Javier Sierra - El ángel perdido

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Mientras trabaja en la restauración del Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela, Julia Álvarez recibe una noticia devastadora: su marido ha sido secuestrado en una región montañosa del noreste de Turquía. A partir de ese momento, Julia se verá envuelta sin quererlo en una ambiciosa carrera por controlar dos antiguas piedras que, al parecer, permiten el contacto con entidades sobrenaturales y por las que están interesados desde una misteriosa secta oriental hasta el presidente de los Estados Unidos.
Una obra que deja atrás todos los convencionalismos del género, reinventándolo y empujando al lector a una aventura que no olvidará.

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– ¿Un apagón general? -susurró.

– Es lo más probable.

Pese a la lluvia y la falta de visibilidad, Figueiras reconoció la silueta de un hombre enorme que caminaba a toda prisa hacia la puerta de Platerías y se detenía frente a su cerradura, como si pretendiera forzarla.

– ¿Quién es ése? -interrogó en alto.

El subinspector Jiménez, que estaba a su lado, sonrió.

– Oh, ése… Olvidé comentárselo. Llegó esta tarde a comisaría desde los Estados Unidos. Venía con una carta de recomendación. Dijo que trabajaba en un caso y que necesitaba localizar a una mujer que vivía en Santiago.

– ¿Y qué hace ahí?

– Bueno… -dudó-. Resulta que la mujer que busca trabaja en la Fundación Barrié y esta noche hace turno en la catedral. Cuando se enteró de lo del fuego, se vino detrás de nosotros.

– ¿Y qué va a hacer?

Jiménez, tranquilo, respondió con una obviedad:

– ¿No lo ve, inspector? Entrar.

Capítulo 5

– ¡Quédense donde están y levanten las manos!

Aquella frase tronó en las bóvedas de la catedral, haciéndome perder el equilibrio. Caí de rodillas, clavándolas en las duras losas de mármol al tiempo que una súbita corriente de aire frío recorría toda la nave.

– ¡No se muevan! ¡Voy armado!

La voz procedía de algún lugar a espaldas del intruso de las mallas negras, como si un nuevo huésped hubiera atravesado la puerta de Platerías y nos tuviera ahora en su punto de mira. No sé qué me alteró más, si aquel grito en un inglés perfecto o el desconcierto en el que me había sumido oír al chico de la mejilla tatuada nombrar a Martin, mi marido. No tuve tiempo de calibrarlo. Por puro instinto, dejé caer la corona de luces y el bolso, y me llevé las manos a la cabeza. El, en cambio, no siguió mi ejemplo.

Todo sucedió muy deprisa.

El «monje» se revolvió sobre sí mismo, desprendiéndose del hábito que lo cubría, y se arrojó entre los bancos que tenía a su derecha. Bajo la túnica, tal y como había intuido, vestía una ropa elástica, deportiva, y blandía algo entre las manos que tardé en reconocer.

Pero si su reacción me sorprendió, no lo hizo menos la silenciosa ráfaga de impactos que se estrellaron en los pasamanos de las bancas, justo tras él, levantando una nube de astillas.

– ¿Julia Álvarez?

La misma voz que nos había ordenado levantar las manos pronunciaba ahora mi nombre. Su dicción era mejor que la del «monje». La oí a mis espaldas, pero estaba tan sorprendida por lo que parecían disparos que tardé en darme cuenta de que esa noche todo el mundo parecía saber cómo me llamaba.

– ¡Échese al suelo!

Dios.

Caí otra vez sobre el empedrado del transepto. Todo lo que conseguí fue arrastrarme hasta el único confesionario que se apoyaba en la pared. Tres o cuatro truenos retumbaron por toda la catedral, acompañados de sus respectivos relámpagos. Pero, esta vez, ¡procedían del chico del tatuaje! ¡También él estaba armado!

Durante unos segundos todo se detuvo.

La catedral quedó sumida en un silencio mortal. Y yo, aterrorizada, permanecí encogida como un bebé asustado, con el corazón a punto de salírseme por la boca y sin atreverme ni a respirar. Quería llorar, pero el miedo -uno visceral, atenazador, como no lo había sentido nunca- se había enroscado a mi tráquea, impidiéndomelo. ¿Qué estaba ocurriendo allí? ¿Qué hacían esos dos extraños disparándose en un templo lleno…, Santo Cristo…, de obras de arte únicas?

