Javier Sierra - El ángel perdido

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Mientras trabaja en la restauración del Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela, Julia Álvarez recibe una noticia devastadora: su marido ha sido secuestrado en una región montañosa del noreste de Turquía. A partir de ese momento, Julia se verá envuelta sin quererlo en una ambiciosa carrera por controlar dos antiguas piedras que, al parecer, permiten el contacto con entidades sobrenaturales y por las que están interesados desde una misteriosa secta oriental hasta el presidente de los Estados Unidos.
Una obra que deja atrás todos los convencionalismos del género, reinventándolo y empujando al lector a una aventura que no olvidará.

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– Eso es algo vago.

– Tiene razón. Pero no hay mucho más que decir.

– ¿Y el que le he mostrado? -titubeó-. ¿Sabe a qué familia podría pertenecer? ¿O de qué época es?

Figueiras lo miró con cierta ansiedad mientras cerraba su libro.

– Creo que ya sé adónde quiere ir a parar con sus preguntas, inspector. Pero me temo que por ese camino sólo va a llegar a un callejón sin salida.

– Pero ¿lo reconoce o no? -insistió.

– El signo que tanto le interesa es una reelaboración del más antiguo que se conserva en Noia. Una rareza absoluta. Y, por tanto, del que menos cosas sabemos. Por si le sirve de algo, allí creen que representa al patriarca Noé.

– ¿A Noé?

Las arrugas del deán volvieron a enmarcar su mirada escrutadora.

– ¿Sabe? Ahora que lo pienso, quizá tenga usted ahí la razón por la que se han llevado al matrimonio Faber a Turquía.

– ¿La razón? ¿Qué razón?

El padre Fornés desesperó. Aquel tipo era estúpido de veras.

– ¿No le enseñaron en el colegio que Noé encalló su célebre arca en la montaña más alta de Turquía? ¿No ha oído nunca hablar del monte Ararat, inspector?

– Nunca me gustaron las clases de religión, padre.

Capítulo 91

Las previsiones de Daniel Knight se cumplieron a rajatabla.

Tal y como había anunciado, acudió a despertarnos poco antes del amanecer. Muy amable, nos pidió que vistiéramos las ropas de escalada que había preparado para nosotras y nos citó al cabo de media hora para el desayuno. Ellen y yo le obedecimos sin chistar. Todavía adormiladas tras la charla en nuestra improvisada celda sobre los cultos cargo y la naturaleza de los ángeles, nos enfundamos unos gruesos monos térmicos -con fibra de plomo, decía una etiqueta-, calcetines de lana tupidos y unas pesadas botas de montaña, y lo seguimos.

Más animadas, Ellen y yo tomamos algo de fruta con yogur, queso, miel y frutos secos. Y enseguida, aún a oscuras, despabiladas por las primeras rachas de aire helado del día, fuimos custodiadas hasta el Sirkovsky por un grupo de hombres que no habíamos visto antes. Todos eran tipos rudos, de caras curtidas, cabezas cubiertas por turbantes escarchados y vestidos con galabeyas de tela vieja. Caminaban con sus AK-47 al hombro y, por lo que intuimos, no hablaban ni una palabra de inglés.

– ¡Dense prisa, señoras!-nos urgió Artemi Dujok desde la puerta del helicóptero-. ¡Hoy va a ser un gran día!

Lo miré con displicencia. Todavía me costaba admitir que el maestro de Martin me hubiera engañado de aquel modo para llevarme hasta allí.

El armenio parecía feliz. En su universo todo debía de estar en orden. Tenía la adamanta, la mesa de invocación… y me tenía a su merced, a cientos de kilómetros de cualquier lugar en el que pudiera pedir ayuda.

Nuestro vuelo fue corto.

Apenas a una treintena de kilómetros del cráter de Hallaҫ se levantaba el último campamento base antes de la cumbre del Gran Ararat. Estaba a cuatro mil doscientos metros, sepultado bajo un manto de nieve en el que apenas sobresalían las puntas afiladas de cientos de rocas basálticas. Dujok, mucho más relajado que la tarde anterior, nos hizo ver que con el helicóptero nos habíamos ahorrado al menos dos días de ascenso, además de no tener que calzar los crampones a partir de los dos mil metros ni soportar las rachas de viento, lluvia y nieve pulverizada que hubieran convertido en un tormento nuestro ascenso en esa época del año.

– Desde aquí, el camino hasta el arca no es demasiado difícil -prometió para tranquilizarnos. No lo consiguió.

Situado en una ladera más o menos plana del Ararat, el campamento base era la imagen misma de la soledad. Bajo las primeras luces del día emergieron los perfiles de media docena de pequeñas tiendas iglú de campaña y una estructura mayor, a modo de tipi, que debía servir para almacenar agua y alimentos. El caos creado por nuestros rotores hizo que todo aquello se zarandease.

