– ¿Ha habido alguna novedad?
Infante imaginaba que le iba a hacer esa pregunta, y estaba preparado para responderla.
– Seguramente no. Pero tengo en St. Agnes a una mujer…
– ¿Y esa mujer dice que sabe algo?
– Sí.
– ¿Dice que es alguien?
A Infante su instinto le decía que debía mentir. Cuanta menos gente estuviera enterada, mejor. No podía confiar en que ese hombre no comenzara a difundir la noticia por la residencia, aprovechando la circunstancia para alardear de sus días de gloria. Willoughby, por otro lado, estaba interesado en el caso. Podía tener alguna idea o intuición. Y por buenos que fueran los archivos, nunca se debían despreciar las buenas ideas.
– Lo que voy a contar no debe salir de este cuarto.
– Por supuesto -prometió enseguida, asintiendo enérgicamente con la cabeza.
– Esa mujer dice que es la hermana pequeña.
– Heather.
– Sí.
– ¿Y dice también dónde ha estado, a qué se ha dedicado, qué le pasó a su hermana?
– Por ahora no ha dicho casi nada más. Ha pedido un abogado, y ahora se han encerrado tras un muro de silencio, las dos. La cuestión es que, cuando ayer comenzó a soltar algún dato, dio a entender que estaba metida en una cosa muy complicada. Tuvo un accidente de coche en la carretera de circunvalación, con heridas graves en un ocupante del otro coche, aunque probablemente no haya sido culpa de ella, y huyó del escenario. La encontraron caminando por el arcén de la 1-70, ahí donde termina de golpe en pleno parque.
– A un kilómetro de la casa de los Bethany -dijo Willoughby en susurros, casi hablando consigo mismo-. ¿Está loca?
– Oficialmente no. Al menos, nada que pueda valorar así un examen psiquiátrico preliminar. Pero si quieres saber mi opinión extraoficial, la tía está como una cabra. Dice que tiene una identidad nueva, una vida nueva que ha de proteger. Dice que nos contará lo que ocurrió, pero que no revelará su identidad actual. Tengo la impresión de que hay más cosas por ahí debajo. Pero para conseguir que empiece a soltar algo necesito conocerme el caso de memoria.
– El archivo lo tengo yo -dijo Willoughby, en actitud acobardada. Tampoco mucho-. Hace más o menos un año…
– Esos archivos salieron de su sitio hace dos años.
– ¿Dos años? Señor, cómo cambia el paso del tiempo cuando no estás ya en activo. Antes he necesitado un segundo para decirte que era jueves y que los jueves suelo jugar al golf… En fin, cuando fuese… Leí una necrológica en el diario, y me hizo pensar, y quise revisar todo el caso. Ya sé que no tendría que haber retenido esos archivos, pero Evelyn, mi mujer, empeoró de repente en esa misma época y… Pronto tuve que pensar en otro fallecimiento. Ya no me acordaba de que tenía todos esos papeles en mi madriguera, pero seguro que los tengo yo.
Se puso en pie, e Infante comenzó a calcular lo que iba a ocurrir. El hombre trataría de coger la caja, bastante voluminosa y pesada, sin duda, y cargar con ella, y aunque el ex poli estuviera sano y fuerte Infante tendría que encontrar el modo de convencerle de que se la diera a él, sin que el hombre se sintiera ofendido. Había padecido esta clase de situaciones con su propio padre, cuando el viejo aún vivía en la casa de Massapequa, las veces en que se empeñaba en coger la maleta del portaequipajes del coche y entrarla él en la casa. Siguió a Willoughby y, como era de esperar, el hombre cogió la caja, la levantó sin dar tiempo a que Infante encontrara el modo de quitársela y, gruñendo y jadeando un poco, la dejó en el suelo, sobre la alfombra oriental de la salita.
– La necrológica debe de estar encima de todo, me suena que la dejé encima.
