Javier Sierra - El ángel perdido

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El ángel perdido: краткое содержание, описание и аннотация

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Mientras trabaja en la restauración del Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela, Julia Álvarez recibe una noticia devastadora: su marido ha sido secuestrado en una región montañosa del noreste de Turquía. A partir de ese momento, Julia se verá envuelta sin quererlo en una ambiciosa carrera por controlar dos antiguas piedras que, al parecer, permiten el contacto con entidades sobrenaturales y por las que están interesados desde una misteriosa secta oriental hasta el presidente de los Estados Unidos.
Una obra que deja atrás todos los convencionalismos del género, reinventándolo y empujando al lector a una aventura que no olvidará.

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– Es lo único que tiene sentido. -Se encogió de hombros y le pasó los prismáticos-. ¿Qué otra cosa podrían buscar aquí?

Jenkins se llevó las lentes al rostro y aumentó su potencia al máximo:

– Pues el dichoso barco debe de ser una atracción en toda regla, coronel, porque ya han entrado todos.

– Perfecto. Es el momento de tomar posiciones. ¿Me acompaña?

Capítulo 93

Me acerqué a la grieta con el corazón en un puño, exhalando nubes de vaho cortas y densas. Debía de ser cerca ya del mediodía porque mi estómago rugía pidiendo alimento.

Sólo cuando la tuve a unos centímetros del rostro comprendí su función. La hendidura era lo suficientemente holgada como para dejar pasar a un adulto de buen tamaño bajo los carámbanos, así que, como antes hiciera Dujok, me deslicé cuidando de no tocar ninguno y clavé los crampones en el suelo helado para asegurar mi equilibrio.

Lo primero que me sorprendió fue que hubiera claridad en un lugar tan angosto. La explicación llegó de inmediato. Aquella grieta que discurría hacia el corazón del glaciar se estaba derritiendo y el hielo era de una textura tan fina que dispersaba los rayos de sol como el difusor de un flash. Aun así, el exceso de luz no logró quitarme de la cabeza que estaba en un lugar peligroso. Sus paredes eran quebradizas. Y eso no era una buena señal. Aquélla no era la clase de hielo sólido que debería de haber en el interior de una lengua de hielo milenaria. Aceleré el paso. Atraída por el rumor que emergía de lo más hondo de la montaña, avancé hasta su desembocadura.

Tres siluetas me esperaban al final del túnel. La primera era Artemi Dujok, que se había desembarazado de su mochila y me tendía los brazos para ayudarme a vencer el gran escalón en el que moría el pasillo. Las otras dos, en cambio, no logré identificarlas.

– Querida-urgió la más próxima. Sostenía una linterna que me obligó a achicar los ojos-. ¡Cuánto tiempo sin verte!

El corazón me dio un vuelco. Aunque tardé en asociarlo a una imagen, hubiera reconocido aquel acento entre un millón. ¿Cómo no se me había ocurrido pensar que Sheila Graham estaría cerca cuando Daniel apareció en Halla??

– ¡Sheila!

– Pues claro, jovencita. ¿Quién si no? -rió bajando su lámpara.

La vieja «guardiana del Grial» estaba espléndida. No me fijé en que su media melena había desaparecido bajo un grueso gorro de lana. Su eterna coquetería despuntaba en su boca de carmín rojo perfecta y sus pestañas recién estiradas. Era como si el frío la embelleciera.

– Supongo, querida -dijo después de estamparme un par de besos-, que no conoces aún a William, ¿verdad?

Entonces, la tercera silueta dio un paso adelante. Se apoyaba en un bastón y cojeaba mientras hacía esfuerzos por erguir su figura en un gesto que intuí galante. Tenía el rostro níveo, barba cuidada y pómulos que parecían saltársele de la cara. No. No lo había visto en mi vida. Y, sin embargo, cuando nuestras miradas se encontraron, me saludó como si yo fuera una cara que le trajera buenos recuerdos.

– Estás espléndida, Julia -susurró.

Me impresionó encontrarme allá arriba a un anciano que rondaría los ochenta. Aunque el Ararat no parecía una montaña para alpinistas experimentados, tampoco era propia para un hombre de esa edad. Él, sin embargo, no parecía sentirse fuera de lugar. Más bien al contrario. Vestía ropas térmicas como las del resto y una vistosa bufanda verde manzana que le cubría el cuello y realzaba su porte aristocrático. Hablaba con fluidez, como si no le importara que el oxígeno escaseara a esa cota, y sus movimientos eran gráciles.

