Laura Lippman - Lo que los muertos saben

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Hay preguntas que sólo los muertos podrían responder…
En 1975, dos hermanas, de once y quince años, desaparecieron en un centro comercial. Nunca fueron encontradas, y cientos de preguntas quedaron sin respuesta: ¿cómo pudieron secuestrar a dos niñas?, ¿quién o qué consiguió atraerlas fuera del centro sin dejar rastro? Treinta años después, una extraña mujer que se ha visto envuelta en un accidente de tráfico asegura ser una de las niñas. Pero su confesión y las posteriores evasivas con que responde a los investigadores sólo profundizan el misterio. ¿Dónde ha estado todos estos años?

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A Dave le fastidiaba en grado sumo que los polis prácticamente felicitaran a Miriam por haber sido tan sincera en relación con la aventura que había estado viviendo con su jefe, el hecho de que contara voluntariamente dónde había estado esa tarde. Miriam la sincera, la amante de la verdad. Capaz de sacrificar incluso su instinto de conservación, y hacer lo que fuera por encontrar a sus hijas. Pero Dave sabía que su mujer carecía de la menor habilidad para engañar a nadie, y que si les había contado lo de su estúpido amante era porque no podía evitarlo. Miriam era incapaz de ocultar nada. Dave lo sabía bien.

Fue Dave quien mintió al principio, quien ocultó toda referencia a la visita de la señora Baumgarten a la tienda, quien buscó excusas para explicar por qué había cerrado tan temprano y se había ido a tomar una cerveza al bar que había un poco más abajo en la misma manzana. En las primeras entrevistas con la policía Dave tartamudeaba, dudaba, nervioso, trataba de esconder su mirada. ¿Fue ése el problema? ¿Llegó la policía a concentrarse tanto en la actitud extraña de Dave que pensó que el culpable era él? Ahora lo negaban, pero Dave estaba seguro de que al principio fue así.

– ¿Has cantado hoy tus oraciones? -A esas alturas Chet se sabía de memoria las costumbres de Dave, sus prácticas rituales.

– Claro -dijo Dave-. Otro día, otra puesta de sol. Y dentro de trescientas sesenta y cinco puestas de sol estaremos otra vez aquí, volveremos a contar la misma historia, seguiremos esperando que aparezca alguien con algún indicio. Aunque tal vez los aniversarios no se sucedan tan rápidamente después del primero. Enseguida serán cinco años, luego diez, y después veinte, cincuenta…

– Trescientos sesenta y seis -dijo Miriam.

– ¿Cómo?

– El año 1976 es bisiesto. Tiene un día más. Hace trescientos sesenta y seis años que las niñas desaparecieron. Ay, quería decir días. Trescientos sesenta y seis días.

– Allá tú, Miriam, si te importa tanto un día más o un día menos. En fin, supongo que las querías más que yo. Pero hoy es día veintisiete, no veintinueve. Los periodistas se han adelantado para tener tiempo de escribir sus noticias para el lunes próximo, que es el día del aniversario. De manera que en realidad hoy hace sólo trescientos sesenta y cuatro días.

– Por favor, Dave…

Ése era el verdadero papel de Chet en sus vidas. Era el pacificador antes que ser el policía. Pero Dave ya se había arrepentido. Hacía un año -bueno, 364 días-, pensaba que la pérdida de su esposa sería la peor desgracia que pudiera ocurrirle. Encogido sobre su cerveza en el bar Monaghan, experimentó sucesivamente los típicos sentimientos de los cornudos: ira, sed de venganza, autocompasión, miedo. Jugó con la idea de divorciarse de Miriam, convencido de que le concederían a él la custodia de las niñas, dadas las circunstancias. Pero al final perdió a sus hijas y se quedó con su mujer.

Si le hubiesen dado a elegir… pero no pudo hacerlo. «Nadie tiene ninguna elección en ninguna cosa importante», se dijo. Pero si alguien le hubiera pedido que eligiera, habría sacrificado a Miriam sin pensarlo ni un solo instante a cambio de conseguir que Sunny y Heather regresaran a su lado, y daba por supuesto que su esposa pensaba lo mismo que él. La relación matrimonial no era más que un frágil monumento en memoria de las hijas que habían perdido, y mantenerla viva era realmente lo único que podían hacer por ellas.

