Javier Sierra - El ángel perdido

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Mientras trabaja en la restauración del Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela, Julia Álvarez recibe una noticia devastadora: su marido ha sido secuestrado en una región montañosa del noreste de Turquía. A partir de ese momento, Julia se verá envuelta sin quererlo en una ambiciosa carrera por controlar dos antiguas piedras que, al parecer, permiten el contacto con entidades sobrenaturales y por las que están interesados desde una misteriosa secta oriental hasta el presidente de los Estados Unidos.
Una obra que deja atrás todos los convencionalismos del género, reinventándolo y empujando al lector a una aventura que no olvidará.

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Cansada pero expectante, me descolgué de mis correas para cerciorarme de que el envío de las lecturas del endoscopio se había realizado según lo previsto. No podía permitirme ningún error. El disco duro de cinco terabytes ronroneaba como un gato satisfecho llenando el recinto de un soniquete que me puso de buen humor. En su interior, en efecto, estaban terminando de acomodarse los perfiles microtopográficos de cada grieta, los análisis del espectrógrafo y hasta el archivo de vídeo que documentaba cada una de mis incursiones en la piedra. A simple vista todo parecía correcto, así que, con calma, y con la satisfacción del trabajo bien hecho, comencé a quitarme el equipo de protección y a recogerlo todo. Necesitaba darme una buena ducha, cenar algo caliente, hidratarme la piel y leer algo que me distrajera.

Lo merecía.

Pero el Destino juega siempre con ventaja, y justo esa noche me había preparado algo que no esperaba. Algo… tremendo.

Fue al desconectar las potentes luces de mi corona y quitarme el casco cuando un movimiento inusual al fondo del templo me sobresaltó. Tuve la impresión de que, de repente, la atmósfera se había cargado de electricidad estática. La nave entera -con sus noventa y seis metros de largo y sus ciento dieciocho balcones ajimezados- pareció conmoverse por una «presencia». Mi cerebro trató de racionalizar aquello. En el fondo, sólo había creído ver un destello rápido. Una chispa fugaz. Silenciosa. Un brillo que emergió casi a ras del suelo, de apariencia inofensiva, y que pareció enfilar hacia el crucero, a unos diez o doce metros de donde me encontraba.

«No estoy sola» fue mi primer pensamiento. Noté cómo el pulso se me aceleró.

– ¡Hola! ¿Hay alguien ahí?

Sólo el eco recogió mis palabras.

– ¿Me oyen? ¿Hay alguien? ¡Hola…! ¡Hola!

Silencio.

Traté de conservar la calma. Conocía aquel lugar como la palma de la mano. Sabía hacia dónde correr en caso de necesidad. Además, disponía de un teléfono móvil y de las llaves de una de las puertas que daban a la plaza del Obradoiro. Era imposible que me pasara nada. Me dije entonces que quizá había sido víctima del contraste entre la zona iluminada del laboratorio, en el lado oeste, y la penumbra que envolvía el resto de la catedral. A veces los cambios de luz provocaban esa clase de malentendidos. Pero tampoco terminaba de convencerme. Aquello no había sido un reflejo en el sentido estricto del término. Ni un insecto. Ni tampoco el ascua de un cirio estrellándose contra la piedra.

– ¡Hola…! ¡Hola…!

El silencio siguió siendo mi única respuesta.

Al escrutar la nave me sentí como si estuviera asomándome a las fauces de una ballena colosal. Las luces de emergencia apenas servían para marcar los accesos a algunas capillas y no daban una idea de las dimensiones del monstruo. Sin iluminación eléctrica era difícil intuir dónde estaba el retablo central. Incluso el acceso a la cripta. Y los dorados del altar mayor o el rico busto de madera polícroma del apóstol Santiago parecían haberse esfumado en la oscuridad.

«¿Llamo al 112?-pensé mientras mi mano temblaba buscando el móvil en mi bolso-. ¿Y si es una estupidez?»

«¿Y si es un alma en pena?»

Deseché aquella última idea por absurda. Mi mente luchaba por no conceder al miedo ni un milímetro de ventaja. Y, sin embargo, mi corazón latía ya acelerado.

