Laura Lippman - Lo que los muertos saben

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Hay preguntas que sólo los muertos podrían responder…
En 1975, dos hermanas, de once y quince años, desaparecieron en un centro comercial. Nunca fueron encontradas, y cientos de preguntas quedaron sin respuesta: ¿cómo pudieron secuestrar a dos niñas?, ¿quién o qué consiguió atraerlas fuera del centro sin dejar rastro? Treinta años después, una extraña mujer que se ha visto envuelta en un accidente de tráfico asegura ser una de las niñas. Pero su confesión y las posteriores evasivas con que responde a los investigadores sólo profundizan el misterio. ¿Dónde ha estado todos estos años?

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Esa mañana no había apenas trabajo. Los pajarillos del norte habían iniciado la emigración hacia latitudes más altas, faltaba aún una semana entera para que comenzase el jaleo de las vacaciones de Pascua. Miriam llegó a San Miguel de Allende precisamente la semana de Pascua de 1989, y había sido de forma puramente accidental. Antiguamente la Pascua era para ella una fiesta por completo secular, y sólo tenía que ver con la preparación de las tradicionales cestas y los huevos que Dave trataba de coger en el bosque de detrás de la casa. Ninguno de los dos se había criado en una familia muy observante de las costumbres religiosas. Miriam era «judía» y Dave «luterano» de la misma manera que ella procedía de una familia alemana y él de una escocesa. Y si bien muchos amigos les aconsejaron volver a la religión como manera de hacer frente al dolor, Miriam se hizo incluso más escéptica que antes tras la desaparición de las niñas. «La fe no explica nada -les dijo a sus padres-. La fe sólo te pide que esperes un tiempo a encontrar una explicación, que tal vez llegue, tal vez no, después de tu muerte.»

La fe que Miriam llegó a conocer era una cosa solemne, educada. Y el Quíntuple Camino, el rito que practicaba Dave, era una cosa muy privada y carente de intensidad. La religión era, en México, bastante más salvaje, casi ilegal. Se preguntaba si esa intensidad era consecuencia de los años en que el estado mejicano prohibió oficialmente las religiones, incluyendo el catolicismo tradicional, durante los años treinta, aunque la religión se siguió practicando de forma secreta. Pero esa teoría sólo emergió cuando ya llevaba en aquel país unos cuantos años, y se había sumergido en la lectura de libros como Vecinos distantes, de Alan Riding, o Los caminos sin ley, de Graham Greene. El día de su llegada a aquel pueblo sólo pudo percibir que la muchedumbre parecía respirar con la intensidad enorme del público que espera el comienzo de un concierto de rock, y se unió al gentío arrastrada por una curiosidad malsana. Por fin apareció la procesión, una escultura de Jesucristo de tamaño natural, encerrada en un ataúd de cristal, que sostenían encima de sus cabezas unas mujeres vestidas de negro y lila. A Miriam le produjo mucho rechazo aquella figura de Jesús tras el cristal, pero le gustó que las portadoras del ataúd fuesen mujeres. Era el Viernes Santo. El Domingo de Resurrección ya había decidido quedarse a vivir en San Miguel.

Aniversarios. Había una fecha, claro, un día exacto, el 29 de marzo, y habría sido normal llorar ese día la desaparición de sus hijas. Pero por alguna razón Miriam comprobó que su recuerdo se fijaba en el sábado situado entre el Viernes Santo y el Domingo de Resurrección. Un sábado que cada año cambiaba de fecha y que, sin embargo, por alguna razón se fijó en ella como el día importante. Había sido una locura fingir que ese sábado estaba trabajando. Hasta el propio Dave, siendo como era tan ingenuo, habría tenido que imaginar que ninguna vendedora de casas, ni siquiera la súper currante vendedora número uno de la agencia Baumgarten, podía estar trabajando ese sábado. No era un día adecuado para ir enseñando o visitando casas. Todo habría sido distinto si Dave no hubiese ignorado todas las pruebas de que su mujer andaba ligando con alguien, si le hubiese telefoneado una o dos semanas antes para preguntarle dónde se había metido. No lo hizo, seguramente, por miedo a que en realidad estuviese a punto de abandonarle. Y a esas alturas y después de tantos años, no sabía qué habría hecho, si lo habría dejado o no, en caso de que las niñas no hubiesen desaparecido.

