Laura Lippman - Lo que los muertos saben

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Hay preguntas que sólo los muertos podrían responder…
En 1975, dos hermanas, de once y quince años, desaparecieron en un centro comercial. Nunca fueron encontradas, y cientos de preguntas quedaron sin respuesta: ¿cómo pudieron secuestrar a dos niñas?, ¿quién o qué consiguió atraerlas fuera del centro sin dejar rastro? Treinta años después, una extraña mujer que se ha visto envuelta en un accidente de tráfico asegura ser una de las niñas. Pero su confesión y las posteriores evasivas con que responde a los investigadores sólo profundizan el misterio. ¿Dónde ha estado todos estos años?

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Mirándola, Kay pensó que ni siquiera se daba cuenta de que ella estaba allí, o que ni siquiera le importaba. ¿Confianza, o indiferencia? Tal vez sólo era porque Kay carecía de importancia a los ojos de Heather.

– Fue un policía. ¿Vale? Vino un policía y me dijo que le había ocurrido algo a mi hermana y que tenía que ir con él, corriendo. Y fui con él, y por eso nos tuvo a las dos. Primero a ella, y luego a mí. Nos encerró en la trasera de la furgoneta, a las dos.

– Un hombre que dijo ser policía -aclaró Gloria.

– No decía serlo. Era un policía de verdad, un policía de la ciudad de Baltimore, o del condado, con una placa y todo. Y aunque no llevaba uniforme lo era… los policías no siempre van uniformados. Michael Douglas y Karl Malden en Las calles de San Francisco eran policías y no llevaban uniforme. Era un policía y dijo que no pasaría nada malo, que todo se arreglaría, y le creí. Ése fue mi error, el único que cometí, fiarme de aquel hombre, y lo he pagado toda mi vida.

Y con esa última palabra, «vida», emergió cierta emoción que había sido muy bien guardada durante muchísimo tiempo, y Heather comenzó a llorar impulsivamente, y Gloria retrocedió un paso, sin saber qué hacer. También Kay se preguntó qué podía hacer ella, qué hacer que no fuera adelantarse, rodear a Gloria y tratar de consolar a Heather, que era lo único que cualquier persona sensible podía hacer en aquel momento, consolarla y hacerlo con la mayor suavidad posible, abrazarla sin dañarle el brazo roto, sin agravar el dolor generalizado de todo su cuerpo tras haber sufrido el accidente de coche.

– Encontraremos alguna solución -dijo Kay-. Encontraremos un sitio para protegerte. Conozco a alguien, una familia de mi barrio que se ha ido una semana de vacaciones. Como mínimo, podrás estar unos pocos días allí.

– Nada de policía -dijo Heather, casi ahogándose-. Nada de cárcel.

– Claro que no -dijo Kay, buscando la mirada de Gloria para ver si aprobaba la idea que había propuesto.

Pero Gloria estaba sonriendo, satisfecha de sí misma, triunfal.

– Ahora sí-dijo la abogada, dejando asomar la punta de la lengua, encantada de la situación-, ahora sí que tenemos una cosa que nos da ventaja sobre ellos.

Capítulo 15

Una noche más. Una noche más. Todos le habían dicho que no iba a poder quedarse en el hospital, que ese día era el último, pero les había arrancado una noche más, lo cual demostraba lo que siempre había creído, a saber, que todo el mundo miente, siempre. Una noche más era el título de una espantosa canción pop de hacía unos cuantos años en la que un amante rechazado suplicaba a su pareja que le permitiera hacer el amor con ella una última vez. «Tócame por la mañana. No puedo hacer que me ames si no me amas.» Jamás había entendido bien esa letra. Cuando era más joven, cuando todavía trataba de encontrar pareja y, sorprendentemente, fracasaba una y otra vez en sus intentos de conseguirlo, los hombres aguantaban junto a ella a lo sumo unos pocos meses y terminaban dejándola, como si alcanzasen a oler la podredumbre que la habitaba por dentro, como si hubiesen leído por fin su fecha de caducidad y hubiesen comprendido que estaba acabada. En cualquier caso, siempre que un hombre rompía con ella, jamás se le ocurría pedirle que hiciesen el amor una vez más. A veces le entraban ganas de vomitar, a veces de llorar. A veces reía, aliviada. Pero jamás recurrió a esa estratagema de suplicar que hiciesen el amor otra noche, que la acariciasen por la mañana, un polvo por caridad. No importaba lo mucho que ella lo deseara. Había que encontrar un resto de orgullo, donde fuera, y mantenerse firme.

