violación, pero nunca juzgado.
Entre tanto, la vida de los allegados al inspector jefe de Homicidios sevillano va transformándose en una pesadilla: su amante, Consuelo Jiménez; su ex mujer, Inés, y su marido, el juez Esteban Calderón parecen víctimas de una maldición. Demasiada casualidad, porque Falcón sigue empeñado en cumplir su promesa de detener a los autores del atentado del 6 de junio en una mezquita de Sevilla y ha encontrado una conexión, aparentemente improbable, entre éste y el trágico destino de Lukyanov. Poco a poco se va acercando…
Nunca habría imaginado lo que aún le esperaba: algún que otro fantasma del pasado, fanatismo y dolor. La verdad tiene a veces un precio muy alto.

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Capítulo 6

Distrito de La Latina, Madrid. Viernes, 15 de septiembre de 2006,19.45

Todavía brillaba el sol del atardecer, pero ya estaba en un punto bajo del cielo, así que las calles tortuosas de Madrid ya habían oscurecido. Falcón viajaba en el asiento trasero de un coche patrulla que le había proporcionado Zorrita. Se sintió idiota al salir de la Jefatura y acomodarse en el vehículo. El conductor le vio por el rabillo del ojo. Falcón le dijo que siguiera mirando al frente.

El conductor lo dejó en la estación de metro de Ópera y Falcón hizo un trayecto de una sola parada hasta La Latina. Examinó a los otros ocupantes del vagón de metro. Todavía le dolía la reacción desdeñosa de Zorrita con respecto a su teoría sobre Marisa Moreno. ¿Estaba sacando de quicio los elementos del caso? Todo parecía peligrosamente plausible a las tres de la mañana, pero ridículo a las diez. ¿Y de verdad era necesaria tanta cautela en su cita con Yacub? ¿En serio había espías en cada esquina vigilándole? Una vez que la mente flaqueaba, siquiera una sola vez, siempre quedaba una sombra de duda, no sólo para la gente que le veía desde fuera.

Entró un coche en el garaje del edificio de pisos de la calle Alfonso VI y Falcón entró detrás, sin que lo vieran, mientras se cerraba la puerta. Se adentró en la oscuridad, subió en ascensor al tercer piso, salió a un rellano vacío, tocó el timbre y esperó. Percibió la órbita ocular al otro lado de la mirilla. Se abrió la puerta. Yacub le indicó por señas que entrara. Pasaron a los cumplidos de rigor. Falcón le preguntó por la esposa de Yacub, Yusra y sus dos hijos, Abdulá y Leila. Hubo asentimientos y agradecimientos, pero Yacub estaba extrañamente decaído.

Un cenicero lleno era el centro de la sala de estar, con un cigarrillo humeante sin filtro en el borde. Las cortinas estaban corridas. La única lámpara encendida, situada en la esquina, apenas iluminaba la habitación. Yacub llevaba unos vaqueros descoloridos y una camisa blanca por fuera del pantalón. Iba descalzo y se había afeitado el pelo largo casi al cero, y se pasaba la palma por la cabeza pelada como si acabara de raparse. La cabeza ahora hacía juego con la barba de tres días. Sus ojos parecían más hondos y oscuros que de costumbre, como si la cautela le hubiera inducido a retirarse a un lugar más seguro. Se sentó en el sofá con el cenicero a su lado y fumó con entusiasmo, con labios más trémulos que en otras ocasiones, por lo que recordaba Falcón.

– He preparado té -dijo-. Te gusta el té, ¿verdad?

– Siempre me preguntas eso -dijo Falcón, mientras se quitaba la americana y se remangaba la camisa-. Ya sabes que me encanta el té.

– Lo siento por el calor -dijo Yacub-. No quiero encender el aire acondicionado. No debería estar aquí. Estoy escondido.

– ¿De quién?

– De todo el mundo. De mi gente. Del mundo -dijo, y, tras una reflexión posterior, añadió-: Quizá también de mí mismo.

Sirvió el té, se levantó y empezó a caminar por la habitación para controlar los nervios.

– Así que nadie sabe nada de este encuentro -dijo Falcón, animando a Yacub a desembuchar.

– Sólo tú y yo -dijo Yacub-. El único hombre en el que puedo confiar. El único con el que puedo hablar. El único que sé que no va a utilizar en mí contra lo que ha ocurrido.

– Ya veo que estás nervioso.

– Nervioso -dijo, asintiendo-. Por eso me caes bien, Javier. Me tranquilizas. No estoy sólo nervioso. Estoy paranoico. Estoy paranoico de remate, joder.