Fue entonces, al buscar en el techo un punto de referencia que me ayudara a salir, cuando vi aquello. No era fácil de describir. Justo en el centro de la catedral, extendiéndose como un gas a lo largo del crucero y a ras de la clave de bóveda decorada con el Ojo de Dios, una sustancia etérea, traslúcida como un velo, flotaba a unos veinte metros de altura desprendiendo haces de luz eléctricos de tono anaranjado. Jamás había visto algo así. Nunca. Esa especie de humo se asemejaba a una nube de tormenta que se hubiera empeñado en gravitar sobre la mismísima tumba del Apóstol.

«A Martin le encantaría ver esto», pensé.

Pero mi instinto de supervivencia borró al instante aquella idea de mi mente y se concentró de nuevo en salir de allí.

Iba a dejar mi escondrijo y reptar hasta una columna de piedra que me protegiera mejor, cuando una mano enorme se posó en mi espalda, manteniéndome con la nariz pegada al suelo.

– Señora Álvarez… ¡No se le ocurra moverse! -dijo la voz que ahora aplastaba mis costillas.

Me quedé petrificada.

– Me llamo Nicholas Allen, señora. Soy coronel del ejército de los Estados Unidos y he venido a rescatarla.

¿A rescatarme? ¿Lo había entendido bien?

De repente me di cuenta de que el tal Allen había estado dando todas sus órdenes en inglés. Un inglés con un suave acento sureño. Como el de Martin.

«¡Martin…!»

Pero antes de que pudiera pedirle una explicación, una nueva lluvia de proyectiles atravesó la parte superior del confesionario y se estrelló contra la piedra.

– Ese bastardo tiene una pistola -se lamentó en voz baja el coronel-. Debemos salir de aquí. Y rápido.

Capítulo 6

El rostro escuálido de Antonio Figueiras palideció.

– ¿Eso son disparos? -Nadie pudo contradecirlo-. ¡Son disparos, carallo!

Los seis agentes de policía y los dos guardias civiles que lo flanqueaban se miraron desconcertados, como si dudaran que aquella andanada acústica, hueca, pudiera proceder del cañón de un arma de fuego.

– Así que ese hijo de puta se está liando a tiros dentro de la catedral -dijo mirando a Jiménez como si él fuera el verdadero responsable de aquello. Desenfundó la reglamentaria, una Compact Heckler & Koch de 9 mm que llevaba debajo de la gabardina, y añadió muy serio:

– Hay que detenerlo ya.

El subinspector se encogió de hombros.

– Y ya me explicará quién es ese tipo -lo amenazó Figueiras-. Ahora, ¡síganme!

Cuatro hombres cumplieron la orden. Se acercaron cautelosos al ojo derecho de la puerta de Platerías cuidando de que nadie pudiera verlos desde dentro y abrir fuego contra ellos. Los tres restantes se quedaron en la retaguardia, vigilando de reojo la cercana Puerta Santa y los accesos laterales al templo. La maldita lluvia era tan intensa que apenas se distinguían los toldos color crema de la joyería Otero. Por si fuera poco, la falta de alumbrado público confería al umbral más antiguo de la catedral un aspecto turbador. Siniestro. Las escenas del Antiguo Testamento del tímpano tampoco presagiaban nada bueno. Allí estaba la imagen de la adúltera, famosa entre los peregrinos porque muestra a una mujer sosteniendo la cabeza seccionada de su amante, como advertencia de la severa justicia divina. La expulsión de Adán y Eva del Paraíso. Y en las enjutas de los arcos brillaban, húmedas, las trompetas de los ángeles del Apocalipsis.

– ¿Cómo dijo que se llamaba ese cabrón? -murmuró Figueiras a su agente, mientras se pegaba a una de las columnas estriadas del pórtico.

– Nicholas Allen, inspector. Ha venido desde Washington en un vuelo privado hasta el aeropuerto de Santiago.

– ¿Y le han dejado pasar la frontera con toda la artillería?

– Eso parece, jefe.

– Pues me importa una mierda quién demonios sea, ¿me entiende? Vaya hasta la radio y pida refuerzos. Que manden una ambulancia… ¡y un helicóptero! Que aterrice en la plaza del Obradoiro y cubran esa salida. Y envíe otra unidad a la puerta norte. ¡Dese prisa!

Jiménez se replegó para cumplir las instrucciones. El plan de Figueiras, salvo que las cosas se torcieran, era aguardar allí afuera a que el americano diese señales de vida y prenderlo. Y mejor si nadie daba un tiro más.

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