Laura Lippman - Lo que los muertos saben

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Hay preguntas que sólo los muertos podrían responder…
En 1975, dos hermanas, de once y quince años, desaparecieron en un centro comercial. Nunca fueron encontradas, y cientos de preguntas quedaron sin respuesta: ¿cómo pudieron secuestrar a dos niñas?, ¿quién o qué consiguió atraerlas fuera del centro sin dejar rastro? Treinta años después, una extraña mujer que se ha visto envuelta en un accidente de tráfico asegura ser una de las niñas. Pero su confesión y las posteriores evasivas con que responde a los investigadores sólo profundizan el misterio. ¿Dónde ha estado todos estos años?

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Una vez en su despacho Dave se sentó en la alfombra con las piernas cruzadas. No era de hecho una alfombra de las auténticas, una de las que se usan para la oración en Oriente. Pero no hacía falta. El ritual del Agnihotra no exigía ser realizado con objetos especiales, y eso formaba parte de su encanto. Sólo hacía falta el jarro de cobre para la ofrenda. De modo que la alfombra no era más que un tapiz que compró en cierta ocasión en un mercado indio, cuando se fue de viaje al terminar la universidad. En aquel entonces la madre de Dave aún vivía en Baltimore, y a pesar de sus quejas y recelos, Dave metió en su apartamento todo aquel montón de tesoros. «¿Y qué hay en todas esas cajas? -dijo quejumbrosa cuando las vio-. ¿No serán drogas? Si la policía se presenta aquí, no esperes que mienta para encubrirte.»

Dave puso un pedazo de estiércol en el jarro, y un poquito de mantequilla india, otro pedazo de estiércol y unos granos de arroz, y miró el reloj para asegurarse de que era la hora exacta de la puesta de sol.

Agnaye Svaha -dijo, ofreciendo una parte de los granos de arroz untados en mantequilla india-. Agnaye Idam Na Mama.

La gente imaginaba que eso del Quíntuple Camino era otro de los recuerdos que se había traído de sus viajes, aunque en realidad Dave ya era funcionario público y estaba casado con Miriam cuando oyó hablar de todo aquello por vez primera, en una fiesta en una casa burguesa de Baltimore Noroeste. El Quíntuple Camino era el vínculo que unía entre sí a la mayoría de los asistentes a la fiesta, celebrada en una bella mansión victoriana de Oíd Sudbrook. De pequeño, cuando crecía junto a su madre en el barrio de Pikesville, Dave no conocía la existencia de casas ni mucho menos personas como aquéllas. Sin embargo, Herb y Estelle Turner vivían a sólo tres kilómetros del lugar donde estaba el pisito en el que había vivido con su madre. Los Turner eran gente cálida y reservada al mismo tiempo. Dave imaginó que esa especial dignidad personal que mostraban era consecuencia de su práctica del Quíntuple Camino. Tardó algún tiempo en enterarse de los problemas que les causaba su hija, o de que Estelle tenía una salud muy frágil. Y aunque Miriam no fue nunca muy entusiasta de aquel matrimonio y solía afirmar que esa noche trataban de captar gente a la que convertir a sus ritos, lo cierto es que sólo les hablaron del Quíntuple Camino cuando Dave les preguntó por qué en la casa había aquella atmósfera dulzona y levemente humeante, tan sorprendente en aquella noche de primavera. Dave había supuesto, y deseado, que fuera humo de marihuana, que tanto él como Miriam tenían muchas ganas de probar. Sin embargo, la fragancia procedía de la práctica del rito de la salida y la puesta del sol, el Agnihotra, y era como si tan repetida práctica hubiese calado incluso en los cimientos mismos de la casa. Cuando Estelle les explicó que el origen de aquel aroma estaba relacionado con el Quíntuple Camino, Dave creyó que a través de esos ritos él se convertiría en una persona como los Turner, gente llena de encanto, tranquila, que vivían en aquella casa tan bella como escasamente ostentosa.

A Miriam, en cambio, le pareció que el rito de Agnihotra hacía que la vivienda oliera, literalmente, a mierda. Cuando se mudaron a la casa de Algonquin Lañe, Miriam insistió en que Dave practicara sus ritos en el despacho y en ningún otro lugar. Y con las puertas bien cerradas. E incluso así le desesperaba ver los residuos grasientos de la mantequilla india en las paredes del despacho, aquella película brillante que se resistía a todo intento de limpieza. Después de la tragedia, a Miriam no le hubiese importado lo más mínimo que su marido celebrase su ritual aunque fuera en la mesa del comedor, todo le daba igual. Miriam no le hacía nunca el menor reproche. Y en cierto modo Dave echaba de menos sus quejas. O casi.

