Javier Sierra - El ángel perdido

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Mientras trabaja en la restauración del Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela, Julia Álvarez recibe una noticia devastadora: su marido ha sido secuestrado en una región montañosa del noreste de Turquía. A partir de ese momento, Julia se verá envuelta sin quererlo en una ambiciosa carrera por controlar dos antiguas piedras que, al parecer, permiten el contacto con entidades sobrenaturales y por las que están interesados desde una misteriosa secta oriental hasta el presidente de los Estados Unidos.
Una obra que deja atrás todos los convencionalismos del género, reinventándolo y empujando al lector a una aventura que no olvidará.

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El conserje echó un vistazo fugaz a su fachada. Le fastidiaba que los andamios la afeasen de aquel modo, ahuyentando a turistas con clase como aquéllos.

– Mucho me temo que no, señor -suspiró-. La prensa dice que ni los técnicos se ponen de acuerdo sobre el estado de conservación de la catedral. Seguramente tengamos obras para largo.

– ¿Usted cree? -El huésped sacudió la cabeza, incrédulo-. Entonces, ¿por qué hacen turnos de veinticuatro horas?

El hombre dijo aquello al ver cómo las dos colosales ventanas que estaban sobre la puerta principal de la catedral, por debajo de la estatua del Apóstol peregrino, irradiaban una luz potente, anaranjada, que oscilaba en su interior con aspecto amenazador.

Al conserje le mudó la cara.

Aquello no parecían luces de obra. Titilaban y emitían unos destellos anaranjados que no presagiaban nada bueno. Debía llamar a la policía. Y enseguida.

Capítulo 3

– ¿Julia Ál-varez?

Tardé unos segundos en asumir que aquella especie de «monje» estaba pronunciando mi nombre. Era evidente que no hablaba español. Y tampoco parecía que supiese francés o inglés. Para colmo de males, mis primeros esfuerzos para comunicarme por signos con él no habían funcionado. Ignoro por qué. Llámese instinto. Pero por su actitud entre tímida y conforme deduje que aquel tipo se había extraviado y ed 0pensaba hacerme ningún daño. No sería la primera vez que un peregrino se quedaba encerrado en la catedral. Algunos de los que venían de países lejanos no eran capaces de entender los carteles que informaban a los visitantes. De tarde en tarde, uno o dos se quedaban rezagados orando en la cripta ante las reliquias del Apóstol o en alguna de sus veinticinco capillas menores, y cuando querían darse cuenta los habían dejado atrapados en su interior, fuera del horario de visitas y sin posibilidad de salir o avisar a nadie… hasta que saltaban las alarmas.

Sin embargo, había algo en aquel sujeto que no terminaba de comprender. Su proximidad resultaba mareante. Extraña. Y me inquietaba -no poco- que supiera mi nombre y lo repitiera cada vez que le hacía una pregunta.

Cuando cae atreví a enfocarlo con mis luces, descubrí a un varón alto, joven, de tez morena y mirada clara, de aspecto algo oriental, con un pequeño tatuaje en forma de serpiente bajo el ojo derecho y un gesto de infinita gravedad. Tendría más o menos mi estatura y era de complexión atlética. Diría que había algo marcial en su porte. Atractivo, incluso.

– Lo siento. -Me encogí de hombros, mientras terminaba de examinarlo-. No puede estar aquí. Debe irse.

Pero aquellas órdenes tampoco surtieron efecto alguno.

– ¿Ju-lia Ál-varez? -repitió por cuarta vez.

Era una situación embarazosa. Sin perder la calma, traté de indicarle el camino hacia mi laboratorio y de ahí, con suerte, podría guiarlo hasta la calle. Señalé al suelo para que recogiera sus cosas y me siguiera, pero al parecer sólo logré ponerlo nervioso.

– Vamos. Acompáñeme -dije tomándole del brazo.

Fue un error.

El joven se sacudió como si lo hubiera agredido y se aferró a su bolsa negra dando un grito. Algo que sonó a «¡Amrak!» y que me puso los pelos de punta.

En ese momento me asaltó una duda temible. ¿Llevaba algún objeto robado en la bolsa? La perspectiva me aterró. ¿Algo valioso…? ¿Del tesoro de la catedral, tal vez? Y, en ese caso, ¿cómo se suponía que debía actuar?

– Tranquilícese. Está bien -dije extrayendo el móvil del bolso y mostrándoselo-. Voy a pedir ayuda para que nos saquen de aquí. ¿Me comprende?

