Laura Lippman - Lo que los muertos saben

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Hay preguntas que sólo los muertos podrían responder…
En 1975, dos hermanas, de once y quince años, desaparecieron en un centro comercial. Nunca fueron encontradas, y cientos de preguntas quedaron sin respuesta: ¿cómo pudieron secuestrar a dos niñas?, ¿quién o qué consiguió atraerlas fuera del centro sin dejar rastro? Treinta años después, una extraña mujer que se ha visto envuelta en un accidente de tráfico asegura ser una de las niñas. Pero su confesión y las posteriores evasivas con que responde a los investigadores sólo profundizan el misterio. ¿Dónde ha estado todos estos años?

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– Ya hablé con alguien, un señor extraño, bajito -dijo Heather poniendo una expresión de disgusto.

Kay estaba plenamente de acuerdo con esa descripción de Schumeier.

– Lo que hizo ese doctor fue un examen preliminar rutinario. Lo que te decía es que, en caso de que desees analizar con más detalle ciertas cosas, podría buscar quien te ayudara.

Heather sonrió sin la menor alegría, casi de forma burlona.

– A veces hablas como si fueses la jefa del hospital, como si los médicos tuvieran que obedecerte.

– No es así, no. Pero llevo tantos años trabajando aquí y he estado en tantos departamentos…

A Kay le costaba hablar, casi como si la hubiesen pillado diciendo una mentira, o alardeando injustificadamente de algo, que era lo que Heather había insinuado. De acuerdo con el examen psiquiátrico preliminar, Heather estaba mentalmente sana y de acuerdo con los criterios clínicos, pese a no mostrar apenas empatía ni siquiera interés por la gente. Pese a lo cual, y según estaba comprobando la propia Kay, captaba incluso detalles nimios con sorprendente velocidad. «Un señor extraño, bajito»: magnífica descripción de Schumeier. «Como si fueses la jefa del hospital.» Heather se fijaba mucho, y usaba sus percepciones para atacar a la gente.

Entró de repente en la habitación Gloria Bustamante, tan deslavazada como de costumbre, pero con una mirada escrutadora y luminosa.

– ¿De qué estáis hablando? -preguntó, instalándose en la única silla de la habitación. El tono era un poco agrio, seco.

– Del alta -dijo Kay.

– De Kay -dijo Heather.

– Un asunto interesante -dijo Gloria-. No Kay, claro, sino eso de darla de alta. Y eso que Kay es una persona fascinante, sin duda.

¿Podía afirmarse que su sonrisa era lasciva? ¿Había malinterpretado Gloria la actitud de Kay? ¿Sabía en realidad alguien cuáles eran las verdaderas tendencias sexuales de Gloria, o lo que solía decirse al respecto eran rumores tan infundados como las cosas que se decían de Kay a su espalda?

– Me di un fuerte golpe en la cabeza -dijo Heather, poniendo morros de niña pequeña-. Me he fracturado un hueso del brazo. ¿Por qué tendría que salir ya del hospital?

Gloria dijo que no con la cabeza.

– Mira, nena, aunque hubiesen tenido que amputarte la cabeza, los del hospital tratarían de sacarte de esta carísima cama de todos modos, y eso que te la van a cobrar como si fuese una suite del Ritz Carlton. Y como te niegas a contarnos con qué empresa te has hecho el seguro, el hospital se muere de ganas de echarte, no vaya a ser que al final no puedan cobrarle la factura a nadie.

– Los pacientes sin protección alguna, los indigentes, acaban resultando en costes más elevados para el conjunto de la sociedad -dijo Kay, no pudiendo evitar que a ella misma le molestara el tono mojigato en el que había dicho esa frase-. Es un mal uso de la cama hospitalaria. En circunstancias normales, un paciente como Heather habría sido retenida una noche, para tenerla en observación por lo del golpe en la cabeza. Pero no hay motivos médicos en este momento para que siga hospitalizada, y éste es un asunto que tenemos que resolver.

– El reloj avanza para todo el mundo: el del hospital, el mío -dijo Gloria-. El único que por ahora no está preocupado por la factura es el inspector Kevin Infante. Esta mañana me ha dicho que, si Heather decide no declarar ante un gran jurado, podrían retenerla a cuenta del abandono del lugar del accidente. No tengo mejor alternativa que solicitar que la mantengan en libertad vigilada.

Al oírlo Heather dio un brinco en la cama, y algo le dolió bastante al hacerlo.

