Laura Lippman - Lo que los muertos saben

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Hay preguntas que sólo los muertos podrían responder…
En 1975, dos hermanas, de once y quince años, desaparecieron en un centro comercial. Nunca fueron encontradas, y cientos de preguntas quedaron sin respuesta: ¿cómo pudieron secuestrar a dos niñas?, ¿quién o qué consiguió atraerlas fuera del centro sin dejar rastro? Treinta años después, una extraña mujer que se ha visto envuelta en un accidente de tráfico asegura ser una de las niñas. Pero su confesión y las posteriores evasivas con que responde a los investigadores sólo profundizan el misterio. ¿Dónde ha estado todos estos años?

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Observó su reflejo en el cristal de la ventana sobre el fregadero. «Las mujeres tienen derecho a tener una ventana sobre el fregadero -decía su madre siempre-. Lavar los platos es tan aburrido que al menos hay que hacerlo con buenas vistas.» No recordaba que su madre hubiese exigido ninguna otra cosa en su vida. Desde luego, jamás había discutido la idea de que era la esposa quien tenía que lavar los platos, cocinar y hacer la limpieza. Nunca había pensado siquiera que pudiese trabajar fuera de casa. Éstas eran las cosas que las mujeres de la generación de Miriam comenzaban a reclamar, pero su madre, por mucho que se sintiera desgraciada viviendo en Ottawa, no había pedido más que una ventana, y Miriam había seguido su ejemplo. Y desde ahí, de día, había contemplado aquel patio trasero en el que crecían a su aire las malas hierbas. El aspecto asilvestrado de aquella zona de la casa era una ilusión cuidadosamente alimentada. Miriam había permitido que el patio trasero creciese a su aire de la misma manera que había procurado que sus hijas creciesen también a su aire, dejando que la tierra y las plantas siguieran sus propios instintos, respetando las que ya estaban allí, la madreselva, la menta, las flores silvestres, y no tratando nunca de interferir plantando cosas como rosales u hortensias. Había plantado solamente algunas perennes capaces de crecer en aquellas zonas siempre sombreadas, y sin estorbar la flora ya establecida allí.

De noche, en cambio, el cristal no ofrecía nada más que el reflejo de su rostro. La mujer que Miriam contempló parecía exhausta, pero seguía siendo bonita. No le costaría nada encontrar a otro hombre. En realidad, durante el último año había tenido la sensación de que los hombres se sentían atraídos por ella más que en toda su vida. A Chet le gustaba, de eso estaba segura, y no solamente porque era una damisela necesitada de ayuda. Al inspector le excitaba pensar que Miriam había tenido un amante, un secreto que Chet había querido evitar que se difundiera. Era una mujer mala. Y, aun siendo un inspector, Willoughby no parecía tener mucha experiencia de primera mano con mujeres malas.

Y otros hombres, desconocedores del dato que poseía Willoughby, se sentían atraídos por Miriam debido a las señales de fatalidad y dolor que asomaban a su rostro, la mirada agotada que decía «ya no estoy en el mundo». Resultaba casi temible comprobar lo numerosos que eran los hombres que se sentían atraídos por la idea de una mujer que había sufrido. Sin duda, encontraría fácilmente a otro hombre. Necesitaba sólo una excusa para irse, una razón definitiva para subir al primer piso, hacer la maleta, coger el coche e irse, algo que le permitiera hacerlo sin verse mirada como la mujer fría y antinatural capaz de abandonar a su marido cuando más la necesitaba. El marido que, demostrando tanta generosidad, la había perdonado pese a lo que le pedía su instinto. Aunque ¿podía ser considerado muy magnánimo alguien a quien le recordaban constantemente su magnanimidad?

Esperaría otros seis meses. Lo haría en octubre. Aunque, pensándolo bien, durante el último mes de octubre Dave había padecido mucho viendo el tiempo magnífico, la fiesta de Halloween, los niños del barrio con sus disfraces. ¿Tal vez en noviembre, en diciembre? No, en vacaciones se sentía mucho más el dolor. Y enero era el mes del cumpleaños de Sunny, y enseguida volverían a estar en marzo, llegaría el segundo aniversario, y a la semana siguiente era el aniversario de Heather. Jamás llegaría el momento adecuado para partir, pensó Miriam. Pero sí habría un momento, pronto.

