Colgó. Sonreía abiertamente.
– ¿Qué es lo que te parece tan gracioso?
– Si en lugar de preguntar y esperar hubiésemos salido hacia allí, ya habríamos llegado. Vive en Edenwald, detrás de Towson Town Center. A quinientos metros de aquí.
– ¿Edenwald?
– Una residencia de gente mayor. Es tan cara que si pagas lo suficiente incluso te dejan morir en tu cama. Ya te digo que era de una familia con mucha pasta.
– Y los polis adinerados, ¿hacen más horas extras o menos?
– Probablemente trabajan más, pero no cobran las horas extras. Por cierto, ¿por qué no finges de vez en cuando que eres millonario y me haces unas cuantas horas extras sin cobrar?
– Ni lo sueñes.
– ¿Y si te doy un beso en los morros?
– Antes me dejo dar por el culo cobrando, tío.
– Lo cual te convertiría en un marica y una puta a la vez.
Infante se puso a silbar una canción, cogió las llaves y salió de la comisaría, verdaderamente contento.
– Buenos días, señora Toles.
A Miriam le gustaba que la saludaran en español. Sacó las llaves de su viejo bolso de cuero -un bolso «baqueteado» habría dicho si estuviese tratando de vendérselo a alguien- y abrió la puerta de la tienda. Le gustaba ese cambio que convertía «Tolls» en «Toles» debido a la dificultad de pronunciación de la palabra inglesa. Una palabra fea que sonaba a dinero, a peaje. Desde que vivía en México, y llevaba allí un montón de años, esa maravillosa transformación de su apellido de soltera, esa manera de decirlo que lo limpiaba del todo, le producía siempre una agradable sorpresa.
– Buenos días, Javier -respondió también en español.
– Hace frío, señora Toles -dijo Javier, frotándose los brazos. Tenía la piel de gallina.
En Baltimore, que una mañana de marzo amaneciera con un día así habría sido considerado por todos como un regalo del cielo. Y más incluso en el Canadá de su infancia. Pero en San Miguel de Allende aquella temperatura era peor que invernal.
– Puede que se ponga a nevar -continuó Miriam en español, y Javier se rio.
Era un poco bobo y se reía por cualquier cosa, pero a Miriam le encantaba que le costase tan poco reír. Antaño, antes de que pasara lo que pasó, Miriam era una mujer con muchísimo sentido del humor. Pero hacía mucho que no conseguía hacer reír a nadie, lo cual le parecía extraño, pues su ingenio no la había abandonado. Mentalmente podía reírse de muchas cosas. Ciertamente, se trataba de un ingenio algo malvado, siempre había tenido un carácter algo cínico, incluso cuando el cinismo parecía estar fuera de lugar.
Poco después de que Miriam comenzara a trabajar allí, Javier se había convertido en parte de la vida de Miriam y de la tienda. En aquel primer momento era todavía un adolescente, y se dedicaba a limpiar la acera a manguerazos, a limpiar los cristales sin que nadie se lo pidiera, y a decirles a los turistas en voz bajita que aquélla era la mejor tienda de todo el pueblo. El dueño, Joe Fleming, tenía sus dudas respecto a la ayuda que les proporcionaba Javier. «Seguro que entre la bizquera y el defecto en el paladar -decía- asusta a más clientes de los que convence para que entren», se quejaba a veces comentándolo con Miriam. Pero a ella le gustaba Javier, que sentía por ella un afecto inmensamente superior a lo que podían valer las propinas que le daba ella de vez en cuando.
– ¿Ha visto nieve alguna vez, señora Toles?