Joe llegó tarde, aprovechando los privilegios del dueño.

– Son téjanos -dijo, señalando a su espalda; había un grupo de turistas mirando el escaparate, estudiando los diversos artículos con actitud escéptica. Pronunció la palabra como un viejo cowboy hubiera pronunciado la palabra «indios» en una película de las antiguas-. Ayúdame.

– Pero si tú también eres tejano -le recordó Miriam.

– Por eso precisamente no quiero tratar con ellos. Encárgate tú. Me voy a la trastienda.

Joe desapareció detrás de la cortina rojo encendido que separaba la tienda del taller que había en la parte de atrás. Con aquella cara enrojecida y el enorme tripón asomando por debajo de la camisa azul, su aspecto era enfermizo. Siempre tenía cara de no encontrarse muy bien. Miriam le conoció en 1990, imaginó que tenía el virus del sida, pero con los años sólo había ido engordando más aún, mientras que sus piernas seguían siendo tan flacas y aparentemente frágiles como antaño. Joe el Falso, el Rey de las Artesanías. Desde el principio ambos habían disfrutado de la misma política: no preguntes y no te preguntaré, y ahora llevaban quince años de buena relación y sin tratar nunca de intimidades. «Si no me haces preguntas no tendré que decirte mentiras. No me cuentes secretos, y no te contaré los míos.» Una noche, después de una fiesta con mucho alcohol, Joe fue rechazado por un chico joven al que llevaba tiempo cortejando, y hubo un momento en el que pareció estar a punto de contarle su historia a Miriam, de revelar todos sus secretos. Ella, al notar que Joe sentía la necesidad de confiarse, le dio la bendición que sin duda él andaba buscando, adelantándose a la innecesaria confesión.

– Mira, Joe, somos tan amigos que no nos hace ninguna falta entrar en detalles -dijo Miriam, dándole unos golpecitos cariñosos en la mano-. Lo sé. Lo sé… Pasó algo malo, algo de lo que nunca hablas con nadie. ¿Sabes una cosa? Haces bien en callártelo. La gente dice que hay que hacer justamente al revés, pero se equivoca. Hay cosas de las que es mejor no hablar. No importa lo que hicieras, no importa lo que pueda haber pasado: no debes justificarte, ni ante mí ni ante nadie. No debes justificarte ni siquiera ante ti mismo. Mantenlo bien escondido.

Y a la mañana siguiente, cuando volvieron a encontrarse en la tienda, Miriam supo con seguridad que Joe le agradecía el consejo. Eran unos buenos amigos y no tenían por qué contarse nada importante, y eso era lo mejor que podían hacer.

– ¿Es plata auténtica? -preguntó una mujer del grupo de los téjanos, abriendo la puerta de un empujón y agarrando de mala manera un brazalete del escaparate-. Me han dicho que hay mucha plata de imitación por aquí.

– Nada más fácil de averiguar -dijo Miriam, dándole la vuelta al brazalete y mostrándole el contraste.

Pero no le devolvió el brazalete a la mujer, siguiendo un truco personal. Lo guardó en sus manos, como si de repente no le gustara la idea de desprenderse del brazalete, como si hubiese comprendido que quería quedárselo ella. Un truco sencillo, pero que solía lograr que ciertos clientes no pudiesen soportar la tentación de comprar.

El grupo de téjanos resultó estar ávido de la joyería que había en la tienda, cosa bastante frecuente. Pero una de las mujeres tenía un gusto bastante más refinado que los demás, y se sintió atraída por un retablo de la Virgen de Guadalupe, una pieza que era una auténtica antigüedad. Al apercibirse de su interés, Miriam se le acercó, dispuesta a forzar la venta, y le contó la historia de aquella imagen, la leyenda de aquella toga que un campesino llenó de pétalos de rosa, los cuales, ante la sorpresa de un cardenal escéptico, ardieron de repente y se convirtieron en la imagen de la virgen.

– Es un retablo precioso -dijo la mujer-. Es precioso de verdad. ¿Cuánto vale?

Cuando el grupo salió de la tienda, acompañado de los efusivos saludos de Javier, apareció Joe.

– La verdad es que sabes vender mejor que nadie -dijo él.

– Gracias -dijo Miriam, olisqueando la brisa que se había colado por la puerta al salir los téjanos-. ¿No notas… verdad que hoy huele un poco raro ahí fuera?

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