que todavía estaban a la vista. Rechinaba los dientes y golpeaba el volante lleno de rabia y frustración. Sacó el fajo de marcos, palpó lo nuevos que estaban, olisqueó la tinta. Dinero nuevo. Dinero de verdad. Pero demasiado si uno se encontraba en la posición inesperada a la que se había visto abocado. Añadió su propina inicial al montón de billetes, abrió la puerta y lo tiró todo por la alcantarilla. Ahora tendría un problema incluso para conseguir que le devolvieran ese pasaporte.
Fue a casa y aparcó en el garaje de debajo del edificio. Cerró la puerta del coche con llave, avanzó dando tumbos hacia las escaleras y entró en el repentino destello de un par de faros. Dos hombres se le acercaron desde la oscuridad tras su espalda; sus zapatos rechinaban sobre el hormigón.
– ¿Comandante Kurt Schneider?
– Sí -dijo, relamiéndose.
– Nos gustaría que nos acompañase para tener… una pequeña charla.
Diciembre de 1970 a enero de 1971, Londres.
Andrea ocupó su escritorio, el mismo que ocupara su madre durante más de veinte años para hacer el mismo trabajo. Su tarea no era difícil y le daba la oportunidad de conocer a todo aquel que realizara cualquier tipo de misión operativa, y todos hablaban con ella porque querían que se mostrara permisiva e indulgente al revisar sus hojas de gastos.
Andrea había tenido que soportar una prolongada entrevista con Dickie Rose, como ahora le llamaban, y un hombre tímido llamado Roger Speke, que sólo le hacía preguntas por mediación de Rose y nunca directamente. No descubrió nada sobre ninguno de los dos, ni su trabajo ni el título de su cargo. También se había visto con Meredith Cardew, pero el encuentro había consistido más bien en una charla sobre los viejos tiempos: Lisboa, sardinadas en la playa, y si el Restaurante Tavares seguía abierto. Sólo en el momento de irse Andrea mencionó lo mucho que le extrañaba encontrárselo en la Empresa.
– Sí, bueno, le cogí el gusto durante la guerra -dijo él-. En Shell me aburría así que, cuando vine de viaje, pedí una entrevista. Una tontería, en realidad. Las cosas me habrían ido mejor en el mundo del petróleo pero, ya ves, estaba lo otro: Dorothy se había cansado de viajar y quería volver a Inglaterra.
– ¿A Londres?
– Dios bendito, no, nos compramos una casa en Gloucestershire. Allí estamos en la gloria. Ahora las chicas ya han volado del nido, claro. Todas casadas. Nos quedan los nietos y los perros.
– Y usted tiene la Empresa.
– Ya estoy pensando en la jubilación. Lo mejor ha quedado atrás. Berlín en los cincuenta, eso fue grande. Tenemos que tomar una copa, Anne…, ponernos al día. Pásate por el piso una de estas tardes frías y hazle compañía a un anciano.
– Ahora soy Andrea, Meredith.
– Por supuesto. Perdona. Sí. Y mis condolencias por Luís y Joáo. Jim me contó la desgracia. Un mazazo terrible.
El modo en que lo dijo, como si hubiera ocurrido hacía un mes y en el momento mismo en que se iba, la transportó un cuarto de siglo atrás a la casa de Carcavelos. Otro mazazo terrible, como decía él. Le agitaba algo en el pecho, un pájaro que aleteaba contra sus costillas intentando escapar.
Empezó a principios de diciembre. Wallis la acompañó en un recorrido por el edificio. Volvió a presentarle a todos los asistentes a la fiesta del funeral. Peggy White, que había sido asistente de su madre en Banca; John Travis de Documentación; Maude West de la Biblioteca y Dennis Broadbent de Archivos, que era el único que tenía algo que explicarle.
– Aquí te tengo como Grado 5 Azul y Amarillo. Grado 5 significa seguridad media, Azul es por Banca y Amarillo por Extranjero, lo cual significa que tu acceso está limitado a archivos de esa clasificación y todo lo que tenga una clasificación de seguridad de 5 o menos. Todos empezamos por 5.
– ¿Cuál es el máximo?
– Grado 10 Rojo. Con eso se puede mirar cualquier cosa, incluida la sala reservada, pero no hay muchos Grados 10 Rojo. Cinco en todo el edificio, de hecho, y uno de ellos es «C», el jefe supremo.
– ¿La sala reservada?
Broadbent señaló una puerta que tenía ranura para tarjetas y un teclado numérico junto a la jamba.