Miriam se acordó de su infancia en Canadá, de los inacabables inviernos en los que tenía la sensación de que su familia hubiera sido enviada al exilio, lejos de un clima más agradable. Nunca le dieron una respuesta satisfactoria cuando preguntaba a sus padres por qué se habían ido de Inglaterra para establecerse en Canadá. Luego saltó mentalmente adelante, hasta el temporal de nieve del año 1966 en Baltimore, una rareza que acabó siendo legendaria para los habitantes de la ciudad. Coincidió con el día en que Sunny cumplía seis años, y para celebrarlo habían ido ella, Sunny y seis compañeras de la escuela a ver Sonrisas y lágrimas en un cine del centro. Cuando entraron en la sala hacía sol, no había ni una nube. Dos horas más tarde, derrotados los nazis y convertido de nuevo el mundo en un lugar seguro, en especial para familias cantoras, salieron del cine y se encontraron con la ciudad blanca y a punto de ser declarada zona catastrófica. Dave y ella estuvieron recorriendo las calles de Baltimore para ir dejando a cada una de las niñas en su casa, llevándolas en brazos para entregárselas a sus padres, para que sus zapatitos de fiesta no se estropearan, ante la mirada aún llena de preocupación de cada papá y cada mamá. Luego rieron mucho recordando la situación, pero en su momento daba mucho miedo ir en la vieja ranchera que patinaba terriblemente mientras las crías chillaban de pánico en la parte de atrás. En cambio, a Sunny y a Heather siempre les pareció, cuando más tarde recordaban aquel día, que había sido una gran aventura. Los finales felices siempre producen ese milagro. Te permiten revivir unos hechos aterradores como si fuesen meramente emocionantes.
– No -dijo a Javier-. Nunca he visto la nieve.
Se pasaba el tiempo diciendo mentirijillas como ésa. Hacían su vida más fácil. En México no necesitaba mentir tanto como en otros lugares donde había vivido anteriormente, porque abundaban las personas que trataban de dejar atrás muchas cosas, mucha gente. Estaba convencida de que los demás expatriados como ella también mentían a menudo.
Miriam llegó a San Miguel de Allende en 1989 para pasar allí un fin de semana, y desde entonces no se había ido prácticamente nunca. Tuvo la intención de instalarse en una ciudad mejicana menos dominada por los estadounidenses, y sobre todo más barata, para no tener que trabajar y vivir de sus ahorros e inversiones. Pero dos días después de apearse del tren le pareció que no podría vivir en ningún otro lugar. Regresó enseguida a Cuernavaca para recoger sus pertenencias, y organizó las cosas para poder vender todo lo que había dejado atrás en Estados Unidos. De hecho comenzó con casi nada, compró una casita y se instaló allí con una cama y la ropa. Y al cabo de los años apenas poseía más cosas. Le gustaba así. Le gustaba tanto como la forma suave en que los mejicanos pronunciaban su apellido, y cada día podía disfrutarlo. Despertar en una habitación de paredes blancas desnudas y cortinas blanquísimas agitadas por la brisa. Los muebles, los pocos que tenía, eran de pino. El piso de azulejos permanecía desnudo. No había en toda la casa más colores que los de la loza, verde y azul muy vivo, toda ella adquirida a precio de rebajas en la tienda donde trabajaba. Suponiendo que decidiese mudarse algún día, empaquetar todas sus cosas le costaría apenas un día o dos. No tenía la más mínima intención de volver a mudarse, pero le gustaba pensar que sería sencillo.
En la casa de Algonquin Lañe había montones de cosas, estaba llena a reventar. Al principio a Miriam no le importaba. Más que nada porque eran sobre todo cosas de las niñas. Los chiquillos nunca viajaban con poco equipaje, ni siquiera en aquellos tiempos anteriores a las sillitas de seguridad de los coches. Los críos tenían juguetes y sombreros y mitones y muñecas y animales de felpa y unos espantosos duendes de plástico y, además, Heather poseía una famosa mantita que tendía a desaparecer y mantenía a la familia entera en vilo hasta su recuperación. Por no ser menos, Sunny tenía un amigo imaginario, un perro llamado Fitz. Curiosamente, Fitz solía perderse tan a menudo como la manta de Heather, una manta tan querida que hasta tenía nombre, pues Heather la llamaba Bud. Cada vez que Bud se perdía también se perdía Fitz, y encontrar a Fitz era más difícil incluso que localizar a Bud. Sunny subía y bajaba atropelladamente las escaleras, e informaba preocupada de cuáles eran los lugares en donde no lo había encontrado. «No está en el sótano.» «No está en el cuarto de baño.» «No está en tu cama.» «No está debajo del fregadero.» Para tratarse de un perro imaginario, Fitz requería de muchísimos cuidados. Sunny empezó a ponerle comida, negándose a aceptar que era una invitación que ni las cucarachas ni los roedores iban a rechazar. Y también dejaba abierta la puerta que daba al patio de atrás, por si Fitz necesitaba salir. Los días de lluvia Miriam llegó a imaginar que la casa olía a perro mojado.
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