– De suerte, no -dijo Bond, apretando los dientes-. Teníamos mesa reservada. Usted se limita a darnos nuestra mesa.
– Pues claro, señor.
Les acompañaron a una mesa colocada en un rincón de un agradable salón decorado en tonos blancos. Bond se sentó de espalda a la pared para poder ver la entrada. Los manteles eran de papel y había paquetes de lápices de colores junto a cada plato. Bond empezó a dibujar una calavera y unas tibias cruzadas. Nannie dibujó algo ligeramente obsceno en color rojo.
– No he visto a nadie -dijo, inclinándose hacia adelante-. ¿Nos vigilan?
– Ya lo creo -contestó Bond, esbozando una sonrisa mientras abría el menú-. Hay dos, uno en cada acera de la calle. Y puede que tres. ¿Has visto al hombre de la camisa amarilla y los vaqueros, alto, de raza negra y con muchos anillos en los dedos? El otro es bajito, viste pantalones oscuros, camisa blanca y tiene un tatuaje en el brazo izquierdo… Me ha parecido una sirena haciendo guarradas con un pez espada. Ahora está en la acera de enfrente.
– Ya los he visto -dijo Nannie, concentrándose en el menú.
– ¿Dónde está el tercero? -preguntó Sukie.
– En un viejo Buick azul. Un tipo corpulento al volante que se paseaba arriba y abajo de la calle. Otras personas lo hacen también, pero él era el único que no parecía interesarse por la gente que circulaba por las aceras. Yo creo que debe ser el de apoyo. Mucho cuidado con ellos.
Apareció el camarero y los tres eligieron sopa de mariscos, ensalada de ternera Thai y un inevitable pastel de lima del Cayo, todo ello regado con un champán de California que ofendió ligeramente el paladar de Bond. Hablaron sin cesar, pero sin referirse para nada a sus planes.
Al salir a la calle, Bond aconsejó a las chicas que tuvieran cuidado.
– Os quiero a las dos aquí a bordo, y sin que nadie os pise los talones, a la una en punto.
Mientras se dirigían hacia el oeste en dirección al cruce de Front Street, el hombre de la camisa amarilla les siguió a cierta distancia desde la otra acera. El del brazo tatuado permitió que le adelantaran, les dio alcance y dejó que volvieran a adelantarle antes de regresar al Pier House. El Buick azul pasó dos veces por su lado y ahora se encontraba estacionado delante de la Lobster House, casi frente a la entrada principal del hotel.
– Nos tienen bien vigilados -musitó Bond mientras cruzaban la calle y subían por la calzaba que conducía a la puerta del hotel. Allí se despidieron en forma ostensible.
Bond no quería correr ningún riesgo. En cuanto volvió a su habitación, comprobó el estado de las trampas que había tendido. Los fragmentos de palillos de cerillas aún estaban encajados en las puertas de los armarios y los hilos de los cajones no se habían roto. Las maletas también estaban intactas. Eran las diez y media, hora de empezar a moverse. No sabía si el equipo de vigilancia de ESPECTRO esperaba que alguien intentara hacer algo en las primeras horas. No reveló a sus compañeras que aquella tarde, se había guardado las demás cartas del Prospero en la chaqueta antes de abandonar la embarcación. Ahora las desplegó sobre la redonda mesa de cristal del salón, empezó a estudiar la ruta entre Garrison Bight y la isla del Tiburón e hizo varias anotaciones. Una vez debidamente orientado, examinó de qué forma podría acercarse a una distancia prudencial de la isla y empezó a vestirse para la operación.
Se quitó la camiseta y sacó de la maleta un fino jersey de algodón negro de cuello cisne. Sustituyó los vaqueros por unos pantalones negros que siempre llevaba consigo. Después, tomó el ancho cinturón que tan útil le fuera cuando Der Haken le encerró en Salzburgo. Sacó la caja de herramientas de la Rama Q y desparramó el contenido sobre la mesa. Comprobó el estado de las pequeñas cargas explosivas y sus conexiones eléctricas, y sacó del doble fondo de la segunda cartera cuatro paquetitos de explosivo de plástico de tamaño no superior al de un chicle. En los bolsillos interiores del cinturón guardó cuatro trozos de mecha, un poco de hilo eléctrico, media docena de pequeños detonadores, una minúscula linterna, no más grande que el filtro de un cigarrillo… y otro importantísimo elemento.