Se imaginó en plena carretera, camino de… Texas. Una compañera de instituto vivía en Austin y siempre alardeaba de la vida libre que llevaba allí. Miriam se veía en el coche, conduciendo hacia el oeste y luego cruzando al sur a través de Virginia, atravesando el largo valle de Shenandoah y los lugares que había visitado con las niñas, las Cuevas de Luray, el Skyline Drive, Monticello, bajando cada vez más camino de Abingdon y del estado de Tennessee. Se estremeció. Claro, habían dicho que vieron a las niñas en Abingdon. Fue una llamada de alguien cargado de buenas intenciones, pero todos esos entrometidos bienintencionados fastidiaban a Miriam mucho más que los que se inventaban falsas informaciones.

De todo cuanto había tenido que sufrir, una de las cosas que más le dolían a Miriam era que su tragedia privada se hubiese transformado en una tragedia pública, algo que otras personas decían que les había afectado profundamente. Como los periodistas de esa tarde, fingiendo todos que sabían cómo se sentía ella. Los supuestos testigos eran otra variación de lo mismo, personas que creían que las niñas Bethany eran de su propiedad, como si se tratara de un tesoro público, demasiado valioso para que fuese propiedad exclusiva de los padres, como si se tratara del diamante Hope que se conservaba en el museo Smithsonian. Claro que se decía que era una gema maldita.

Al recordar ese diamante le vino a la memoria la enorme piedra preciosa que Richard Burton le regaló a Elizabeth Taylor. Y eso le condujo a recordar una tarde con Sunny y Heather, viendo en la televisión la serie Lucy el día en que Taylor y Burton aparecieron como estrellas invitadas. A Miriam, Lucille Ball la ponía bastante nerviosa; era lo bastante guapa para no tener que recurrir a hacer el idiota para que la gente se fijase en ella. Ser guapa era para Miriam suficiente justificación vital. Y si se trataba de Elizabeth Taylor, no había quien lo discutiera. Pero sus hijas adoraban el personaje de Lucy, como si fuese una tía simpática, y en cierto sentido aquella actriz cómica las había criado haciéndolas reír tarde tras tarde con las imágenes algo borrosas que les llegaban desde un repetidor de Washington. Las niñas mismas admitían que la nueva serie nocturna no podía compararse ni de lejos con la serie original, tan mágica, pero eran fieles a Lucille Ball y querían verla siempre. En el capítulo que Miriam recordó, Lucille Ball se probaba el anillo de diamantes de Taylor, y no lograba quitárselo del dedo. Y la escena seguía con las típicas caras de pasmo, ojos saltándose de las órbitas y expresiones boquiabiertas.

La gente solía meter el dedo en el dolor de Miriam de esa misma manera, lo imitaban, casi como si todo el mundo esperase que ella se sintiera adulada por tanto interés ajeno. Pero llegado el momento, lo dejaban correr y se iban a su casa tan contentos. Se quitaban la máscara de dolor prestado, se la devolvían a Miriam, y seguían viviendo felices sus vidas desprovistas de acontecimientos notables.

Capítulo 18

Tuvo que rogar y prometer y negociar interminablemente, pero al final le dieron permiso para ir a la fiesta. Había discutido, bueno en realidad no se trataba de discutir porque hablar a gritos se consideraba como algo completamente inaceptable, pero sí dijo que iba a parecer muy raro que siempre rechazara las invitaciones a las fiestas de sus compañeros del colegio. ¿Acaso no era una niña como todas las demás? Y las niñas iban a las fiestas. El tío y la tía, que es como debía llamarles en público según las instrucciones recibidas de ellos, se empeñaban en no parecer raros ante los demás. Lo cual tenía para ella todo el sentido del mundo, dada la cantidad de secretos que guardaban y de mentiras que contaban, pero lo que no entendía era que pudieran ocultar su rareza ante sí mismos. ¿Cómo era posible que no supieran lo extraños que eran, hasta qué punto vivían de manera diferente a los demás? En el exterior de su casa era el año 1976, el año del Bicentenario de la Constitución Norteamericana, y estaban en mitad del decenio que demostraba que todo era posible, incluso en una ciudad tan pequeña como aquélla. Había terminado una guerra, había caído un presidente de Estados Unidos porque la gente exigía cambios. La gente lo había exigido de palabra, haciendo manifestaciones, muriendo incluso por el cambio en algunos casos. Y no pensaba en los soldados de Vietnam. Nunca pensaba en ellos. Pensaba en las matanzas de la universidad de Ken State de 1970, y siempre se arrepintió de no haberles prestado más atención a aquellos acontecimientos cuando ocurrieron, aunque entonces era aún muy pequeña. Difícilmente podía una niña entender por qué la Guardia Nacional entró armada a disolver la manifestación de estudiantes, por qué disparó y mató a unos cuantos.

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