«Apacigua tus pensamientos. Céntrate en tu mantra.» Si no conseguía perderse en la práctica de los ritos, no tenía sentido practicarlos.

Prajapataye Svaba -dijo mientras hacía la segunda ofrenda-. Prajapataye Idam Na Mama.

Y a continuación tenía que permanecer meditando hasta el momento en que se apagase el fuego.

Los periodistas llegaban de tres en tres: tres diarios, tres televisiones, tres radios, tres agencias de noticias. En cada uno de los grupos había un reportero que trataba de obtener como fuese una exclusiva, una entrevista privada con Miriam y Dave, pero los nuevos entendían las explicaciones de Chet, quien les decía que los Bethany preferían contar su historia una sola vez para todos ellos. Los periodistas se mostraban todos muy educados y amables, se limpiaban los zapatos en el felpudo de la entrada, mostraban su admiración por el modo en que habían rehabilitado la vieja casa rural, y eso que llevaban un año sin tocar nada. Hablaban en voz baja, hacían preguntas circunspectas. Una joven del Canal 13 dejó correr unas lágrimas mientras miraba las fotos de las niñas. No eran las fotos de la escuela, primeros planos contra el cielo azul. La gente de las televisiones les había dicho a los Bethany que esos retratos de colegialas habían sido mostrados tantas veces que «habían perdido toda su fuerza», y que sería útil usar nuevas imágenes. Y eligieron instantáneas familiares, las que tenía Dave en el despacho, recuerdo de una excursión al Bosque Encantado de la Ruta 40. Heather aparecía sentada en una banqueta, con las piernas cruzadas, y Sunny estaba en pie con las manos en jarras, tratando de mostrar lo mucho que se aburría. Pero fue un día maravilloso, así lo recordaba Dave, y el malhumor adolescente de Sunny casi no les molestó, y todos estuvieron muy cariñosos con los demás.

Los reporteros de los diarios, el último grupo que hizo la peregrinación ese día, no se quejaron de la idea de utilizar las fotos de colegio de las niñas que tanto habían sido difundidas hasta ese momento, pero se empeñaron en tomar un retrato de Miriam y Dave sentados y con los retratos de las colegialas puestos en la mesa del té, justo delante de ellos dos. Dave temía horrores ver esa imagen en la portada de los diarios al día siguiente: la torpeza de su brazo cruzado sobre los hombros de Miriam, la distancia entre sus dos cuerpos, los rostros mirando cada uno a un lado.

– Sé que hubo una petición de rescate, la primera semana -dijo el periodista del Beacon, el diario de la mañana-. Y resultó que la llamada la hizo un impostor. ¿Ha habido situaciones similares durante este año que ya ha transcurrido?

– No sé… -dijo Dave mirando a Miriam, pero ella se negaba a hablar a no ser que la forzaran a hacerlo.

– No pretendo que diga nada que pueda perjudicar la investigación.

– Sí, hubo otras llamadas. No pedían rescate. Eran más bien… desafiantes. Llamadas obscenas, aunque no quiero decir obsceno en el sentido normal del término. -Dave se llevó la mano al mentón, estaba dejándose crecer, o intentándolo, la barba, y miró a Chet, que fruncía el entrecejo-. Mire, será mejor que no escriba eso. La policía llegó a la conclusión de que no era más que algún crío medio enfermo. No era nadie que nos conociera a nosotros, ni a las niñas. Esa llamada no tuvo ningún sentido.

– Claro -dijo el periodista del Beacon, asintiendo con la cabeza en un ademán de simpatía. Tenía unos cuarenta años, había sido corresponsal en Vietnam y también en otras corresponsalías de su diario en el extranjero: Londres, Tokio, Sao Paulo.

Había sido el primero en llegar y se las arregló para darles toda esa información acerca de sí mismo aprovechando las presentaciones del principio. Como si aquellas credenciales pudieran suponer un consuelo para ellos, pensó Dave, como si demostraran que el diario pretendía que la información fuese escrita por un profesional competente. Y sin embargo a Dave le dio la sensación de que aquel periodista trataba de encontrar alguna clase de consuelo, algo que realzase la importancia de la misión que le habían encomendado. Como si pensara que la historia de las niñas desaparecidas no estaba a la altura de las guerras y la política internacional. Parecía un hombre dado a la bebida, porque tenía muchas venillas rotas en la punta de la nariz y un tono rojo enfermizo en las mejillas.

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