– ¿Sí? -Descolgó el auricular de mala gana.
– Soy Bollinger, presidente.
– ¡Andy! -La nube que se había instalado en la mirada de Roger Castle se disipó-. Santo Dios. ¿Has leído el comunicado del centro Goddard?
– Por eso te llamaba. Esa erupción no es como las demás. Ha sido provocada, presidente.
Un silencio de plomo enmudeció la línea.
– Sé de lo que hablo -prosiguió-. Mis equipos encontraron la huella electromagnética de tus dichosas piedras y han descubierto que las emisiones X que habéis captado tenían un destinatario: el Sol.
– ¿Estás seguro?
– Completamente. No eran señales para un planeta lejano. Además, no te hablo del Sol como una abstracción. Esas señales apuntaban a un punto ubicado a sesenta grados oeste de longitud solar. La mancha 13 057. Justo la que acaba de estallar.
El presidente guardó otro prudente silencio. Intuía que su amigo no había terminado sus explicaciones.
– Pero te llamo -añadió- porque creo que los cálculos del Goddard sobre esa erupción y su tiempo de llegada a la Tierra están equivocados.
– ¿A qué te refieres?
– Las STEREO han estimado que la erupción solar ha sido de clase X23. ¡Clase X23! No hay precedentes para eso.
– ¿X23?
– Las erupciones solares se clasifican en ligeras, de clase C; medianas, de clase M; y fuertes, de clase X. La que en 1989 dejó a oscuras la mitad de Canadá era de clase XI9, y es la más alta que tenemos clasificada hasta el momento. ¡Ésta le saca cuatro puntos! Y, créeme, lo que puede provocar va más allá de unas bonitas auroras boreales a la altura de Florida o unos cuantos millones de nuevos cánceres de piel…
– ¿Qué quieres decir?
– He hecho algunas averiguaciones, Roger. He consultado los archivos del Escuadrón Meteorológico de la Fuerza Aérea en Colorado y hablado con varios colegas climatólogos, y me han recordado algo importante. -El tono de Bollinger se hizo más sombrío-: En 2005, cuando se produjo el último gran pico de actividad del Sol, las tormentas de principios de ese año nos golpearon lateralmente y provocaron el calentamiento de la corriente del Golfo que desembocó en los peores huracanes del siglo. ¿Recuerdas el Katrina?
El presidente se aferró al teléfono sin decir nada.
– Aquello lo desencadenó una sola mancha solar. Ahora estamos razonablemente seguros de que fue la 720. He repasado los datos de aquella anomalía magnética, que alcanzó el tamaño de Júpiter y fue de clase X7, y las noticias no son buenas.
– No te entiendo…
– ¿Cuánto tiempo te han dicho que tardará la tormenta de protones en llegar a la Tierra?
– De dos a tres días.
Andrew resopló en el auricular.
– Eso es lo estándar, en efecto. Pero en 2005, por causas que todavía desconocemos, la erupción de 720 sólo tardó media hora en alcanzarnos. ¡Treinta minutos! En vez de viajar a una velocidad de entre mil y dos mil kilómetros por segundo, aquella cosa lo hizo a setenta y cinco mil. A una fracción de la velocidad de la luz. Dios, Roger. Esa masa podría estar a punto de golpearnos… ¡ahora!
– Sabemos que, de momento, no impactará contra los Estados Unidos -replicó sin rastro de alivio en su voz-. Lo hará en territorio de un país aliado.
– Déjame adivinarlo, Roger: ¿Turquía?
– Sí…
– Eso es porque la Eyección de Masa Coronal está siguiendo la señal de las piedras. Actúan como un sistema de guía. Sólo Dios sabe qué puede pasar cuando los protones solares entren en contacto con ellas.
– ¿Podemos hacer algo?
La pregunta de su amigo sorprendió a Andrew Bollinger.
– No mucho. Vigilar y rezar, presidente.
– ¿Qué sabemos de esos signos? -pregunté.
Nos habíamos reunido todos al calor del laboratorio para decidir qué pasos íbamos a dar. A cinco mil metros de altura, con la ventisca golpeando con furia creciente las grietas del glaciar y los pasillos de hielo silbando como tubos de órgano, la mejor opción era mostrarse colaboradora. Incluso con Martin. Daniel Knight, que había tomado asiento en unos fardos cercanos al equipo electrógeno, fue el primero que se animó a responder a mis interrogantes.