– Ahora compruebo que todo lo que he oído decir de ti era cierto… -añadió con asombro, sin quitarme el ojo de encima-. Muy cierto.

– Es William Faber, querida -precisó Sheila al percibir mi desconcierto-. Tu suegro.

«¿Bill Faber?»

Tardé un segundo en asimilar el dato.

«¿El hombre que no quiso acudir a mi boda?»

Un aluvión de imágenes funestas empezó a emerger de mis recuerdos, bombeando oleadas de sangre a mis sienes.

«¿El padre que nunca telefoneaba a su hijo para interesarse por él?» «¿El mismo que se marchó a los Estados Unidos a trabajar, encargando a Sheila y Daniel que investigaran las piedras de John Dee?»

«¿Y qué hacía allí?»

El viejo William dio un par de golpes al suelo con su cayado. Se adelantó hasta donde me encontraba y me estrechó ambas manos con una fuerza y un calor que me sorprendieron. Su presencia imponía. Tenía que reconocer que, incluso con todas mis prevenciones, irradiaba algo especial. Una especie de majestad, como esos pantocrátores medievales que juzgan el mundo desde sus tímpanos de piedra, situándose más allá del bien y del mal. Supongo que a esa impresión contribuyó que Bill me sacara casi una cabeza de altura y que, aunque tenía la espalda encorvada y las huellas de la edad a flor de piel, su cutis estuviera bronceado y sin manchas. Era un tipo atractivo. Magnético.

– Entonces, usted debe de ser también uno de esos ángeles… -murmuré.

William Faber rió.

– Quiero que veas algo, querida Julia. He estado esperando este momento muchos años para mostrártelo…

Renqueando, pero de un humor excelente, el anciano me condujo hasta la parte más profunda del glaciar. Era una cavidad alejada de la embocadura del pasillo de hielo, de paredes de diez metros de alzada que se estrechaban hacia un óculo que daba a cielo abierto y hacia donde se perdía un zumbido que me resultó familiar. Sólo una de sus paredes no estaba congelada. Parecía más bien un saliente de roca de aspecto geométrico, impecable, de color oscuro, frente al que se extendían varias mesas metálicas plegables con toda suerte de equipos electrónicos encima.

«¿Un laboratorio? ¿A cinco mil metros?»

Tragué saliva.

En aquella especie de sima la temperatura era algo más cálida que en el resto de las galerías. Distinguí varios ordenadores -de ahí el runrún amigo-, un barómetro digital, un termógrafo, un sensor sísmico, otro de gravedad, una torre de almacenamiento de datos, un equipo de comunicación vía satélite conectado a una antena de aspecto tubular y, sobre todo, una mesa de mezclas con terminaciones en una red de altavoces que descansaban frente a la roca y cuyo propósito no acertaba a imaginar. Dos grandes columnas de PVC y acero bombeaban calor al conjunto, mientras un generador del tamaño de un frigorífico le suministraba corriente.

Miré a Bill Faber con cara de asombro.

– Esto es en lo que ha estado trabajando Martin desde que llegó a Turquía, querida -dijo.

– ¿Esto? ¿Y qué es exactamente?

– Esa pared -respondió levantando su bastón al frente y dando unos golpecitos al muro- es parte del puente de mando del famoso barco de Noé, Julia. Lleva cuatro milenios esperando por nosotros, conservada entre capas de hielo a cuarenta grados bajo cero.

Bill dejó que su revelación calase poco a poco. Luego añadió:

– Es un milagro que se conserve en tan buen estado. Las nieves perpetuas han ido petrificando su estructura, transformando la celulosa original en lo que tenemos aquí: una madera dura como una roca. O, mejor, una roca con vago aspecto de madera.

– El Arca… -silabeé. Aunque la tenía delante, me costaba creer que lo fuera.

– El interior está sellado, querida -precisó-. No hay forma de acceder a él sin utilizar cargas explosivas, pero hacerlo sería un suicidio. La onda expansiva nos sepultaría bajo toneladas de hielo y rocas antes de que pudiéramos darnos la vuelta para buscar la salida.

Traté de hacerme una idea de las dimensiones de aquel lienzo. En realidad, apenas era un segmento de unos seis o siete metros de largo, que nacía y moría en los dos taludes de tierra que le caían a los lados.

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