En su conjunto, aquellos explosivos no podían provocar la voladura de un edificio pero podían ser útiles para abrir cerraduras y hacer saltar bisagras. Se puso el cinturón, pasándolo por las presillas de los pantalones, y luego abrió la bolsa que contenía el traje impermeable y el equipo de inmersión. Se puso el traje con cierta dificultad y se colocó el cuchillo en la parte interior del cinturón. Guardó la ASP, dos cargadores de repuesto, las cartas y la varilla en el bolsillo impermeable cosido al cinturón. En la bolsa llevaba las aletas, la máscara, la linterna subacuática y el tubo para respirar.
Abandonó la suite, pero se quedó en el hotel todo el rato que pudo. Los bares, el restaurante y la improvisada pista de baile estaban todavía muy animados cuando, por fin, salió por una puerta que daba al mar.
Agachándose de espaldas a la pared, Bond abrió la cremallera de la bolsa, sacó las aletas y se dirigió muy despacio hacia el agua. La música y las risas sonaban con fuerza a su espalda cuando se encaramó a las rocas que marcaban el límite derecho de la playa privada del hotel. Sacó la máscara, se la puso y conectó el tubo. Tomó la linterna, se adentró en el agua y empezó a nadar alrededor de la valía metálica que protegía a los bañistas de los tiburones. Tardó unos diez minutos en encontrar los gruesos pilotes de madera que sostenían la terraza del bar Havana Docks, pero sólo emergió a la superficie cuando se encontraba a unos dos metros de la lancha motora amarrada.
El ruido que hizo al subir a bordo quedó amortiguado por los rumores del hotel. Una vez en el interior de la pequeña embarcación, estudió el depósito de combustible con la linterna. El personal del hotel era muy eficiente y el depósito estaba lleno con vistas al trabajo del día siguiente.
Soltó amarras y utilizó las manos para alejarse de debajo del embarcadero. Después, dejó la embarcación a la deriva, guiándola ocasionalmente con la palma de la mano sobre el agua para dirigirse al norte, hacia el golfo de México, y pasó en silencio por delante del embarcadero de la Standard Oil.
La embarcación ya se encontraba aproximadamente a un kilómetro y medio de distancia de la orilla cuando Bond encendió las luces de fondeo. Se dirigió a popa para preparar y encender el motor. Este se puso en marcha a la primera y Bond tuvo que correr a proa, situarse inmediatamente detrás del timón y poner una mano en la válvula. La abrió, echó un vistazo a la pequeña esfera luminosa del compás, y dio en silencio las gracias al hotel Pier House por lo bien que cuidaba la embarcación.
Al cabo de unos minutos, mientras navegaba bordeando la costa, se sacó del bolsillo las cartas de navegación para establecer su primer punto de posición. No podía correr el riesgo de navegar a la máxima velocidad de la lancha. La noche era muy clara y brillaba la luna, pero Bond tenía que forzar la vista para poder ver las oscuras aguas que tenía delante. Vio el punto de salida de Garrison Bight y empezó a navegar con cuidado por entre los traicioneros bancos de arena; de vez en cuando notaba que la embarcación los rozaba. Veinte minutos más tarde, dejó atrás el arrecife y puso rumbo a la isla del Tiburón.
Pasaron veinte minutos antes de que vislumbrara las primeras luces. Entonces, apagó el motor y se dejó llevar por la corriente hacia la orilla. La alargada franja de tierra se recortaba contra el horizonte, y las luces de los edificios parpadeaban a través de los árboles. Bond se levantó, se puso la máscara, tomó la linterna y, por segunda vez aquella noche, se zambulló en el mar.
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