Laura Lippman - Lo que los muertos saben

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Hay preguntas que sólo los muertos podrían responder…
En 1975, dos hermanas, de once y quince años, desaparecieron en un centro comercial. Nunca fueron encontradas, y cientos de preguntas quedaron sin respuesta: ¿cómo pudieron secuestrar a dos niñas?, ¿quién o qué consiguió atraerlas fuera del centro sin dejar rastro? Treinta años después, una extraña mujer que se ha visto envuelta en un accidente de tráfico asegura ser una de las niñas. Pero su confesión y las posteriores evasivas con que responde a los investigadores sólo profundizan el misterio. ¿Dónde ha estado todos estos años?

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– Y hablando de la petición de rescate que sí se produjo, la llamada desde el hotel War Memorial Plaza… ¿llegó a saberse quién hizo esa llamada? -Esta vez hacía la pregunta la periodista del Light, pequeñita y animosa. Con aquella minifalda y su peinado juvenil, parecía recién salida de la universidad.

«Hace jogging», pensó Dave, viendo los poderosos gemelos apretados contra las patas de la silla de respaldo muy recto. El propio Dave corría desde principios de año, aunque no era a consecuencia de una de esas resoluciones que se toman en esas fechas. Cierto día, como si le convocaran unas voces invisibles, se levantó, se calzó unas zapatillas deportivas y se fue a Leakin Park y se puso a dar vueltas por la zona que rodea las pistas de tenis y la de atletismo. Corrió hasta la mansión Crimea, la casa veraniega que hizo construir la misma familia de ferroviarios que creó la línea de tren B &O, cerca de la capilla que sus hijas solían decir que estaba hechizada. Era capaz de correr cada día unos siete kilómetros, pero se lo pasaba mejor haciendo jogging al comienzo, cuando le costaba mucho y tenía que concentrarse en su entrecortada respiración. Ahora, en cambio, ya podía alcanzar el ritmo cardíaco del atleta en pocos minutos y su mente flotaba libremente, y siempre terminaba en el mismo lugar.

– No, no… No hay ninguna novedad, lo siento. Ha pasado un año y no hay nada nuevo. Lo siento. Hemos decidido hablar con ustedes porque tenemos la esperanza de que sus informaciones despierten algún recuerdo de alguien, que las lea una persona que posea algún dato… Lo siento.

Miriam le lanzó una mirada que solamente un cónyuge podía interpretar: «Deja de pedirles disculpas.» «Lo haré-respondieron los ojos de Dave-, en cuanto tú empieces a decir algo.»

No pareció que los periodistas se enterasen de nada. ¿Les había tal vez contado Chet - off the record, naturalmente- todos los secretos de la familia, para después convencerles de que no tenían relación alguna con la desaparición de las niñas? Dave sentía casi deseos de que saliese todo a la luz. Cuando estaba bien, sabía que no había sido culpa de Miriam. Daba lo mismo dónde hubiese estado Miriam ese día, fuera enseñando una casa en venta, o esperando en Algonquin Lañe, o en un motel, en un motel, en un jodido motel… nada le habría permitido salvar a las niñas. Por otro lado, él mismo se había pasado media tarde en un bar, pese a que al final reunió las fuerzas necesarias para ir a recoger a las niñas a tiempo, pues se plantó en el centro comercial con apenas cinco minutos de retraso. Aún le dolía el pecho recordando cómo se había sentido esa tarde. Sintió ira primero, pensando que las niñas se estaban retrasando, demostrando una terrible falta de consideración. Pánico después, pero fue un pánico tranquilo, animado por la idea de que enseguida pasaría el susto y podría ponerse furioso otra vez. Cuando transcurrieron tres cuartos de hora sin que apareciesen, fue a consultar a los agentes de seguridad del centro comercial, y todavía recordaba con afecto al guardia bastante obeso que recorrió con él los pasillos del centro, sin dejar de mencionar las muchas posibilidades de que no hubiese pasado nada grave. «Seguramente se habrán ido solas en el autobús. A lo mejor se han metido en uno de esos grupos que recorren todo el centro con un guía. Puede que la madre o el padre de alguna amiga se las haya llevado a casa en su coche creyendo que llegarían a tiempo de avisarle por teléfono a usted, llamando a su tienda.»