– Por favor, no soportaría la cárcel, ni estar bajo custodia de la policía en ningún sitio. Me moriría. Te juro que me moriría.

– No te preocupes -la tranquilizó Gloria-. Ya le he dicho a Infante que, si quieren evitarse la peor publicidad del mundo, se ahorren la idea de tener a la niña Bethany encerrada.

– ¡Pero si lo que yo quiero evitar como sea es toda clase de publicidad! Decirles eso no sirve de nada…

– Ya sé que quieres evitarla. Ya lo sé. -Lanzó una mirada de soslayo a Kay-. Y la asistente social también lo sabe, para bien o para mal. Mira, Kay, voy a fiarme de ti, voy a creer que no vas a salir corriendo a contárselo a todo el mundo. He venido porque me has pedido ese favor, así que me debes una.

– Jamás en la vida…

Indiferente a la respuesta de Kay, Gloria prosiguió. Kay pensó que sería interesante que sometieran a Gloria a un examen psiquiátrico.

– Al final ha resultado que el chico del otro coche no está muy malherido. La primera impresión era horrible, temían que le hubiese afectado la espina dorsal, pero ya han podido sacarle de la unidad de Heridas Traumáticas y está en la UCI.

– ¿Qué chico? -preguntó Heather frunciendo el entrecejo.

– El del todoterreno que dio una vuelta de campana después de que lo rozaras con tu coche.

– ¿Chico? Yo no vi a ningún chico, me pareció que era una niña con unas orejeras de conejo…

– No iba ninguna niña en el coche -dijo Gloria-. Era un chico, y ha estado ingresado en Trauma.

Heather se incorporó en la cama.

– Además, yo no rocé a nadie con mi coche. Fue el todoterreno el que se golpeó ligeramente con el mío, y reaccionó dando un golpe de volante exagerado… La culpa no fue mía.

– Es muy sencillo defenderte con estos argumentos si después del accidente no sales huyendo, sino que aparcas en el arcén, allí mismo -dijo Gloria en tono muy seco-. De todos modos, con lo de tu herida en la cabeza podremos salir del aprieto, utilizaremos la defensa Halle Berry.

– ¿La de quién? -preguntó Kay, y las otras dos mujeres la miraron como si fuese una extraterrestre.

Gloria se acercó a la cama.

– El problema más acuciante ahora mismo es que la policía sigue insistiendo en que debes facilitarles el nombre y la dirección exactos que figuran en tu permiso de conducir. Si no lo haces, lo aprovecharán para encerrarte en relación con el accidente de coche. Por ahora he conseguido convencerles de que para ellos eres mucho más valiosa como testigo presencial de un caso célebre que como acusada de un accidente de circulación que en realidad no fue culpa de nadie. Pero están cada vez más inquietos.

«Tenemos que darles algo de comer, algún dato que sacie su hambre de momento. Y una cosa, Heather, ¿cuánto tiempo hace que no eres oficialmente Heather?

– Heather desapareció hace treinta años. La última vez que cambié de nombre fue… hace dieciséis años. Es la vez que he estado más tiempo sin cambiar. He sido quien soy ahora más tiempo que ninguna otra de mis identidades.

– ¿Penelope Jackson? -preguntó Kay, a sabiendas de que ése era el nombre que facilitó el policía de tráfico cuando Heather fue ingresada en el hospital el martes por la noche.

– No -dijo Heather en tono cortante, abriendo mucho los ojos-. No soy Penelope Jackson, ni siquiera conozco a ninguna Penelope Jackson.

– Entonces, cómo fue…

Gloria alzó la mano para impedir que Kay siguiera interrogándola, y al hacerlo era imposible no ver el malísimo estado de su manicura, lo poco que brillaban los diamantes de su anillo. Para que un diamante pareciera poco brillante a los ojos de Kay, pensó ésta, la cantidad de porquería que debía de llevar acumulada tenía que ser enorme.

– Confío en ti, Kay. Y necesito tu ayuda. Pero has de respetar ciertos límites. Hay cosas que, de momento, deben quedar entre Heather y yo. Suponiendo, y fíjate bien que digo «suponiendo», y que por tanto lo que voy a decir es especulativo, suponiendo que Heather hubiese obtenido su actual identidad de manera ilegal, diré que tiene derecho a proteger esa información de acuerdo con la Quinta Enmienda: nadie tiene por qué auto incriminarse. Ella trata de proteger su forma de vida, y yo trato de proteger sus derechos.

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