Se levantó de la cama, con el cuerpo entero dolorido seguro ya de que no iba a poder contar con el brazo izquierdo, al menos durante algún tiempo, y que tenía que coger los pantalones con la derecha. El cuerpo, era sorprendente, se adaptaba a la nueva situación mucho más deprisa que el espíritu. Últimamente no podía hacerle mucho caso a su espíritu. ¿Era un chico y me pareció ver a una niña, o tal vez en esa ventanilla no había ninguna cara? Se aproximó a la ventana, descorrió la cortina y estudió el paisaje. El aparcamiento, la mancha amorfa de la ciudad con el horizonte de sus rascacielos dibujado a lo lejos, el atasco de todos los carriles de la 195 a la hora de la vuelta a casa. «¡Acércate a la ventana, qué dulce el aire nocturno!» Se acordó de este verso, era un recuerdo de sus años con las monjas. Las pobres estaban convencidas de que a base de memorizar se podía alcanzar la inteligencia. La carretera estaba cerca, a un kilómetro apenas. ¿Y si se acercaba hasta el asfalto, sacaba el pulgar y se iba en autoestop hasta su casa? No debía hacerlo, eso la convertiría en doblemente fugitiva. Tenía que resistirse a esa clase de ideas. Pero ¿cómo?

Lo que más le preocupaba no eran las mentiras. Recordaba bien las que decía. El riesgo estaba en los fragmentos de verdades que se le escapaban. Un buen mentiroso sobrevive usando el mínimo posible de verdades, porque la verdad te hace tropezar y caer mucho más a menudo que la mentira. Cuando, hacía algún tiempo, tenía por costumbre cambiar muy a menudo de nombre, aprendió a crear una nueva identidad cada vez, a no repetir nada de la anterior. Pero esa tarde, la amenaza de la cárcel, al igual que la posibilidad de ser detenida la primera noche, acabó enloqueciéndola. Sintió la necesidad de contar alguna cosa. Se había sentido muy inspirada cuando les habló del poli, mezclándolo con Karl Malden. Detalles extraños y tangenciales que daban autenticidad al conjunto. Pero Karl Malden no les iba a tranquilizar. Querrían saber el nombre de verdad, clamaban ya por saberlo, y no le quedaría más remedio que darles algo, decir algún nombre.

– Lo siento -dijo en susurros mirando el cielo nocturno. No estaba segura de qué era lo que más la preocupaba, si los muertos o los vivos, de dónde venía el principal riesgo. Pero a los vivos podías engañarles. A los muertos, no.

CUARTA PARTE . PRAJAPATÁYE SVAHA PRAJAPATAYEIDAM NA MAMA

(1976)

Los mantras agnihotra deben ser pronunciados en su forma sánscrita original. No deben traducirse a ningún otro idioma…

Los mantras agnihotra deben ser pronunciados de manera rítmicamente equilibrada, de modo que el sonido reverbere en la casa entera.

Y dichos en un tono ni demasiado alto ni demasiado bajo, ni pronunciados apresuradamente…

Pronunciando estos mantras se alcanza el sentimiento de la entrega total.

(Adaptado de las instrucciones para la celebración del Agnihotra, el rito de la salida/la puesta de sol que forma el centro mismo de la práctica del Quíntuple Camino)

Capítulo 16

Se aproximaba con rapidez la puesta del sol, y Dave fue a la nevera, cogió un poco de ghee, la mantequilla india, y se dirigió a su despacho. Chet se quedó sentado a la mesa de la cocina con Miriam, cada uno ante su tazón de té. Ni siquiera trataban de charlar, tomaban la infusión de hierbas a pequeños sorbos y permanecían quietos mirando al infinito. Estaban todos agotados después de un día entero de entrevistas, y a pesar de que casi todo el peso recayó en Dave, que habló por todos. Miriam cedía siempre la preeminencia a Dave, mientras que el inspector prácticamente no decía nunca nada. A veces, a Dave le parecía que el silencio de Willoughby era un consuelo. Era lógico que los hombres de acción fuesen lacónicos. En otros momentos pensaba que aquellas aguas tan quietas no podían ser muy profundas. Pero Chet ya les resultaba muy conocido a esas alturas, como si fuese un perro muy serio al que habían encontrado abandonado y que terminaron adoptando pese a haber repetido muchas veces que no querían tener ningún perro.

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