Infante abrió la tapa de la caja de cartón y encontró un recorte de prensa, del Beacon Ligbt. «Roy Pincharelli, de 58 años, profesor de instituto.» Tal como ocurría a menudo con las necrológicas, la foto era de mucho antes del fallecimiento, quizá veinte años antes. «La extraña vanidad de la muerte», pensó Infante. Era un hombre de ojos y cabello negros, una densa mata de pelo moreno en aquella foto, y tenía una pose algo solemne. A primera vista todo estaba bien. Pero si analizabas la imagen más de un segundo notabas ciertas fragilidades: el mentón débil, la nariz ligeramente ganchuda.
– Complicaciones de una neumonía -recitó de memoria Willoghby-. A menudo es la traducción pública del sida.
– ¿Era gay? ¿Y qué relación tiene eso con la desaparición de las niñas Bethany?
– Tal como dice la necrológica, este hombre fue durante muchos años profesor de música de la banda municipal y dio clases también en las escuelas de la ciudad. En 1975 era profesor del instituto Rock Glen, y Sunny era una de sus alumnas. Los fines de semana se sacaba algún dinero extra vendiendo órganos en la tienda de música de Jordán Kitt, en el centro comercial de Security Square.
– Vaya con los profesores y los polis y sus modos de sacar un dinero extra. Es increíble. Somos los levantadores de pesos pesados de nuestra sociedad, y necesitamos sacarnos algún sobresueldo por ahí. Las cosas no cambian.
Willoughby miraba inexpresivamente, incapaz de entender la ironía, e Infante recordó que era un hombre rico, que jamás había tenido que estirar el sueldo de poli para llegar a fin de mes. Un tipo con suerte.
– ¿Le interrogaste cuando la desaparición?
– Naturalmente. De hecho, me contó que esa misma tarde, a primera hora, había visto a Heather entre la muchedumbre, mientras él interpretaba canciones de Pascua.
– ¿No era profesor de Sunny? ¿Cómo es que conocía a Heather?
– La familia entera iba a los conciertos del colegio. Eran muy partidarios de la solidaridad familiar. Bueno, lo era Dave Bethany. Sea como fuere, Pincharelli dijo haber visto esa tarde a Heather entre el público. Y que se le acercó un hombre de unos veintitantos años, la cogió del brazo, empezó a decirle algo a gritos, y que ese hombre, tan rápidamente como había aparecido, se esfumó.
– ¿Y se enteró de todo eso mientras aporreaba el órgano?
Willoughby sonrió mientras asentía con la cabeza.
– Exacto. En sábado, un centro comercial es un sitio que está a reventar de gente. Así que es extraño que alguien se fije en un incidente como ése. A no ser que…
– A no ser que te estuvieras fijando ya en la niña. Pero dices que era gay.
– Me limito a hacer una inferencia.
A Infante le jodía el vocabulario lustroso que sacaba de vez en cuando el tipo, sin el menor asomo de ironía de ningún tipo. Tal vez hubiese sido en tiempos un buen poli a pesar de toda esa fanfarronería. De no haberlo sido, sus colegas le habrían vapuleado de lo lindo.
– ¿Y por qué razón podría un tío que es gay interesarse por dos niñas?
– Para empezar, el delito no tuvo por qué tener aspectos sexuales. Ésa es una conclusión obvia. Pero no es la única. Unos años antes, en el condado de Baltimore pero fuera de la ciudad, tuvimos un caso en el que un tipo pegó y terminó matando a una chica porque de algún modo le recordaba a su madre, a la que el tipo odiaba. Dicho esto, siempre me he preguntado si Heather vio algo ese día, algo que vio sin darse cuenta, pero que hizo que el profesor de música sintiera un ataque de pánico. Si era gay, sin duda en aquella época lo era de la manera más secreta que se pueda imaginar, y temía perder su empleo si corría la voz.
– ¿Y a partir de ahí desaparecen las niñas? ¿Cómo?
Willoughby suspiró.
– Al final, ésas son las preguntas que me formulo. ¿Por qué las dos? ¿Y cómo lo haces para llevártelas a ambas? Claro que podrías pensar que fue el profesor de música, y que primero agarró a Heather y la metió en algún lado, en la trasera de su furgoneta por ejemplo, y que después fue a por Sunny y cuando la encontró tenía una situación muy ventajosa. Era su profesor, alguien a quien ella conocía, en quien ella confiaba. Si él le hubiera dicho que le acompañara, ella habría accedido.
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