El hombre contuvo la respiración. Parecía un animal acorralado.

– ¿Juli-a Álva-rez…? -repitió.

– No va a pasarle nada -lo ignoré-. Voy a marcar el número de emergencias… ¿Ve? Enseguida estará usted fuera de aquí.

Pero al cabo de unos segundos, el maldito teléfono aún no había logrado establecer su conexión.

Lo intenté una segunda vez. Y una tercera. Y en ninguna de las ocasiones obtuve resultado. Aquel tipo me observaba con rostro asustadizo, abrazado a su bolsa, pero al cuarto intento, y sin moverse de donde estaba, la dejó en el pavimento y la señaló para que me fijara en ella.

– ¿Qué es? -pregunté.

Y el intruso, que por segunda vez dijo algo que no era mi nombre, sonrió antes de articular la respuesta más extemporánea que podía esperar. Otro nombre. Uno que, por cierto, conocía muy bien:

– Mar-tin Faber.

Capítulo 4

A sólo unos metros de allí, dos vehículos de la policía local de Santiago, acompañados por una furgoneta de la Guardia Civil y una autobomba para la extinción de incendios, entraban a toda velocidad en la Quintana dos Mortos. Habían ascendido por la calle Fonseca guiados por las indicaciones de otra patrulla que, en ese momento, vigilaba la evolución de las luces dentro de la catedral. Al parecer, habían recibido un aviso de fuego desde el hostal de los Reyes Católicos y el operativo de emergencia estaba desperezándose como un oso al que le costara salir de su letargo.

– No parece fuego, inspector Figueiras -masculló el agente que llevaba un par de minutos frente a la puerta de Platerías, calándose hasta los huesos, sin perder de vista la cubierta del templo.

El inspector, un tipo rudo endurecido en la lucha contra el narcotráfico en las rías gallegas, lo miró suspicaz. Había pocas cosas que lo fastidiaran más que estar bajo un aguacero con las gafas llenas de salpicaduras. Su humor era de perros.

– ¿Y cómo ha llegado a esa conclusión, agente?

– Llevo un rato apostado aquí, señor, y aún no he visto humo. Además -añadió confidente-, no huele a quemado. Y, como sabe, la catedral está llena de materiales combustibles.

– ¿Han avisado al obispado?

Antonio Figueiras hizo aquella observación con fastidio. Odiaba tener que vérselas con la curia.

– Sí, señor. Vienen de camino. Pero nos han advertido que los conservadores suelen hacer horas extras, y las luces podrían ser de ellos. ¿Quiere que entremos?

Figueiras titubeó. Si su hombre tenía razón y no había otro indicio de fuego más que los brillos que se reflejaban de tarde en tarde en las ventanas, entrar por la fuerza sólo les traería problemas. «Comisario comunista profana la catedral de Santiago.» Casi podía ver los titulares de La Voz de Galicia del día siguiente. Por fortuna, antes de tomar su decisión, un tercer individuo vestido con uniforme azul ignífugo se les aproximó solícito.

– ¿Y bien?-lo recibió Figueiras-. ¿Qué dicen los bomberos?

– Su hombre tiene razón, inspector. No parece que sea un incendio. -El suboficial jefe de bomberos, un tipo resuelto, de cejas pobladas y mirada felina, compartió su diagnóstico con profesionalidad-. Las alarmas antiincendios no se han disparado, y las revisamos hace apenas un mes.

– ¿Entonces?

– Seguramente se trata de un fallo en el suministro eléctrico. Desde hace media hora, la red de esta zona está sobrecargada.

Aquella información lo intrigó.

– ¿Y por qué nadie me ha dicho nada de eso?

– Pensé que lo habría deducido usted mismo -dijo el bombero, sin acritud, señalando a su alrededor-. La iluminación de la calle lleva un buen rato apagada, inspector. Sólo hay luz en los edificios que cuentan con un generador eléctrico de emergencia, y la catedral es uno de ellos.

Antonio Figueiras se quitó las gafas para secarlas con una gamuza mientras farfullaba un improperio. Habían quedado en evidencia sus adormiladas dotes de observación. Entonces levantó la vista, se ajustó las lentes y vio que la plaza, en efecto, apenas se alumbraba por los focos de sus propios vehículos. No había ni una sola luz encendida en las casas vecinas, y sólo junto a la torre del reloj emergían esos desconcertantes destellos. Carecían de ritmo. Eran casi como relámpagos de una tormenta.

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