Robert Wilson - La ignorancia de la sangre

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Una oscura noche de septiembre, Vasili Lukyanov, un mafioso ruso que se dirige a Jerez de la Frontera, muere en un aparatoso accidente de tráfico. El inspector Javier Falcón se persona en el lugar del siniestro: además de la terrible visión del cadáver ensartado en una barra de hierro, encuentra en el portaequipajes del coche una maleta que contiene casi ocho millones de euros en billetes usados, champán Krug y vodka helado. A Falcón no le será difícil seguir el rastro del muerto hasta la mafia rusa que opera en la Costa del Sol, donde el tal Lukyanov había sido acusado de violación, pero nunca juzgado.
Entre tanto, la vida de los allegados al inspector jefe de Homicidios sevillano va transformándose en una pesadilla: su amante, Consuelo Jiménez; su ex mujer, Inés, y su marido, el juez Esteban Calderón parecen víctimas de una maldición. Demasiada casualidad, porque Falcón sigue empeñado en cumplir su promesa de detener a los autores del atentado del 6 de junio en una mezquita de Sevilla y ha encontrado una conexión, aparentemente improbable, entre éste y el trágico destino de Lukyanov. Poco a poco se va acercando…
Nunca habría imaginado lo que aún le esperaba: algún que otro fantasma del pasado, fanatismo y dolor. La verdad tiene a veces un precio muy alto.

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– Oiga, inspector jefe Javier Falcón. No meta la nariz en lo que no es asunto suyo.

– ¿Quién es?

– Ya está avisado.

Se cortó la llamada. Verificó el número. Oculto. Plegó y guardó el teléfono. La mujer de enfrente lo miraba de nuevo. Al otro lado del pasillo también lo miraban. La paranoia, esa horrible enfermedad contagiosa, se acercaba. La voz en el móvil. ¿Tenía algún acento? ¿Cómo habían dado con su número de policía? Algo más incómodo que la satisfacción se abrió paso entre sus omóplatos cuando se percató de que, al presionar a Marisa Moreno, iba por buen camino. Escudriñó su mente en busca de algo de lo que pudiera hablar con el inspector jefe Zorrita. No quería molestarle con unas fisuras insignificantes en su caso de férrea solidez. Ahora las cosas empezaban a reafirmarse en su mente.

El tren entró en la estación de Atocha. Falcón llevaba años sin llegar a Madrid en el AVE y, cuando entró en la explanada principal, le llamó la atención el monumento conmemorativo a las víctimas de los atentados del 11 de marzo de 2004. Estaba allí de pie, observando las flores y las velas, cuando la mujer del tren apareció a su lado. Aquello era demasiado, pensó.

– Disculpe, creo que debe de ser usted -dijo-. Usted es Javier Falcón, ¿verdad? Quisiera darle la mano y decirle lo mucho que le admiro por lo que dijo por televisión, que iba a detener a los autores del atentado de Sevilla. Ahora que le he visto en persona, sé que no nos defraudará.

Le dio la mano, casi en estado de trance, y le dio las gracias. La mujer sonrió al pasar por delante de él y, en ese momento, Falcón se dio cuenta de que su otra mano ahora contenía un trozo de papel doblado. No sabía quién lo había puesto ahí, pero era suficientemente sensato para no mirarlo. Salió de la estación, cogió un taxi para desplazarse a la Jefatura. La nota doblada contenía una dirección cercana a la plaza de la Paja, en el distrito de Latina, e instrucciones para entrar por el garaje.

El inspector jefe Luis Zorrita le dio la bienvenida en su despacho. Vestía un traje azul oscuro, corbata roja y camisa blanca, estilo que insinuaba, salvo por la corbata, que iba todo lo informal que podía. Tenía el pelo negro peinado hacia atrás, con raíles bien marcados que revelaban una frente con tres líneas atraídas hacia un punto focal situado sobre el puente de la nariz. A Falcón le sorprendió la notoria pinta de policía: no era posible confundirlo con ninguna otra cosa. Tenía capas de dureza superpuestas; el esmalte de la experiencia. Una mirada a los ojos, un apretón de manos, disipó toda posibilidad de que este hombre fuera un funcionario público o un empresario. Lo había visto todo, lo había oído todo, y toda su estructura familiar y su sistema de creencias le habían mantenido poderosamente sano.

– Pareces cansado, Javier -dijo, mientras se acomodaba en la silla-. Es el cuento de nunca acabar, ¿verdad?

Contemplaron por la ventana el mundo brillante y soleado que los mantenía tan ocupados. Los ojos de Falcón se volvieron hacia la mesa, donde había una foto de Zorrita con su mujer y sus tres hijos.

