Aquel lugar se le antojaba a Bond una mezcla de localidad turística barata y centro de vacaciones de lujo, con zonas de gran belleza para gente rica. Hacía mucho calor, las palmeras se movían impulsadas por una suave brisa y había gran cantidad de casas de madera muy bien cuidadas, con patios y jardines llenos de vistosas plantas tropicales. Sin embargo, las casas bien cuidadas alternaban con vertederos de basuras. Las aceras estaban muy bien conservadas en una calle y, en otra, aparecían rotas y agrietadas, o eran prácticamente inexistentes.
En un cruce, tuvieron que aguardar ante el paso de un tren de singular aspecto, formado por una especie de locomotora de ferrocarril acoplada a un jeep con motor diesel que tiraba de una serie de jardineras llenas de gente bajo unos toldos a rayas.
– El tren de la Caracola -les explicó Sukie-. Así es como les enseñan Cayo Oeste a los turistas.
Bond oyó al conductor, vestido con un mono azul y tocado con una gorra, recitar una letanía sobre los lugares dignos de interés y su historia mientras el tren recorría la isla.
Al fin, enfilaron una larga calle de edificios construidos en madera y hormigón en la que sólo parecía haber joyerías, tiendas que vendían recuerdos turísticos y objetos de arte, mezcladas con restaurantes de lujo.
– Duval -anunció Sukie-. Baja directamente hasta el mar…, hasta nuestro hotel, en realidad. De noche, es maravilloso. Allí están los célebres almacenes Fast Buck Freddie's. Y allí está Antonia's, un extraordinario restaurante italiano. El Sloppy Joe's Bar era el local predilecto de Hemingway cuando vivía aquí.
Aunque Bond no hubiera leído Tener y no tener, ahora le hubiera sido imposible ignorar que Hemingway había vivido en Cayo Oeste. Había camisetas y dibujos que reproducían su rostro por doquier y el Sloppy Joe's Bar lo proclamaba a los cuatro vientos no sólo desde el rótulo, sino también por medio de una frase pintada en grandes caracteres en la pared.
Al llegar al final de la calle Duval, Bond vio lo que buscaba a dos pasos del hotel.
– Ya te hemos registrado y tienes el equipaje en tu suite -le dijo Nannie mientras aparcaba el vehículo. Cruzaron la zona principal de recepción decorada con mobiliario de bambú y un patio cerrado con una fuente rodeada de flores alrededor de una estatua de gran tamaño de una mujer desnuda. En el techo, unos grandes ventiladores daban silenciosamente vueltas y difundían una corriente de aire fresco.
Bond siguió a las chicas a lo largo de un pasillo y salió con ellas a un jardín de tortuosos senderos bordeados de flores y que tenía una piscina cubierta a la izquierda. Más allá, se podían ver bares y restaurantes construidos en madera y bambú junto a una pequeña playa. El embarcadero que daba nombre al hotel se proyectaba sobre el agua mediante unos grandes pilotes de madera.
El edificio se había construido, al parecer, en forma de U, y los jardines y la piscina se hallaban en el centro. Volvieron a entrar en el hotel junto al extremo más alejado de la piscina y tomaron el ascensor hasta el piso en el que se encontraban sus dos suites.
– Nosotras compartimos una -dijo Sukie, introduciendo su llave en una de las cerraduras-. Pero tú estás aquí al lado, James, por si necesitaras algo.
Por primera vez desde que se conocían, Bond creyó detectar una invitación en la voz de Sukie. En los ojos de Nannie vio un inequívoco destello de cólera. ¿y si ambas estuvieran compitiendo por él?
– ¿Cuál es el plan? -preguntó Nannie con cierta aspereza.
– ¿Desde dónde se puede admirar mejor esta increíble puesta de sol? -preguntó Bond.
– Desde el muelle situado frente al bar Havana Docks, o eso me han dicho por lo menos -contestó Sukie sonriendo.
– ¿A qué hora?
– Hacia las seis.
– ¿Está el bar en el hotel?
