La llevó de la mano al dormitorio, se quitó los calzoncillos y se sentó en la cama estrecha. La besó en el estómago y le bajó las bragas por sus largas piernas. Sus cuerpos se tensaron al tocarse desnudos cuan largos eran. La besó en todas partes, en cada una de las costillas, en los minúsculos pezones marrones y duros, mientras las manos de ella encontraban cada hueso y cada músculo de su espalda.
Se miraron a la cara cuando él la penetró con cuidado; el dolor le temblaba en los ojos. Ella adoraba su dureza huesuda, el rastro de vello que le unía los pezones, las crestas de su abdomen que se tensaban bajo la fina y tirante capa de piel. Bajó la vista a lo largo de su cuerpo hasta la oscura unión y lo quiso todo de una vez. Levantó las rodillas y le clavó los talones en los huecos de los costados de las nalgas, para espolearlo a seguir.
Anne se despertó con los labios sobre su piel y la cabeza sobre su pecho que subía y bajaba. Más allá de los riscos de sus costillas, bajo el paisaje llano de su estómago, su pene dormía. Estiró el brazo hacia él, lo examinó, jugueteó con él, casi con educación, hasta que lo vio crecer y redobló sus esfuerzos. Le recorrió con la lengua la piel salada de las costillas. Los tendones de los pies de Voss se marcaron cuando inclinó los dedos hacia arriba. Le temblaban los muslos, su estómago se estremecía. Ella volvió la vista a su rostro arrugado, los ojos cerrados, la boca abierta en lucha con la dulce agonía hasta que tuvo que besarle, ligeramente, en el labio, mientras él brincaba en su mano.
Voss se dio la vuelta y miró por la puerta del dormitorio. Anne estaba arrodillaba en el sofá, desnuda, con los codos en la repisa y la cara a la luz del anochecer, mientras los pájaros pasaban volando por el recuadro enmarcado de cielo. Recorrió con los ojos el violoncelo de su cuerpo. Fue a ella. Anne lo miró por encima del hombro y después devolvió la vista al firmamento. Voss le puso una mano a cada lado de los codos, en el alféizar, y la besó en la espalda, todas las vértebras una por una desde abajo hasta el cuello, hasta que la hizo estremecerse. Ella echó las manos hacia atrás, lo atrajo hacia sí, apoyó la barbilla en el brazo y sintió cómo se le endurecían los pezones contra la pintura agrietada de la repisa. Voss la sostenía por la cintura del violoncelo, la rigidez de sus muslos enarbolada contra la parte posterior de las piernas de ella, y las campanas empezaron a tocar para misa de tarde. Lo tomó como una especie de señal y empezó en serio. Ella se agarró al alféizar y tiró la cabeza hacia atrás en una carcajada debida a lo profano del asunto; las campanas repicaban tan fuerte que los dos podían gritar al cielo que enrojecía sin que nadie les oyera.
Desnudos, se sentaron uno a cada lado del sofá, ella con las rodillas entre las de él, un solo vaso de vino encima y un cigarrillo a medias, la habitación a oscuras. Voss le preguntó por su familia y ella empezó a hablar de su madre, la de verdad, y de Rawlinson -aunque no utilizó su nombre- y su pierna de madera. De cómo su madre le había conseguido el trabajo porque no quería que su hija la oyera con su galán de la pata de palo, cuando le ayudara a quitársela por las noches y la apoyara en la pared, ni que la pillara encerándosela y puliéndosela por las mañanas antes de que se fuera a trabajar.
Voss se reía y sacudía la cabeza ante su irreverencia; jamás había oído hablar así a una mujer. Le preguntó por su padre, que estaba muerto, nada más, pero ella se previno de mirarle.
– Me apetece vestirme y dar un paseo -dijo-, contigo. Como harían unos amantes… después.
– Aquí no es seguro -replicó él-. Esta ciudad es diferente. Todos observan… Como dijiste, el petróleo es delicado.
– Petróleo -repitió ella, con la mirada perdida.
– No pasa nada por conocerse en un cóctel, Anne, pero…
– Quiero que me llames Andrea -interrumpió ella.
– ¿Andrea?
– No es una pregunta, es un nombre.
Voss se incorporó y miró por la ventana, oteó la plaza y lo que alcanzó a ver de los jardines. Volvió a arrodillarse y le dijo las palabras a la boca.