– ¿Saben que muchos kurdos aún creen que es imposible escalar esta montaña? -murmuró Daniel a través de nuestros auriculares. Estaba risueño. Con ganas de hablar.

– No me extraña -dije con desgana. Él ni se inmutó.

– Creen que el Ararat fue tocado por el dedo de Dios y que nadie puede profanar el tesoro sagrado que cobija -añadió mientras nos repartía unas pastillas de Diamox para el mal de altura-. Aquí conviene tener esas cosas en cuenta y no ofender a la montaña, ¿saben? Nosotros la estamos abordando por su cara sur, la más amable. La norte es un cañón inexpugnable. Lo llaman Garganta de Ahora, o de Arghuri, que significa «la plantación de la vid», pese a que nada crece ahí abajo desde hace miles de años. Para que se hagan una idea, este sector del Ararat es más abrupto aún que el cañón del Colorado y en tiempos fue un volcán…

Una sombra de preocupación me hizo apartar la cara de la ventanilla. Estaba distraída viendo cómo nuestras hélices levantaban un torbellino de nieve en polvo alrededor del campamento, pero aquello me alarmó. Levanté la vista hacia su cumbre despejada, amenazada ya por las primeras nubes de tormenta de la jornada.

– Y… ¿sigue activo?

– Oh, no, no… -Daniel sacudió la cabeza-. Lleva siglos sin dar señales de vida. Seguramente cuando llegó Noé ya estaba «fuera de servicio».

– Mejor… -bufó Ellen.

– En unas faldas tan frágiles como éstas -matizó-, cualquier erupción hubiera destruido todo vestigio del Arca. Hubiera sido terrible.

– Aunque hubo un terremoto en 1840 que a punto estuvo de hacerlo -gritó Dujok desde la cabina.

– ¿Terremoto? Entonces, ¿es una zona sísmica?

– ¡Lo es! La capacidad destructiva de aquel sismo fue comparable a la erupción del Santa Helena. Se llevó por delante varios pueblos de la región, mató a dos mil personas y arrasó el monasterio de San Jacobo, donde se guardaban las reliquias más importantes de la nave de Noé. Hasta esa época, lo crean o no, existieron peregrinaciones esporádicas para ver el Arca. Todavía se conservan los diarios de muchos de los fieles que la contemplaron y rezaron a sus pies.

– ¿De veras?

– Oh, sí -confirmó Daniel-. Todo el mundo aquí conoce esas historias o ha oído hablar de las piedras santas que llevaba a bordo. A cualquiera que le pregunte, le hablará de los grandes hombres que mandaron expediciones para apoderarse de esos tesoros después de la catástrofe. Napoleón III, Nicolás II, el vizconde James Bryce, la CIA. La lista es interminable. Pero nadie les dirá que muchas de las adamantas que han recorrido el mundo, entre ellas las Urim y Tumim de Salomón, se sacaron de aquí sin permiso de nuestro pueblo.

– ¿Del Arca?

– Del Arca, señora Faber.

No dejaba de llamarme la atención que ni Dujok ni Daniel dudaran de que en esas cumbres de nieves eternas descansaba un barco milenario. Un objeto colosal que, según la Biblia, tendría trescientos codos de largo por cincuenta de ancho y treinta de largo, con una capacidad aproximada de cuarenta y dos mil metros cúbicos y que fue ensamblado según unos planos que contravenían las más elementales técnicas navales de la prehistoria. Debía de tener el aspecto de un enorme cajón. Y por más que me esforzara, no lograba imaginarme algo de la envergadura del Titanio encallado a casi cinco mil metros de altura.

Si siempre me había costado creer aquella historia -la atribuyeran a Noé, a Utnapishtim o a Atrahasis-, ahora las dudas me laceraban. Como tantas personas en Occidente, también yo crecí coloreando arcas de Noé en el colegio o soñando despierta cada vez que la prensa anunciaba su descubrimiento. En los ochenta, siendo muy pequeña, seguí sin pestañear las expediciones de Jim Irwin al Ararat. Las monjas de mi colegio nos hablaban de sus avances y hasta recuerdo que nos pidieron que rezáramos por aquel intrépido astronauta metido a arqueólogo. Irwin fue, en efecto, uno de los doce americanos que habían puesto el pie en la Luna con las Apolo, y si él decía que el Arca existía una mocosa no iba a ser quien lo pusiera en duda. Mi sentido crítico estaba entonces adormilado, y sólo comenzó a despertar el día que le oí decir en la radio que su búsqueda tenía más de místico que de científico. Para él, afirmaba, tan importante como haber visto a un hombre caminar sobre la Luna era demostrar que Dios lo había hecho milenios antes sobre la Tierra.

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