Laura Lippman - Lo que los muertos saben

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Hay preguntas que sólo los muertos podrían responder…
En 1975, dos hermanas, de once y quince años, desaparecieron en un centro comercial. Nunca fueron encontradas, y cientos de preguntas quedaron sin respuesta: ¿cómo pudieron secuestrar a dos niñas?, ¿quién o qué consiguió atraerlas fuera del centro sin dejar rastro? Treinta años después, una extraña mujer que se ha visto envuelta en un accidente de tráfico asegura ser una de las niñas. Pero su confesión y las posteriores evasivas con que responde a los investigadores sólo profundizan el misterio. ¿Dónde ha estado todos estos años?

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– Qué bien -dijo ella, por mostrarse amable, pero pensándolo de verdad.

– ¿Quieres que repitamos?

– Claro.- Tenían cinco minutos enteros.

Esta vez Bill le introdujo la punta, sólo la puntita de la lengua entre los labios y la dejó allí, sin casi respirar, como si esperase que de un momento a otro que ella se quejara o le rechazara de un empujón. Cuando en realidad lo que hizo ella fue contenerse para no abrir los labios del todo hasta permitir que la lengua de Bill entrara por completo en su boca. A esas alturas había recibido toda clase de lecciones, se había convertido en una experta que sabía cómo acelerar la transacción de cada noche. ¿Qué habría hecho Ruth, la verdadera Ruth, si no se hubiese quemado del todo en un incendio cuando apenas contaba cuatro años? La punta de la lengua de Bill permaneció apoyada en su labio inferior, como un trocito de comida olvidado o un pelo que ella tenía ganas de empujar a un lado. Pero no hizo nada y le permitió seguir así.

– ¿Qué más quieres hacer? -preguntó Bill, retirándose para poder respirar.

Ella comprendió que a él se le habían terminado las ideas. Bill no sabía lo que se podía hacer, aunque fuera en sólo cinco minutos. Pensó por un momento enseñarle, pero sabía que eso sería desastroso. Cuando al final sus cinco minutos acabaron con el aporreo de la puerta por parte de los demás, que les gritaban que se vistieran de nuevo con una ropa que apenas si se había movido de su sitio, Bill seguía ignorándolo todo, que era lo que ella quería. Hasta que la madre de Kathy les dijo que ya era hora de que se fueran todos a sus casas, y ella no tuvo que cantar el número de nadie.

– ¿Qué tal estuvo la fiesta? -preguntó el hombre al que tenía que llamar tío.

– Aburrida -dijo ella, y era la verdad. Pero una verdad que ella sabía que alegraría a aquel hombre. Si la fiesta había sido aburrida, quizás ella ya no querría volver a ir a ninguna más.

A aquel hombre le preocupaba lo que ella pudiera hacer cuando rondaba por ahí, lejos del alcance de las miradas de él o su mujer. No confiaba del todo en ella ni en lo que pudiera hacer o decir cuando no se encontraba en casa. Por otro lado, la niña sabía hacerle feliz. A su extraña manera, el hombre estaba de parte de ella, cosa que no podía decirse de ningún otro miembro de la familia, ni siquiera de los perros, que eran toscos y fieros y no servían más que para embarrarse por el jardín y arañarle las piernas.

– Voy a salir un momento.

– ¿Con este frío?

– Sólo daré la vuelta a la casa, no me alejaré.

Y salió y caminó hasta el huerto, se acercó al cerezo. En esa época del año era difícil asegurar que se veían ya los brotes, o sólo era el deseo de verlos salir, un juego engañoso de la luz del crepúsculo en marzo, que formaba sombras verde y grises que parecían la promesa de la vida renovada.

– Hoy he besado a un niño -le dijo al árbol, al crepúsculo, a la tierra. Nadie pareció impresionado, pero su simple normalidad permitió que la niña pensara que tal vez algún día podría regresar a una vida normal, volver sobre sus pasos y reorganizar su vida. Algún día.

Ella era ahora Ruth, del pueblo de Bexley, en el estado de Ohio. Toda su familia murió en un incendio cuando ella tenía tres o cuatro años. Ella saltó al suelo desde una ventana del segundo piso, se rompió el tobillo. Por eso iba un curso más retrasado de lo que le correspondía, debido al tiempo que había pasado en el hospital. El problema no fue que la suspendieran, sino que pasó mucho tiempo en el hospital. Y que el colegio en Ohio era diferente. Por eso daba la sensación de no saber cosas que habría tenido que saber.

