Laura Lippman - Lo que los muertos saben

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Hay preguntas que sólo los muertos podrían responder…
En 1975, dos hermanas, de once y quince años, desaparecieron en un centro comercial. Nunca fueron encontradas, y cientos de preguntas quedaron sin respuesta: ¿cómo pudieron secuestrar a dos niñas?, ¿quién o qué consiguió atraerlas fuera del centro sin dejar rastro? Treinta años después, una extraña mujer que se ha visto envuelta en un accidente de tráfico asegura ser una de las niñas. Pero su confesión y las posteriores evasivas con que responde a los investigadores sólo profundizan el misterio. ¿Dónde ha estado todos estos años?

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– ¿Esperan ustedes? ¿Han logrado mantener… -el periodista del Star, un tipo patético con el sombrero clavado en la coronilla, una corbatita delgada, trataba de formular la pregunta de manera que Dave picara en el anzuelo-:… la esperanza de que algún día sus hijas aparezcan vivas?

– Por supuesto. La esperanza es esencial.

Creer en un caso de amnesia conjunta, un castillo en Baviera, un tipo excéntrico y amable que quería tener dos niñas rubias, pero que nunca jamás les haría daño…

– No -contestó Miriam.

En un rincón del cuarto, Chet se puso tenso, como si pensara que debía interceder. ¿Había por fin detectado alguna cosa el inspector? ¿Captó que Dave sintió el impulso de soltarle un bofetón a su mujer? No era la primera vez que, durante el último año, había tenido que refrenar esa clase de impulsos. También los periodistas se mostraron escandalizados, como si Miriam hubiese violado algún protocolo no escrito del ritual propio de los padres abrumados de dolor.

– Deben ustedes disculpar a mi esposa -dijo Dave-. Es una persona de profundas emociones, y hemos estado sometidos a una prueba terrible.

– No soy una niña que no ha echado su cabezadita después de comer-dijo Miriam-. Y mis emociones son tan profundas hoy como ayer o mañana. Ojalá me equivocara. Pero ¿cómo pretenden ustedes que yo me mantenga viva si no acepto a estas alturas, y como mínimo, la probabilidad de que hayan muerto? ¿Cómo quieren que siga adelante?

Los periodistas no tomaron notas mientras ella estallaba de aquel modo, Dave estuvo observándolos. Su instinto era el de proteger a Miriam, siempre, al igual que les ocurría a los demás, y se esforzaba como los otros en imaginar que esos comentarios tan fuera de lugar eran consecuencia del dolor. Se suponía que los periodistas eran una pandilla de cínicos, y tal vez lo fueran, sobre todo cuando se dedicaban a informar sobre historias como la del caso Watergate, un turbio asunto de conspiraciones e intrigas. Pero Dave había comprobado personalmente que los que cubrían el caso Bethany eran ingenuos y optimistas.

– Lo siento -dijo Dave, y ni él supo por qué pedía excusas esta vez.

Pasó un instante. Y Miriam asintió a su vez, encogiendo los hombros de un modo que para Dave fue una invitación a protegerlos bajo su brazo.

– Es muy duro -dijo Miriam- tener que mantener la esperanza y sintiendo a un tiempo la necesidad de llorar la pérdida. Diga lo que diga, siempre tengo la sensación de estar traicionando a mis hijas. Necesitamos saber qué les ha ocurrido, lo necesitamos.

– ¿Hay a lo largo del día momentos en los que logra usted no acordarse de todo esto? -preguntó la periodista del Light.