– Allí mismo -dijo Sukie, señalando más o menos la dirección por la que habían venido-. Sobre los restaurantes, mirando hacia el mar.
– Pues me reuniré allí con vosotras a las seis.
Bond esbozó una sonrisa, introdujo la llave en la cerradura y entró en una suite no muy lujosa, pero sí agradable y funcional.
Las dos carteras de documentos se encontraban en el centro de la estancia, así como la maleta plegable Samsonite. Bond tardó menos de diez minutos en deshacer el equipaje. Se sintió mejor cuando tuvo la ASP oculta bajo la chaqueta y la varilla en el cinto.
Estudió cuidadosamente las habitaciones, comprobó la seguridad de los pestillos de las ventanas y a continuación abrió con sigilo la puerta. El pasillo estaba desierto. Cerró en silencio, se dirigió rápidamente al ascensor y bajó al jardín, utilizando, para ir al aparcamiento, una entrada que había visto al pasar. Fuera hacía calor y humedad.
Al otro lado del aparcamiento había un achaparrado edificio llamado Pier House Market, que tenía accesos tanto desde el hotel como desde Front Street. Bond lo atravesó, deteniéndose brevemente para echar un vistazo a la fruta y la carne, y, al salir a Front Street, giró a la derecha y cruzó la calzada llena de baches hasta llegar a la esquina de la calle Duval. Pasó ante la tienda que deseaba visitar y se compró unos vaqueros descoloridos, una camiseta sin frases de mal gusto y un par de mocasines. Eligió también una corta chaqueta de lino muy cara. En su profesión, una chaqueta o un blusón eran siempre necesarios para ocultar la quincallería.
Salió de la tienda y regresó al lugar que había visto desde el automóvil. En la acera, junto a la entrada, tenía un maniquí enfundado en una escafandra. El rótulo decía: «El Emporio del Saqueador de Arrecifes». Un barbudo dependiente trató de venderle una excursión de tres horas y media en un barco que se dedicaba al submarinismo, llamado, como era de esperar, Saqueador de Arrecifes II , pero Bond dijo que no le interesaba.
– El capitán Jack conoce los mejores lugares para practicar el submarinismo que hay en el arrecife -insistió el dependiente sin entusiasmo.
– Quiero un traje impermeable, una máscara de inmersión, una navaja, unas aletas y una linterna subacuática. Y necesitaré también una bolsa de bandolera para llevarlo -dijo Bond con firmeza.
El dependiente le miró, calculó la talla bajo el ligero traje y vio la dura mirada de los gélidos ojos azules del agente.
– Sí, señor. Ahora mismo -dijo, acompañándole a la parte de atrás-. Le va a costar un riñón, pero se nota que es usted un entendido.
– Exacto -contestó Bond en un leve susurro.
– Exacto -repitió el dependiente, vestido como un viejo lobo de mar, con camiseta a rayas y pantalones vaqueros.
Llevaba en el lóbulo de la oreja un arete que más parecía de pirata que de hombre preocupado por las tendencias de la moda. Volvió a mirar a Bond de soslayo y empezó a reunir el equipo que éste le había pedido. Bond tardó más de un cuarto de hora en seleccionarlo. Después, añadió a sus compras una bolsa impermeable con cremallera y pagó con su tarjeta Platinum Amex, a nombre de James Boldman.
– Creo que tendré que hacer una comprobación, míster Boldman.
– No hay por qué y usted lo sabe -dijo Bond, mirándole con ojos glaciales-. Pero, si va usted a hacer una llamada telefónica, quiero estar a su lado. ¿De acuerdo?
– De acuerdo, de acuerdo… -repitió el pirata, acompañando a Bond a un despachito que había en la trastienda-. Si, señor.
Tomó el teléfono y marcó el número de la Amex. La tarjeta fue aprobada en cuestión de segundos. Fueron necesarios diez minutos para meter todas las cosas en la bolsa. Al salir, Bond acercó la boca a la oreja de la que pendía el arete.
– Óigame bien -dijo-. Soy un forastero en esta ciudad, pero ahora usted ya conoce mi nombre.
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