Sí, tenía cicatrices, pero no en sitios donde pudieran verse, ni siquiera cuando se ponía en traje de baño.

QUINTA PARTE . Viernes

Capítulo 19

– No puedo -dijo ella-. No puedo, no.

Qué curioso era que se te quedaran grabadas ciertas cosas de los tiempos de la escuela. Infante no había sido nunca un buen alumno, pero hubo una época de su adolescencia en la que le gustaba la historia. El viernes por la mañana, encontrándose en la habitación de la Mujer sin Nombre -y, ahora más que nunca, prefería pensar que era solamente la Mujer sin Nombre -, recordó una cosa que le contaron acerca de Luis XIV. O tal vez fuese Luis XVI. Lo que recordaba muy bien era que algunos reyes se empeñaban en que sus criados les viesen vestirse, porque eso les demostraba quién era el que mandaba. Vestirse, bañarse y Dios sabe qué cosas más. Cuando era un crío de catorce años en Massapequa, no quiso creérselo. Pensaba que nadie parecía tan desprovisto de poder como un hombre desnudo, o haciendo sus necesidades. Pero observando esa mañana a la Mujer sin Nombre mientras se iba vistiendo, recordó la lección de historia.

Y no es que ella se desnudara delante de él, en absoluto. Seguía con la bata del hospital puesta, con sus hombros huesudos cubiertos por un chal. Pero les estaba dando órdenes a Gloria y a la asistente social, o como se llamara esa mujer, y lo hacía como una reina, y actuando como si el policía no estuviera presente. Si él no hubiese sabido absolutamente nada de ella -e Infante estaba empeñado en partir de esa base- habría deducido que era una ricachona de mierda, una niña de papá como mínimo, alguien acostumbrado a hacer lo que le venía en gana. Con los hombres, y con las mujeres también. Esas dos mujeres se plegaban a sus designios, parecían pugnar por tener el derecho de hacer lo que ella les dijera.

– Mi ropa… -comenzó a decir la Mujer sin Nombre , mirando las prendas que llevaba cuando la ingresaron, y el propio Infante comprendió por qué no quería volver a ponérsela. Era ropa de hacer gimnasia, unos pantalones de yoga y un chándal muy holgado, ambas prendas de una marca que gozaba de cierta fama, y olían a rancio, no tanto el olor acre a sudor seco de la ropa que ha sido usada para hacer ejercicio, sino esa clase de olor a cerrado de la ropa con la que uno ha dormido, con la que se ha vestido durante demasiado tiempo seguido. Infante se preguntó cuántos kilómetros había conducido antes de que se produjera el accidente. No parecía posible que hubiese partido de Asheville porque, sin dinero ni monedero, no habría podido ni siquiera repostar. ¿Y si había arrojado la cartera por la ventanilla del coche? Gloria insistía en que todo lo ocurrido después del accidente era consecuencia de que había sido víctima de un ataque de pánico en estado puro, y que las decisiones equivocadas las tomó impulsada por las descargas de adrenalina. Pero se hubiera podido contestar que todo obedecía al puro cálculo, que había huido del lugar del accidente para darse tiempo a pensar qué historia contaba.

Una historia a la que luego había añadido un detalle, la mención del policía dispuesto a abusar de las chiquillas, pero sólo en el momento en el cual supo que el fiscal del estado opinaba que había que llevarla ante un gran jurado o, en caso de que se negara, a la cárcel. Y, por supuesto, la reacción del fiscal había sido de sorpresa, y terminó aceptando que no fuera de inmediato a la cárcel con tal de que Gloria garantizase que no saldría de Baltimore. Infante tuvo que reconocer que había que tener un verdadero par de cojones para huir de Gloria. Aunque sólo fuera por cobrar su dinero, Gloria la perseguiría hasta el fin del mundo.

– Podríamos llevarla a los locales del Ejército de Salvación en Patapsco Avenue -dijo la asistente social; Kay, eso era, se llamaba Kay-. Las instalaciones están bastante bien.

– Patapsco Avenue -dijo la Mujer sin Nombre en tono meditabundo, como recordando algo muy antiguo, y a Infante le sonó todo aquello a tongo-. Había una pescadería barata en esa calle, hace mucho. Mi familia iba allí a comprar cangrejos.

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