Era tan nueva la pregunta, que pilló a Dave con la guardia baja. «¿Cómo se las arreglan para seguir, qué hacen para no pensar en todo esto?», éstas eran las preguntas a las que se había habituado. Pero ¿había algún momento en el que no pensara en las niñas? Racionalmente cabía suponer que sí, pero se había puesto a buscar si era o no así, y no lograba encontrar un instante en el que no se acordara de todo. Al preparar la cena, recordaba los platos que gustaban y que detestaban sus hijas. «¿Otra vez redondo de ternera?» Con el coche detenido ante el rojo de un semáforo en el tráfico nocturno, se acordaba de sus conversaciones sobre el enorme número de empleados de la administración de la Seguridad Social que trabajaban en un edificio cercano, y por qué taponaban las calles con sus coches cada día a las 4 en punto de la tarde. «¿De verdad que cuando seamos mayores nos darán dinero? ¡Qué guay!» Y si pensaba en lo mucho que odiaba a Jeff Baumgarten, en las ganas que tenía de apostarse junto a su casa de Pikesville y atropellarle con la furgoneta Volkswagen, en realidad sólo pensaba en las niñas, seguro. Al abrir el buzón de su casa y encontrarse con el ejemplar de la revista New York se fijaba en el anuncio de Ronrico, el cubalibre envasado, que aparecía siempre en la contraportada, y recordaba que, mientras que Heather se quedaba fascinada ante las ilustraciones anticuadas del anuncio, Sunny sólo pensaba en el concurso de crucigramas en el que competía cada semana. Cada uno de los objetos del mundo, desde la barra de ejercicios que construyeron las niñas en el patio trasero de su casa, el verde brillante de una lata de refresco tirada en la cuneta, el viejo albornoz azul de Miriam… todo le devolvía al recuerdo de sus hijas. Todo el mundo sabía que no era posible mantener semejante nivel de intensidad el resto de su vida, que el dolor más agudo acaba disolviéndose, pero Dave quería mantenerlo vivo. La sorda furia que sentía era como una lámpara encendida junto a la ventana, una luz que guiaría a sus hijas de vuelta a casa.

Ni siquiera ahora podía impedir que sus pensamientos volaran a gran velocidad, lo cual destrozaba sus intentos de cumplir el ritual de Agnihotra. Trató de hablarlo con otros seguidores del Quíntuple Camino. Estelle Turner había fallecido tiempo atrás, y Herb se fue enseguida al norte de California, afirmando que necesitaba cortar todos los vínculos para poder continuar. Dave le telefoneó para contarle lo de las niñas, pero Herb pareció más bien fastidiado de que alguien le recordara su pasado en Baltimore, y le dio la vuelta a la conversación, como si se tratara de un calcetín, y terminó consiguiendo que hablaran de él, de sus propias pérdidas y desilusiones. «No encuentro el camino, amigo», repetía una y otra vez Herb. Y es que para él todo en la vida era una abstracción, todo menos Estelle. La propia muerte de la hija de Herb no fue para él importante, ni siquiera fue una prueba espiritual a la que se veía sometido, parte de su jodido «camino».

De los otros vecinos de Baltimore que seguían el Quíntuple Camino hubo muchos que se habían mostrado excepcionalmente amables con Dave en los últimos doce meses, y le habían proporcionado un surtido inagotable de mantequilla india, como decía con sorna Miriam. Pero incluso esos amigos se mostraban ofendidos cada vez que Dave insinuaba que ese sistema de ritos y creencias que compartía con ellos tal vez no fuera suficiente como para permitirle superar sus dolorosas circunstancias personales. ¿Cómo se atrevía a decir que no era capaz de limpiar su mente y prepararla para la meditación diaria? ¿Por qué les preguntaba si no sería mejor para él abandonar por completo aquellas prácticas hasta comprobar que volvía a ser capaz de concentrarse de verdad en ellas? ¿Cómo era que les consultaba acerca de la posibilidad de seguir llevándolas a cabo cada salida y cada puesta de sol, tratando así de vaciar su mente y abrazar el ahora? Les solía confesar que al término de su ritual de la puesta de sol, por ejemplo, tenía la sensación de no haber siquiera empezado, y tenía conciencia de que durante la celebración no había encontrado ni un instante de paz ni de satisfacción. Al revés, comenzaba a ver el rito igual que Miriam lo había visto siempre: un olor apestoso a mierda, un humo grasiento que ensuciaba las paredes de su despacho.

Extinguido el fuego, recogía las cenizas que solía luego usar como abono, y regresaba a la cocina, donde se servía un vaso de vino. Así lo hizo aquel día de los periodistas. Y a Chet le puso una copita de whisky. Luego se dio cuenta de su olvido, y le sirvió a Miriam otro vaso de vino.

– En realidad, Chet, ¿se ha avanzado algo en la investigación? ¿Puedes volver la vista atrás y afirmar que hemos averiguado alguna cosa? -Le pareció que hablar en primera persona del plural era una muestra de generosidad. De hecho, interiormente, Dave pensaba que los policías eran una pandilla de ineptos.

– Hemos eliminado unas cuantas posibilidades. Las sospechas acerca del profesor de música de Rock Glen. Y… varias más. -Chet se negaba, incluso en privado, a restregarle a Miriam por las narices el follón de su historia con Baumgarten.

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