– Tenía interés por ver cómo lo dejabas atrás… a Wallis.
– Tú lo sabías… -dijo ella, con los ojos clavados en los de él.
– Te vi entrar en la basílica.
– Las iglesias siempre tienen varias salidas -explicó ella-. ¿Cuánto hace que lo sabes?
– La condesa le hizo un informe a Wolters -respondió él, triste al comprobar que el trabajo había regresado a la habitación como un motor que arrancara y echara a perder el silencio-. Y hay otros que te han visto.
– No he durado mucho.
– A estas alturas en Lisboa todo el mundo conoce a todo el mundo -dijo él, y después, como ocurrencia de última hora, dio un paso adelante-: Todo lo que tenemos que hacer es aguantar y sobrevivir, hasta el final.
Se sacudió los pensamientos de Beecham Lazard a bordo de un avión rumbo a Dakar, de otro avión que podía sobrevolar Dresde justo cuando las hojas se volvían rojas y doradas.
– Ya ha oscurecido -dijo ella-. Pasearemos. Me llevarás del brazo. Quiero enseñarte una cosa.
– No podemos salir juntos -observó él, y le dio indicaciones para llegar a una pequeña iglesia del Barrio Alto.
Olivier Mesnel se había pasado toda la tarde tirado en el suelo. Su habitación era un horno, su colchón, fino y relleno de algo horrible, como harina de huesos a medio moler, de modo que siempre resultaba más cómodo tumbarse en el suelo sobre la tira de alfombra deshilachada. Su cerebro no le dejaba en paz, no cesaba de interrogarlo desde la penumbra como un inquisidor espectral. ¿Por qué lo habían elegido los rusos para aquello? ¿Cómo era posible que lo creyeran capaz de llevar a cabo semejante acción?
Tenía el estómago deshecho, abrasado por completo, un andrajo de tripas raídas. Nunca volvería a ser el mismo, la digestión era algo que le había pasado en un tiempo tan remoto como las lecciones de biología del colegio. No recordaba su última deposición sólida, y revisaba la taza para asegurarse de que no había parido las entrañas. Era pura carcasa. Una carcasa dotada de mente que le garabateaba desde dentro, como hacían de noche los mosquitos junto a su oreja.
Se incorporó sobre las piernas flacuchas y temblorosas enfundadas en las absurdas perneras de sus calzoncillos; su pecho hundido jadeaba debajo del trapo de la camiseta. Se puso los pantalones, que conservaban en la Pretina algo de humedad residual de su caminata matinal hasta la Rua da
Arrábida. El tráfico fluía a borbotones por la Rua Braancamp. Se puso camisa y americana y una corbata oscura. Se secó el sudor del bigote. Se sentó en el borde de su lecho de tortura; la pelvis le hacía daño en las nalgas descarnadas. El revólver que le habían entregado los comunistas locales esa mañana estaba debajo de la almohada. Lo sacó e hizo memoria de cómo funcionaba; comprobó el tambor: sólo cuatro balas. Suficiente.
– Rusos -dijo para sus adentros, un fragmento aislado de la película de sus pensamientos-. ¿Por qué los rusos me han escogido a mí como asesino? Soy un intelectual. Estudio literatura. Y ahora pego tiros a la gente.
A las 9:30 p.m. se encontró bañado en sudor al límite de la ciudad, tan incapaz de controlar el miedo y la aprensión que le había dado por caminar de espaldas varios pasos a intervalos hasta que había sucedido lo inevitable y ahora tenía un costado cubierto de polvo de la calle, el brazo izquierdo muerto por debajo del codo y una huella del revólver en el flanco.
Rui y su socio, según las órdenes de Voss, lo seguían por detrás y por delante, ya acostumbrados a los problemas del sujeto después de tantos meses. Se aburrían. Sabían, como siempre, a donde se encaminaba. Hacía una noche calurosa y no les apetecía exponerse a ella, menos aún para seguir al francés. Cuando llegaron a las colinas del Monsanto dejaron que Mesnel se adelantara para que pudiera dedicarse a sus repugnantes actividades con los gitanillos de las cuevas. Se tumbaron en la hierba seca y requemada y hablaron del tabaco que ninguno de los dos tenía.
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