– Todo Alto Secreto y Operativo.
– ¿Qué otros colores no puedo mirar?
– El Verde es de Nacional/Mi5, muy aburrido. El Blanco es de Personal, y en unas semanas te darán acceso. -¿Y Rosa? ¿Hay Rosa? -Pues sí, ya que lo preguntas. -¿Y qué es el Rosa? -Sexo.
– ¿Eso también lo guardan en la sala reservada?
– Y bajo llave.
– ¿Y quién tiene la llave?
– Roger Speke.
– Los mosquitas muertas siempre son los peores, señor Broadbent.
– Igualita que su madre -dijo Broadbent con una risotada-. Es asombroso.
Peggy White la instruyó en los procedimientos de Banca, sin dejar de dar sorbos a un vaso de agua mientras se mordisqueaba los labios al hablarle de transferencias internacionales, hojas de gastos, fondos para imprevistos, informes financieros trimestrales, liquidez, presupuestos y el resto de jerigonza contable.
– De un tiempo a esta parte la cosa está tranquila. El último lío gordo fue en el 68, después de la Primavera de Praga. Los agentes volaban de un lado a otro. El dinero no paraba de rodar. Para entonces tu madre se había jubilado. Sí, la Primavera de Praga acabó con su sustituía. Hizo una auténtica chapuza. En cualquier caso, nos creímos de verdad que aquello era el fin, sabes. Que los rojos iban a retirar el Telón de Acero, cargar y no parar hasta llegar a Holyhead. En fin, ahora ya es agua pasada. Me encantaba que los días pasaran volando. Para serte sincera, ahora se arrastran como tortugas. Pero… con los rusos, nunca se sabe.
Andrea se puso manos a la obra y se hizo amiga de todo el mundo, sobre todo de Broadbent. Este la dejaba a solas en Archivos, de modo que podía curiosear en los documentos a los que todavía no le habían concedido acceso y podía observar incluso quién estaba autorizado a entrar en la Sala Reservada. Sólo la empleaban Rose, Speke y Wallis. Broadbent le reveló que existía una tarjeta con cinta magnética y que cada semana Roger Speke asignaba un código de cuatro números.
Para mediados de diciembre ya había repasado la mayor parte del grueso de los archivos y no había encontrado nada de interés ni referencia alguna a El Leopardo de las Nieves por ninguna parte. Diez días antes de Navidad los estadounidenses por fin se mudaron de su casa de Clapham y Andrea dejó la buhardilla de Wallis para instalarse allí. Volvió a encontrarse con Gromov en la explanada de juegos de Brockwell Park. El ruso le dijo lo que ya sabía, que iba a tener que conseguir acceso a la Sala Reservada y mirar en los archivos operativos para descubrir cualquier referencia a El Leopardo de las Nieves. Si le llevaba una tarjeta él podía encargarse de que le hicieran un duplicado de la noche a la mañana. En cuanto lo tuviera, lo único que tenía que hacer era enterarse del código numérico de la semana. Fácil. Fácil para Gromov, con su gran abrigo y su cara helada mientras chupaba una de sus debilidades capitalistas, los sorbetes de limón.
Andrea retomó su vigilancia de los usuarios de la Sala Reservada y de donde guardaban las tarjetas. Wallis y Rose la visitaban con menos frecuencia que Speke y guardaban las tarjetas en la cartera. Speke, que iba dos veces por mañana, la guardaba en el bolsillo del pecho de la americana. Observó a Speke durante una semana y reparó en que sólo trabajaba en el material de la Sala Reservada por las mañanas. No estaba permitido que los archivos de Grado 10 Rojo salieran de la sala. Los hombres trabajaban dentro y sólo podían llevarse notas. Nada de fotocopias.
Descubrió que Speke era un hombre muy correcto, de modelos y forma de vestir remilgados de los que siempre tiene algo que decir sobre el número de botones de las chaquetas, y nunca trabajaba con la americana puesta. Se la ponía cuando iba a otro departamento, pero siempre se la quitaba antes de sentarse. Debajo llevaba una chaqueta de punto y siempre colgaba la americana de una percha detrás de la puerta. El único problema era que Andrea nunca tenía acceso a Speke. Él no hablaba con ella, ni con nadie a decir verdad, salvo el resto de jefes de sección. Se iba a las cinco y media todas las tardes y jamás se quedaba a tomar una copa. No le sorprendía no haberlo visto en el funeral: no era de los que le iban a su madre.
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