En Algonquin Lañe había montones de cosas cuando la compraron. Fue adquirida en una subasta, tal como estaba, y justo entonces Miriam supo que tenía talento para las transacciones inmobiliarias. Eso de «tal como» quería decir, según pudieron comprobar muy pronto Dave y Miriam, que no todo lo que tenía que funcionar en la casa funcionaba, y que había sido una apuesta de cierto riesgo. Ni sabían tampoco que nadie iba a hacerse cargo de entregar la casa limpia. Durante muchos años había habitado en ella una anciana, y su estado era algo lamentable, se notaba que allí se había interrumpido de repente una vida larga, casi como si unos extraterrestres hubiesen entrado de repente y hubieran secuestrado a sus moradores. En la mesa había una taza con su platillo y su cucharilla, a punto para tomar un té que nadie llegó a preparar jamás. En un peldaño de las escaleras había un libro, que alguien pensaba subir o bajar. Los muchos muebles estaban cubiertos de fundas medio torcidas que esperaban que una mano amable las enderezase. A Miriam le recordaba la casa de Vendrán lluvias suaves, el relato de Ray Bradbury, una casa automatizada pero del siglo XIX. La familia que la había ocupado había desaparecido, pero la casa funcionaba por su cuenta.
Al principio, las cosas abandonadas por la antigua propietaria parecían un regalo del cielo. Parte de los muebles se encontraba en buen estado, la loza era de Lowestoft, demasiado buena para usarla todos los días y desde luego mucho mejor que la que Miriam reservaba para los días señalados. En el patio trasero las niñas descubrieron, enmohecidas, piezas diversas de juegos de té escondidos en sitios raros, entre las retorcidas raíces de los robles, bajo las ramas frondosas de las lilas. Un montón de tesoros que al poco tiempo comenzaron a parecerles opresivos. Tuvieron que sacar de la casa casi tantas cosas como tuvieron que meter. ¿Por qué habían dejado tantísima cacharrería? Llevaban viviendo allí dos meses cuando una amable vecina, sin que nadie le preguntase nada, les explicó que la anterior propietaria había sido asesinada en la cocina por su sobrino y heredero único.
– Por eso subastaron la casa -les dijo Tillie Bingham, la vecina-. Ella estaba muerta, y él, en la cárcel, así que nadie la heredó.
Y bajó la voz, aunque las niñas estaban lejos y no mostraban el menor interés por esa conversación a ambos lados de la valla, para añadir:
– Drogas…
A Miriam le dio tan mala impresión que trató de convencer a Dave de que pusieran la casa de nuevo en venta, aunque perdieran dinero. Con lo que sacaran, le dijo a Dave, sabiendo que la idea le gustaría, podían comprar una vivienda en el centro de la ciudad, por la parte de Bolton Hill, donde había aquellas mansiones deterioradas pero enormes. Eso ocurrió antes de que la gente rehabilitara los barrios céntricos, las casas antiguas que compraban por nada y convertían de nuevo en residencias magníficas. Y es que Miriam tenía un sexto sentido para eso de los inmuebles. Si Dave le hubiera hecho caso, habrían terminado poseyendo una casa muchísimo más valiosa, porque los precios de la zona de Baltimore Noroeste se mantuvieron estables durante muchos años.
Si se hubiesen ido a vivir allí las niñas, por supuesto, aún estarían vivas.
Ése era un juego secreto al que Miriam no podía dejar de jugar, por inútil que fuese. Cambiar la historia, modificando un detalle. No soñaba que cambiaba el día fatídico. Eso era demasiado obvio, demasiado fácil. El destino fatal de las niñas quedó sellado el día en que Sunny decidió ir a pasar la tarde en el centro comercial, y Heather se puso a dar la lata hasta lograr que la dejaran acompañarla. Pero Miriam pensaba que, retrocediendo un poco más atrás, podía hacerle trampas al destino. Si hubiesen puesto a la venta la casa de Algonquin Lañe, tal como Miriam quería hacer, si no la hubiesen llegado a comprar, la cadena de acontecimientos fatales habría cambiado. Se preguntó quién la había comprado luego, si sus actuales habitantes conocían la capacidad que tenía esa casa para provocar la muerte. Que se hubiese producido en la cocina un asesinato ya era grave, pero si un comprador llegase a conocer toda la historia de Algonquin Lañe… En tal caso ni Miriam habría conseguido vender la casa, y Miriam, en sus mejores momentos, era capaz de vender casi cualquier cosa.