Se despidió de Chet y se fue con su vaso de vino al porche trasero de la casa, donde se quedó muy concentrado mirando el columpio que había construido utilizando un neumático viejo, colgado de unas cuerdas de la mejor rama del único árbol verdaderamente robusto que había allí, a unos pasos de la cerca donde amontonaban las ramas secas y tablones viejos. Cuando las niñas eran pequeñitas, Dave se enorgullecía de ser capaz de construir para ellas, al fondo del patio trasero, fuertes y castillos, con almenas de ramas y lo que él llamaba «alfombras», formadas con capas de musgo que trasplantaban de otras partes del jardín, y provisiones en forma de hierbas y flores. Hacía ya bastantes años que las niñas se habían hecho demasiado mayores para esa clase de juegos, pero el último castillo se había mantenido en pie hasta el invierno anterior. Ese año, el peso de la nieve, su humedad persistente, lo hundió del todo. Y Dave tuvo la sensación de que su propia vida era un castillo hecho de palos rotos, como si en realidad le hubiesen empalado con la punta afilada de unos troncos, muerto el musgo a su alrededor, agotada la reserva de frutas y flores silvestres.

Capítulo 17

Sola por fin… - «alone again, naturally», otra vez sola, naturalmente, como decía la canción de Gilbert O'Sullivan que Sunny había escuchado tantísimas veces a sus once años, hasta volverles locos a todos los demás-, sola por fin Miriam se acercó al fregadero y vació su vaso de vino. Ya no le apetecía últimamente ninguna bebida alcohólica, aunque Dave no parecía haberse siquiera enterado. Para saber que Miriam llevaba bastante tiempo sin beber nada, Dave hubiese debido fijarse en que él bebía muchísimo más que antes, y si siempre había dicho estar interesado en lo que él llamaba el «autoconocimiento», no parecía que se refiriese a esta clase de detalles.

El fregadero se encontraba junto a un gran ventanal que daba al patio trasero, y ése había sido el único cambio en el que Miriam se empeñó cuando reformaron la casa. «Las mujeres tenemos derecho a tener una gran ventana en el fregadero», dijo cuando Dave le mostró sus planes de reforma originales, en los que el fregadero daba a una pared de cerámica mejicana. La frase era de su madre, y Miriam les había inculcado la misma idea a sus hijas. Recordó a Heather cuando montaba su casita de muñecas. Era un juego modular, un rectángulo de madera azul, desnudo de toda decoración y que no era en absoluto la clase de acicalada casita victoriana que Heather habría elegido si la hubiesen dejado hacerlo. La casita que tuvo por fin llevaba incluso muebles funcionales al estilo danés, modernos y robustos. «El fregadero ha de estar delante de la mujer», dijo la muñeca mamá de caucho a la muñeca hija de caucho, y Miriam no creyó oportuno corregir la curiosa variante de la frase familiar que había sido acuñada por su hija. Fueron las muñecas, precisamente, lo único frágil y poco duradero del juego, pues el caucho de sus cuerpecitos terminó secándose, la pintura de sus caras pelándose, mientras que todo el resto de la casita seguía encerrado y bien conservado en el armario de Heather, esperando… ¿Qué esperaba, a quién?

En general las habitaciones de las niñas seguían tal cual las habían dejado ellas, aunque finalmente Miriam cedió y lavó las sábanas e hizo las camas que ellas habían dejado: deshechas y desordenadas, en el cuarto de Heather, y con las sábanas y mantas estiradas, casi sin una sola arruga, en el de Sunny. Cada una de ellas alegaba su personal forma de dormir como argumento en contra de la idea de tener que estar deshaciendo y haciendo la cama cada día. «Total, voy a deshacerla del todo en cuanto me meta en ella», decía Heather. «Si ni siquiera se nota que la he usado», declaraba Sunny. Y llegaron a una solución de compromiso: las camas se hacían de nuevo cada día entre semana, y se dejaban sin hacer los fines de semana. Miriam se pasó semanas yendo a mirar esas camas deshechas, y encontrando consuelo en aquella prueba de que sus hijas tenían la intención de dormir de nuevo en ellas, de que volverían los días de entre semana y con ellos volverían también sus hijas.

Inmediatamente después de que ocurriese… aunque «ocurrir» no era la palabra adecuada, ya que hacía pensar en que había pasado una cosa tangible, definitiva… Ese «de que ocurriese» exigía que hubiera ocurrido algo concreto, que definiría un «después». En las primeras cuarenta y ocho horas, cuando no se sabía nada y todo era posible, Miriam tenía la sensación de haber sido arrojada a un río de aguas heladas y turbulentas, y sólo le funcionaba un instinto, el de sobrevivir a aquella tremenda conmoción. No comía, casi no dormía, y se metía en el cuerpo toda la cafeína de la que era capaz, porque sentía la necesidad de permanecer despierta, atenta. En esa primera fase suponía sólo una cosa, que la respuesta llegaría en algún momento. Sonaría el teléfono, llamarían a la puerta, y el misterio sería desvelado.

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