Ahora sí le importaba. En la hemeroteca encontró un ejemplar del semanario Time en donde se veía la famosa foto de la chica de rodillas al lado del cadáver del chico. La joven había huido de su casa, no se encontraba en donde se suponía que tenía que estar, y de repente había entrado en la historia. Para ella, esa foto era una prueba de que se podía huir, una promesa. Algún día también ella misma podía entrar en la historia, y si conseguía hacerlo, si lograba hacer una cosa muy importante, a lo mejor acabarían perdonándola.
De momento, sin embargo, se conformaba con participar en una fiesta de su ciudad, en el sótano de una casa, mientras esperaba que llegase el momento histórico, sus Cinco Minutos en el Cielo. Al principio comenzaron a jugar, pero reinaba entre los colegiales cierto desacuerdo. No tanto porque algunas niñas no quisieran jugar -más bien todo lo contrario-, sino porque discutieron mucho acerca de cuánto tiempo como máximo debían permanecer las parejas encerradas en el armario. Los unos opinaban que dos minutos era lo adecuado, y citaban como prueba la novela juvenil de Judy Blume ¿Estás ahí, Dios? Soy yo, Margaret, el gran éxito de aquel año entre los adolescentes, mientras que otros opinaban que debían ser siete, porque sonaba mejor, «Siete minutos en el Cielo». Kathy, la anfitriona, propuso partir la diferencia por dos. Caía bien a todo el mundo y, además, era encantadora y tenía autoridad sin hacerse pesada. Si Kathy había dicho que jugarían a Cinco minutos en el Cielo, serían cinco minutos y sanseacabó.
Era otra de las cosas que ni tío ni tía sabían acerca del mundo exterior, que el sexo estaba en todas partes, incluso allí, entre los adolescentes. Donde más estaba era justamente entre los adolescentes. Que jugaban a médicos, a prendas y a la nueva moda de los Cinco (o dos o siete) Minutos en el Cielo. Lo primero era la sexualidad, antes incluso que la bebida o las drogas, y de hecho en ese grupo todo el mundo desdeñaba las drogas. Les parecían anticuadas, cosas de hippies. Sus compañeros de curso avanzaban hacia la adolescencia a tientas y toqueteos, figurada y literalmente.
Pero de todas las niñas, la única que tenía relaciones sexuales plenas en un colchón de plumas era ella. Estaba completamente segura de que era así, pese a que no se atrevía a hablar de eso con nadie. Si le contaba a alguien lo que pasaba en su casa, seguro que no iban a permitirle seguir yendo al colegio, y eso sería incluso peor.
La idea de darse besos de día, una tarde de sábado, era bastante impensable. La sexualidad era una actividad nocturna, sombría y silenciosa, que ocurría en una casa en la que todo el mundo fingía no oír los ruidos de los muelles, los golpes del colchón contra la pared, sordos pero seguidos, rítmicos, como el golpeteo de las olas lamiendo el muelle. Olas contra el muelle… Estaba en Annapolis, en el festival de las almejas. Tenía ocho años. Llevaba unos pantis a listas naranja y rosa. No le gustaban las almejas, pero le gustaba el festival. En aquel entonces, a sus ocho años, todo el mundo era feliz.
De día era una prima lejana procedente de Ohio, y a la que le habían colocado un nombre, Ruth, que ella odiaba. Puestos a cambiar de nombre habría preferido algo como Cordelia o Geraldine, uno de los nombres que elegía en su película Ana de las Tejas Verdes. Pero el hombre al que tenía que llamar tío le explicó que había que elegir dentro de ciertos límites, y que no había nada mejor que Ruth. Ruth había sido, hacía tiempo, una niña de verdad, que llegó a cumplir no más de tres o cuatro años, y que ardió con toda su familia en un pueblo llamado Bexley. El cumpleaños de Ruth no era en el mismo día que el de ella, y por eso no la pusieron en el curso que le correspondía, y ella imaginó que eso iba a resultarle repetitivo, aburrido. Resultó sin embargo que la escuela a la que la enviaron, la Capilla de la Florecita, era más exigente que la anterior. No estaba segura de si era porque la regentaban unas monjas o porque había pocas alumnas en clase, o por ambas cosas. Le ponían tantísimos deberes que ni siquiera tenía tiempo de aprender todo lo que tenía que saber acerca de su nueva identidad, y a veces temía que alguien le preguntara sobre Ohio cosas que ella desconocía, cuál era la capital, o la flor que simbolizaba ese estado o cuál era el ave principal. Pero nadie le preguntó nunca nada. Sus nuevas compañeras de clase habían ido juntas todos los cursos y no tenían experiencia alguna de gente nueva entre ellas. Y les habían insistido claramente en que no debían hablar con Ruth de las cosas horribles que les pasaron a los miembros de su familia en Ohio.