Estas últimas palabras fueron acompañadas de un impetuoso manotazo al aire en sentido lateral, justo delante de sus narices. Falcón intentó recordar si alguna vez había oído a Yacub decir algún taco.

Yacub entonces empezó a despotricar sobre todo lo que había tenido que hacer para llegar a aquel piso sin que lo vieran.

– Has venido con cuidado, ¿verdad, Javier? -dijo al final.

Falcón correspondió con su propio procedimiento, que parecía tener una influencia ligeramente tranquilizadora en Yacub, mientras éste le escuchaba y se mordía un padrastro. Después encendió otro cigarrillo, bebió un poco de té, que estaba demasiado caliente, se sentó en el sofá y volvió a levantarse.

– La última vez que te pusiste así fue después de los cuatro días que pasaste en París -dijo Falcón-. Pero estabas bien. Estabas volviendo al redil.

– No han descubierto mi tapadera -dijo Yacub rápidamente-. No, no hay problema con eso. Lo malo es que han averiguado la manera perfecta de mantenerme… cerca.

– ¿Mantenerte cerca? -dijo Falcón-. ¿Quieres decir en el sentido de no apartarte? O sea que sospechan de ti, ¿no?

– Sospechar es una palabra demasiado fuerte -dijo Yacub, metiendo la mano debajo de la axila y cortando el aire con el cigarrillo-. Les intereso. Me necesitan. Pero por naturaleza desconfían de mí. La parte de mi cerebro que no es marroquí es lo que les pone nerviosos.

– Somos andaluces, Yacub, el mismo pueblo, el mismo indicador genético beréber -dijo Falcón.

– El problema para ellos es que no pueden confiar en que yo piense de una determinada manera. No soy un marroquí coherente -dijo Yacub-. Y eso les preocupa.

Falcón esperó. Si hubiera estado con otro europeo habría formulado la pregunta: «¿Todo esto tiene algo que ver con que eres gay?». Pero tenía el mismo problema que el grupo islamista radical, el GICM, con Yacub, sólo que en sentido inverso; Falcón no podía confiar en que Yacub pensase como un europeo. Su mentalidad para la discusión era más marroquí. La pregunta directa no servía.

– El viernes de la semana pasada, antes de las oraciones de mediodía, Abdulá, mi hijo, vino a verme -dijo Yacub-. Yo estaba solo en mi estudio. Cerró la puerta y se acercó al borde de mi mesa. Me dijo: «Voy a contarte algo que te hará sentir muy feliz y muy orgulloso». Yo estaba confuso. El chico sólo tiene dieciocho años. No recordaba ninguna conversación acerca de una chica y, en cualquier caso, estas cosas no suelen decirse así. Me levanté como si fuera a oír una noticia importante. Se acercó a mi lado de la mesa y me dijo que se había hecho muyahidín y me abrazó como un guerrero camarada.

– ¿Lo ha reclutado el GICM? -dijo Falcón, que saltó disparado de su sillón.

Yacub asintió, dio una calada al cigarrillo, se llenó los pulmones de humo y luego abrió los brazos de par en par en un gesto de total impotencia.

– Justo después de las oraciones de mediodía del viernes, se marchó para continuar con su formación.

– ¿Continuar?

– Exacto -dijo Yacub-. El chico lleva tiempo mintiéndome. Ha estado fuera cuatro fines de semana en los dos últimos meses. Pensaba que había ido a ver a sus amigos de Casablanca, pero estaba fuera del país en ejercicios de entrenamiento militar.

– ¿Cómo lo reclutaron?

Yacub se encogió de hombros y negó con la cabeza. Falcón dudó que fuese a oír la verdad exacta.

– Ha estado trabajando conmigo en la fábrica, como algo temporal antes de irse a la universidad a final de mes. Vamos a una mezquita en Salé. Allí hay… ciertos elementos. Pensé que no tenía nada que ver con ellos… claramente no tenía relación alguna.

– ¿Has comentado esto con alguien?

– Tú eres la primera persona de fuera que lo sabe.

– ¿Y dentro del GICM?

– El comandante militar no está allí en este momento. Y cuando está, no es fácil verle. Le he transmitido mi gratitud a través de un intermediario.

– ¿Tu gratitud?

– ¿Qué se supone que debía hacer? Debería estar contento y orgulloso -dijo. Volvió a sumirse en el sofá, hundiendo la cara entre las manos, y sollozó dos veces.

– Y presupones que todo esto lo han hecho para mantenerte «cerca», para controlarte, para estar menos intranquilos contigo.

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