Queriendo conjurar aquel cosquilleo, tomé mi anorak, el bolso y la corona de leds y me interné hacia donde había creído ver la luz. «Los fantasmas desaparecen en cuanto te enfrentas a ellos», me recordé. Y, temblando de miedo, enfilé la nave lateral derecha del templo en dirección al transepto, rezando para que allí no hubiera nadie. Para cuando lo alcancé, Dios te salve, María, giré con determinación hacia la puerta de Platerías, que a esa hora, claro, estaba ya cerrada.

Entonces lo vi.

De hecho, casi me di de bruces con él.

Y, aun teniéndolo tan cerca, dudé.

«¡Dios mío!»

Era un tipo sin rostro, oculto tras una túnica negra, como de monje, que parecía hurgar en algo que acababa de depositar bajo el único monumento moderno de toda la catedral: una escultura de Jesús León Vázquez que representaba el campus stellae o camino de las estrellas. Gracias a Dios, su actitud era huraña, no agresiva, como si acabara de caerse dentro del templo y todavía no supiera muy bien dónde estaba.

Sé que debí salir corriendo de allí y avisar a la policía, pero el instinto, o quizá que nuestras miradas se cruzaron en el último segundo, me empujó a hablarle.

– ¿Qué hace usted aquí?

La pregunta me salió del alma.

– ¿No me ha oído? ¿Quién le ha dado permiso para estar en la catedral?

El ladrón -pues, en definitiva, eso era lo que parecía- dejó lo que estaba haciendo sin alterarse por mi apremio. Oí cómo cerraba la cremallera de una bolsa de nylon al tiempo que se giraba hacia mí como si no le preocupara en absoluto que alguien lo hubiera descubierto. Es más: viéndolo ahora, casi estaba tentada de creer que se había agazapado allí para esperarme. Por desgracia, la escasa luz no me ayudó a identificarlo. Intuí que vestía unas mallas oscuras debajo del hábito y que era un tipo fuerte. Entonces dijo algo en un idioma que no reconocí y, a continuación, dio un paso al frente murmurando una pregunta que me desconcertó:

– ¿Ul-á Librez?

– ¿Cómo?

El «monje» titubeó, tal vez meditando cómo precisar su pregunta.

– ¿Ul-ia Alibrez?

Ante mi cara de perplejidad, reformuló una vez más sus palabras, haciéndolas tan comprensibles como desconcertantes.

– ¿Jul-ia Alvarez? ¿Es… us-ted?

Capítulo 2

Fuera de la catedral llovía con ganas. Era el orballo. Esa precipitación típica del norte de España que, sin llamar la atención, va filtrándose hasta calarlo todo. Los adoquines de la plaza del Obradoiro estaban entre sus más célebres perjudicados y a esa hora eran incapaces de tragar más. Por eso, cuando una elegante berlina color burdeos atravesó la explanada más célebre de Galicia y se estacionó justo en la puerta del hostal de los Reyes Católicos, levantó una ola de agua que salpicó las paredes del establecimiento.

Dentro, en recepción, el conserje de guardia echó un vistazo por la ventana que tenía más cerca y apagó el televisor. Llegaban sus últimos clientes. Solícito, puso el pie en la calle justo cuando las campanas de la catedral daban las doce. En ese momento, el conductor paró el motor de su Mercedes, apagó los faros y ajustó la hora de su reloj de pulsera como si aquello formara parte de un ritual.

– Hemos llegado, cariño. Compostela.

La mujer que estaba a su lado se desabrochó el cinturón y abrió la puerta. Se sintió aliviada al distinguir al recepcionista aproximándoseles con un enorme paraguas negro.

– Buenas noches, señores -dijo en un inglés perfecto. El olor a tierra húmeda inundó el interior impecable del vehículo de alquiler-. Nos avisaron que llegarían tarde.

– Excelente.

– Los acompañaré al hotel. Nosotros nos ocuparemos de aparcar el coche y llevarles el equipaje a la habitación lo antes posible -sonrió-. En la suite les hemos dejado algo de fruta. La cocina está ya cerrada.

El hombre echó un vistazo a la plaza vacía. Le gustaba la atmósfera que la piedra confería al lugar. Era increíble que un recinto como aquél reuniera en armonía una catedral de fachada barroca, el inmueble del siglo XV en el que estaba su suite y un palacio neoclásico como el que tenían enfrente.

– Dígame una cosa, amigo -susurró cuando le entregó las llaves del Mercedes y un billete de diez euros-, ¿no han terminado aún la restauración del Pórtico de la Gloria?

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