Una niña, que en su antigua ciudad la gente hubiese considerado que era subnormal, aunque ésa era una palabra que allí no se usaba, le preguntó por las cicaterías.
– ¿Qué cicaterías?
– Las del fuego.
– Ah, las cicatrices, las quemaduras. -Apenas necesitaba un segundo. Mentir se había convertido para ella en una segunda naturaleza-. Están en sitios donde no puedes verlas.
Luego lamentó haber dicho eso, porque corrió la voz y el rumor llegó a los niños del colegio, que acabaron retándose a ver quién era el primero en contemplar las cicatrices secretas de Ruth. Esa tarde de la fiesta, se fijó en que Jeffrey la señalaba, le daba un codazo a Bill, y murmuraba en tono de mal actor: «A lo mejor consigues ver las cicatrices de Ruth.» Le gustaba a Jeffrey, ella lo sabía, y esa broma pesada era una forma torpe de coquetear con ella, pero estaba demasiado cansada de todo para que le importase. Las niñas del colegio no sabían cómo comportarse con la nueva alumna, pero los chicos sí, o creían saberlo. Les gustaba Ruth, la misteriosa y prohibida Ruth, la niña que cargaba con una tragedia a sus espaldas, una historia que estaba prohibido mencionar. Ella temía que le oliesen sus actividades sexuales, a pesar de las duchas larguísimas de cada noche y cada mañana, por culpa de las cuales la reñían en casa y le explicaban que el agua de los pozos no era infinita y que el gas natural salía caro.
– ¡Cuarenta y siete! -exclamó Bill.
Era el número de ella. Los demás chicos soltaron un silbido, como cada vez que se elegía una pareja. Ella avanzó hacia el armario mostrándose todo lo digna que pudo, aun a sabiendas de los brincos absurdos que daba Bill a su espalda, de las muecas que dirigía a sus compañeros. Se recordó a sí misma que aquellos niños no llegaban mucho más lejos que eso.
No era un armario en realidad, sino una alacena en la que la madre de Kathy guardaba los tarros de conservas que preparaba en verano. Tomates, pimientos y melocotones se les quedaron mirando desde los estantes. Le recordaron imágenes de película de terror, o los cerebros que flotaban en salmuera en El jovencito Frankenstein. Y aquel nombre que pronunciaba por error el criado monstruoso, Abbie Normal, que confundía con «anormal». ¡Abbie Normal, ése hubiera podido ser su nombre, en lugar de Ruth! La mujer a la que tenía que llamar tía también preparaba conservas, magníficas mermeladas y jaleas. De manzana, melocotón, ciruelas, cerezas… «No, no pienses en el cerezo…» Había en el suelo una fresquera grande y se sentaron sobre ella, cadera contra cadera.
– ¿Qué quieres hacer? -dijo Bill.
– Y tú, ¿qué quieres hacer? -repuso ella.
Él se encogió de hombros, como si la situación careciera de interés, como si ya lo hubiese visto y hecho todo.
– ¿Quieres besarme? -se aventuró a insinuar ella.
– Bueno, sí.
El aliento de Bill sabía a pastel y patatas fritas, era bastante agradable, por cierto. Y aunque ella abrió los labios, el chico no intentó colarle la lengua en su boca. Y dejó las manos colgando a sus costados, como si temiese tocarla.
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