– No quería hablar de esto por teléfono -dijo Falcón-. Tengo un enorme respeto por el trabajo que hiciste el pasado junio en circunstancias muy difíciles…

– ¿Qué has averiguado? -preguntó Zorrita, interrumpiendo los preliminares, interesado por oír qué había pasado por alto.

– Por el momento… nada.

Zorrita se reclinó en el respaldo y cruzó las manos sobre el vientre plano y duro. Ahora que sabía que no tenía que enfrentarse a ningún error suyo, ya no estaba tan preocupado.

– Mi interés por este caso no es sacar del atolladero a un maltratador de mujeres y presunto asesino -dijo Falcón.

– Ese tío es un cabrón -dijo Zorrita con profundo desagrado desde detrás de su fotografía familiar-. Un cabrón… asqueroso y arrogante.

– Eso mismo está empezando a reconocerlo él mismo -dijo Falcón.

– Lo creeré cuando lo vea -dijo Zorrita, que era un hombre incapaz de complicarse en su vida amorosa, porque sólo habría en ella una mujer.

– El director de la cárcel acaba de llamarme para decirme que ha solicitado voluntariamente consultarse con un psicólogo.

– Por mucho que se hable del tema, por mucho que se desenmarañe la mierda que ocurrió entre él y sus padres, por mucha «luz» que se arroje sobre los «sentimientos», no se disipará el hecho de que pegó a la pobre mujer y luego la mató y, si tuviera la mínima oportunidad, como todos esos otros animales cobardes, volvería a hacerlo.

– No es de eso de lo que he venido a hablar contigo hoy -dijo Falcón, al observar que éste era un tema que encendía a Zorrita-. ¿Te importa que exponga el problema básico que tengo? En parte ya lo conoces, pero otras partes del asunto deben de ser nuevas para ti.

– Adelante -dijo Zorrita, todavía alterado.

– Como sabes, la destrucción de la escuela infantil y el edificio de pisos en el atentado de Sevilla del 6 de junio, hace tres meses, fue consecuencia de la detonación de unos cien kilos de hexógeno por medio de un artefacto más pequeño. Este fuerte explosivo fue almacenado por una célula logística del grupo terrorista marroquí, el GICM, en la mezquita situada en un sótano del edificio. El artefacto más pequeño estaba constituido por Goma 2 Eco, el mismo explosivo utilizado en los atentados del 11 de marzo aquí en Madrid en 2004. Antes de la explosión, la mezquita fue inspeccionada por dos hombres que se hicieron pasar por inspectores de obras municipales y que, según creemos, insertaron algún artefacto en la caja de fusibles, que se fundió y provocó un corte de electricidad. Estos hombres no han aparecido, ni tenemos a los electricistas que acudieron a reparar la caja de fusibles, a restaurar el suministro eléctrico y a hacer algún otro apaño, momento que aprovecharon, según creemos, para colocar el artefacto de Goma 2 Eco en el falso techo de la mezquita.

»La idea de la llamada Conspiración Católica era utilizar este atentado para culpar a los extremistas islámicos, de modo que pareciera que tenían planes de reconquistar Andalucía como parte del Imperio musulmán. Los conspiradores querían inclinar la opinión pública a favor del partido derechista minoritario llamado Fuerza Andalucía, que, al convertirse en nuevo socio del dirigente Partido Popular, pondría a los conspiradores al frente del Parlamento Autonómico Andaluz. No salió bien y los presuntos autores intelectuales de la trama, César Benito, miembro del consejo de administración de Horizonte, y Lucrecio Arenas, ex director ejecutivo del Banco Omni, que eran banqueros de Horizonte, fueron ejecutados pocos días después del atentado.

– ¿Y qué me dices de las tarjetas de llamada islámicas que aparecieron cerca de los cadáveres? -preguntó Zorrita.

– Nadie cree que esos asesinatos fuesen obra de ningún grupo islamista radical -dijo Falcón-. Se cree que fueron liquidados por sus conspiradores.

– Que hasta el momento son desconocidos.

– Estamos dando con ellos.

– ¿Y la compañía propietaria de Horizonte? -preguntó Zorrita, mirando con los ojos entreabiertos el sol de la tarde que entraba por la ventana-. Los medios intentaron presentarlos como un par de fundamentalistas cristianos americanos.

– I4IT es propietaria de Horizonte. Es un grupo de inversión americano dirigido por dos cristianos conversos, llamados Cortland Fallenbach y Morgan Havilland. Hasta ahora han permanecido apartados de esta situación para ser completamente intocables y, por motivos legales, todavía no hemos podido obtener acceso a las oficinas europeas de I4IT aquí en Madrid.

– Y presumiblemente se han quitado del medio a los Reyes Católicos, como ahora llama la prensa a César Benito y Lucrecio Arenas.

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