– ¿Me preguntas por los signos del Arca? Creemos que pertenecen a la lengua ancestral de nuestros antepasados, Julia -dijo muy serio-. Muestras de esa escritura se han encontrado en todos los continentes, sobre todo en cuevas y monumentos de piedra. Aunque siempre se han asociado a las primeras formas de comunicación humana, la mayoría fueron burdas imitaciones de la escritura de los ángeles. Estas de aquí, en cambio, son las letras originales.
– ¿Y las reconocéis?
El ocultista asintió.
– Por desgracia, su significado se perdió hace milenios. De hecho, hasta John Dee nadie consiguió interpretarlos u ordenarlos de nuevo. Y lo hizo porque, gracias a las piedras, recibió el alfabeto completo de aquellos con los que se comunicó.
– John Dee, siempre él, ¿no? -comenté.
– Ahora comprenderás por qué nos interesa tanto. Fue Dee quien organizó esos signos y les dio coherencia. Gracias a sus interlocutores, descubrió que nadie desde el patriarca Enoc había sido instruido en los secretos de esa lengua, así que decidió llamarla enoquiana. ¿Y sabes qué? Enoc la aprendió después de haber sido arrebatado a los cielos por una suerte de anomalía magnética que se produce en esta región y que llamamos la Gloria de Dios. Su epicentro está en el cráter de Hallaç aunque su presencia se ha dejado notar en cincuenta kilómetros a la redonda, lo que incluye este lugar.
– A esta muchacha le interesará saber que primero fue Enoc y luego Dee quienes desarrollaron ensalmos para activar las adamantas, consiguiendo con ello un sorprendente dominio de las fuerzas de la naturaleza -terció Bill Faber-. Y todo a partir de la entonación de sonidos primordiales capaces de resonar con la estructura atómica de la materia.
– Nosotros siempre hemos creído -añadió Dujok, mesándose los bigotes- que esa lengua fue la que se habló en el Paraíso antes de la expulsión de Adán. Tiene veintiuna letras que se dividen en tres grupos de siete y su combinación es la que, potenciada por la fuerza de las piedras, puede atraer la atención de la Fuerza Superior.
– ¿Y cómo están todos tan seguros de que funciona? -pregunté, mirándolos uno a uno a los ojos.
– Yo he visto esa fuerza, chérie -respondió Martin-. Con Artemi. Fue en estas montañas, hace ya muchos años. La Gloria de Dios despierta de tanto en tanto y puedo asegurarte que es estremecedora.
– ¡Aunque escasa para lo que necesitamos!-se quejó el anciano Faber-. Ese barco de ahí -dijo señalando la pared que teníamos enfrente- estuvo en contacto con
Dios durante las semanas que duró su travesía. Estableció un enlace continuo con el cielo y lo hizo en un momento en el que la capa magnética protectora del planeta se resintió por alguna clase de impacto energético similar al que estamos esperando.
– Lo que no entiendo, señores -dije muy severa-, es cómo puedo yo ayudarles en este asunto. ¡Yo no conozco el enoquiano o como diablos se llame! ¡No sabría decir ni una palabra! ¡Y ustedes parecen saberlo todo de su funcionamiento!
Bill Faber dio unos golpecitos al suelo con su bastón antes de replicar:
– No es necesario que grite, querida. Lo que queremos de usted es muy simple: que entone el Nombre de Dios delante de las piedras y del Arca. Aunque no necesite su garganta para hacerlo…
Lo miré incrédula.
– ¿Ah, no?
– Verá, Julia. Este laboratorio dispone de un sofisticado interfaz que puede conectar el área del lenguaje de su cerebro con un sintetizador que interpretará cualquier impulso cerebral y lo convertirá en sonido. Trabaja de forma parecida a un escáner neuronal. Aunque, por supuesto, mientras usted esté en su estado de consciencia habitual el experimento no funcionará. Sin embargo, si lográramos que sus ondas cerebrales alcancen la frecuencia delta situándose entre uno y cuatro hercios, que son los que surgen durante los trances mediúmnicos, podríamos obtener resultados.
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