Tener una adecuada visión retrospectiva de las cosas era muy fácil. Pero Dave se mostró tan miope volviendo la vista atrás como acerca del presente. Hablando con terceros, seguía diciendo cosas como que su problema, su maldición, había sido que eran felices. Que su vida era perfecta, y por eso tenía que acabar tan mal. Oyéndoselo contar a Dave, Algonquin Lañe era el auténtico Edén, hasta que una fuerza desconocida se cernió sobre sus vidas para destrozarlas y hacerles pagar culpas ajenas.
Incluso la prensa aceptó aquella versión de los hechos. En aquel entonces la gente era menos escéptica, había menos recursos. Actualmente, la conmoción producida por la desaparición de las dos hermanitas habría alcanzado las portadas de los telediarios nacionales, se habría convertido en una historia policíaca de salón para padres de familia que sabían muy bien dónde estaban sus hijos. Pero en aquel tiempo, la desaparición fue sólo una noticia local y apenas si mereció una mención de pasada en un reportaje de la revista Time sobre niños desaparecidos. Si el acontecimiento hubiese atraído mayor atención en todo el país, pensó siempre Miriam, seguramente se habría llegado a resolver el misterio, aunque también pensaba que la intrusión del gentío atraído por los medios les habría perjudicado. Probablemente ahora cualquier bloguero aficionado habría descubierto a Miriam dondequiera que se escondiese y habría revelado las deudas que pesaban sobre las finanzas familiares. Treinta años atrás la policía mantenía esos detalles en secreto, y el Equitable Trust se encargó de pagar la doble hipoteca. («¿Que tus hijas han desaparecido? No te apures, mereces vivir en una casa sin hipotecas.»)
La versión de Dave, sin embargo, el engaño tramado por él, fue bueno para su tienda y también lo fue para la carrera de la propia Miriam. Durante el primer año sobre todo, ella supo siempre en qué medida era su nombre conocido lo que atraía a los clientes por encima de todo lo demás. A menudo, mientras pronunciaba sus convincentes discursos y explicaba a los vendedores potenciales que su agencia les ayudaría financiando a cualesquiera compradores que necesitaran un refuerzo económico, Miriam acababa tarde o temprano observando que al menos uno de los dos, por lo general la esposa, la observaba detenidamente. «¿Cómo puede alguien seguir viviendo después de algo así?», preguntaban aquellas miradas. «¿Y qué podría una hacer? -respondía Miriam sin pronunciar palabra-. ¿Qué alternativa tiene quien ha sido víctima del destino?»
A veces deseaba que Dave pudiese verla ahora, trabajando en una tienda no muy distinta a la que él creó. Dave se reiría de la ironía implícita en la situación: ella, que tanto había detestado El hombre de la guitarra azul , dedicada a vender la misma clase de cerámica de Oaxaca que él intentaba sin éxito vender a la clase media de Baltimore, mucho antes de que se pusiera de moda esa clase de artesanía. Fuera como fuese, Miriam necesitaba un trabajo y, por muy poco interés que suscitara en ella el gusto del dueño de la tienda, como mínimo le cayó bien al instante. Joe Fleming era un tipo alegre y dicharachero, al menos en su relación con los clientes. Miriam supo en cuanto le conoció que esa alegría desbordante era una máscara, algo que servía para esconder un fondo triste y oscuro. Joe el Falso, le llamaba ahora. «Mira, vienen unos clientes -decía Miriam-, vamos a ponernos las caretas, como las que tenemos en el escaparate.» «¡Ahora mismo voy!», gritaba Joe, exagerando su cerrado acento tejano. Y si bien Miriam no compartía el gusto de Joe, sí era perfecta para vender esas cosas. El secreto de Miriam era que no le importaba nada. Gracias a su amabilidad natural y al buen aspecto que conservaba intacto desde siempre, con su melena morena marcada por algunas mechas plateadas, tenía una actitud mesurada y distante que lograba que los clientes entrasen en un frenesí comprador como si de esta manera pudiesen lograr que aquella dama les diera su aprobación, aplaudiera su buen gusto.
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