Dave se agarró a las palabras del guardia de seguridad como si se tratara de una promesa, y salió corriendo hacia casa en la furgoneta Volkswagen, convencido de que encontraría allí a las niñas, pero sólo estaba Miriam. Qué extraño encontrarla allí, tratar de consolarla, dejando al margen el hecho de su infidelidad, un asunto que repentinamente parecía carecer de importancia. Miriam estuvo muy tranquila, llamó a la policía, aprobó la idea de que Dave volviese al centro comercial y las siguiese buscando mientras ella permanecía en casa por si se presentaban allí. A las siete de la tarde estaban seguros de que las niñas se presentarían. No resultaba sencillo explicar de qué modo esa expectativa, esa esperanza -aquello a lo que tenían derecho, o eso les pareció- se había ido esfumando. Las emociones no eran lineales, sino que la falta de una respuesta definitiva hacía que la imaginación de Dave saltara y brincara, fabricase respuestas disparatadas. Si era una historia típica de opereta, ¿por qué no iba a terminar como una opereta? Amnesia simultánea, la aparición de un excéntrico multimillonario griego que se había llevado a las niñas de Dave a vivir a un castillo de Baviera. ¿Por qué no?

Puede que Miriam hubiese cometido una falta muy grave, pero era Dave quien había autorizado a las niñas a que fuesen esa tarde al centro comercial, y aunque Miriam le decía una y otra vez que él no había cometido ninguna equivocación, Dave seguía por dentro echándole las culpas a ella… Dave había estado despistado, ansioso. Aunque pensaba que el problema era su preocupación por la mala marcha de la tienda, también en el fondo supo que se había dado cuenta de que algo pasaba en la relación conyugal, porque sin tener conciencia de ello llevaba tiempo notando señales que no había sabido traducir. Si hubiese estado más presente ese día, en el sentido de más centrado en sus hijas, sin duda se habría dado cuenta de que eran demasiado pequeñas para concederles aquella libertad. Era a causa de Miriam, que le había desconcentrado.

Dave no sentía la más mínima culpa en relación con Jeff Baumgarten o su mujer, a los que la policía sometió a múltiples interrogatorios cuando finalmente Miriam decidió contar la verdad. Thelma Baumgarten pasó por la tienda de Dave a las tres de la tarde, y de la tienda al centro comercial había poco trecho, sólo unos cinco kilómetros. Resultó que el motel estaba incluso más próximo. Pero Dave odiaba a la esposa de Baumgarten más que a él. Jeff se había tirado a su mujer, mientras que su esposa… Bueno, la señora Baumgarten, con su notita estúpida, había tratado de arrojar todo el peso del problema sobre las espaldas de Dave. Maldita gorda ama de casa. Si hubiese sabido tener contento a su señor marido, seguramente Jeff habría dejado a Miriam en paz.

– ¿Ha habido sospechosos de verdad durante todo este tiempo?

Dave miró a Chet, tratando de encontrar en sus ojos la autorización, el estímulo, para contar todo lo de los Baumgarten. Chet negó con un casi impercetible movimiento de la cabeza. «Eso no haría más que enturbiar la situación», le decía a Dave cada vez que éste le presionaba para hacer que todo, absolutamente todo, fuese de conocimiento público, siempre con el argumento de que importaba cada brizna de verdad, que no sólo la franqueza era de por sí una virtud, sino que a él le parecía esencial a fin de esclarecer qué les había ocurrido a sus hijas. Cuanto más supiera la gente, pensaba Dave, más podrían ayudarles todos. Tal vez la señora Baumgarten había contratado a alguien. Tal vez Jeff Baumgarten había organizado el secuestro de las niñas para obligar a Miriam a proseguir su relación ilícita. Quizás esos planes se habían torcido inesperadamente. La sinceridad poseía una gran fuerza liberadora, decía Dave, y obtendría al final alguna recompensa. Tenían que contarlo todo y ver qué consecuencias producía su relato.

Fue quizás ésa la razón por la cual Chet quiso encontrarse presente mientras les entrevistaban. La razón, pensaba Dave, tenía que ser ésa, no veía ninguna otra posibilidad. Durante las primeras semanas de investigación no mantuvieron casi nada en secreto. El descubrimiento del bolso de Heather, las llamadas que afirmaban que las niñas se encontraban en varios lugares, Carolina del Sur, Virginia Occidental, Virginia, Vermont, y en varios estados anímicos: vivas y riéndose a carcajadas, nadando y jugando, comiendo hamburguesas, atadas y amordazadas. Era curioso, pero los tipos que deliraban resultaban peores que los bromistas. Pensaban que sus fantasías iban a ayudar a los padres, y no provocaban más que dolor renovado.

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