John Gardner - Nadie Vive Enternamente

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Durante años, May, el ama de llaves escocesa de James Bond, ha sido la única constante de su agitada existencia. Pero May tiene gravemente dañado el pulmón izquierdo, lo cual provoca en el superagente un paroxismo de preocupación casi filial. Primero un gran especialista londinense y luego la convalecencia en una carísima clínica alemana tranquilizan la conciencia de Bond, pero no consiguen acallar la cáustica lengua del ama de llaves. Bond ha sido advertido de que, en caso de negarse a “colaborar”, la mujer corre el peligro de no celebrar su próximo cumpleaños.
Un incidente en el transbordador del Canal de la Mancha -cuando el buque permanece detenido mientras se busca a un par de jóvenes que, al parecer, han caído por la borda- pone inexplicablemente nervioso al famoso superagente. Y pocas horas después de su desembarco en un puerto belga, se produce el primer movimiento de un desconcertante y mortífero juego del gato y el ratón, en el que la presa es precisamente James Bond. ¿Cuál podrá ser el objetivo de la venganza personal tramada por un atacante que Bond no logra identificar?
Nunca los mecanismos de defensa del superagente 007 han sido sometidos a más dura prueba que en el momento en que comprende que se ha puesto precio a su cabeza…

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– Ojo por ojo, míster Bond -dijo la cascada voz de Rahani-. Aparte el hecho de que ESPECTRO le quería muerto desde hace más años de lo que usted y yo quisiéramos recordar, yo tenía una cuenta personal que saldar con usted.

– Me alegro de verle en tan mal estado -dijo Bond con frío desprecio.

– ¡Ya! Pues, sí, Bond -graznó Rahani-. La última vez que nos vimos, usted me obligó a saltar para salvar el pellejo. El defectuoso aterrizaje me lesionó la columna y desencadenó la enfermedad incurable que me está llevando a la muerte. Puesto que usted provocó la caída de los anteriores dirigentes de ESPECTRO y diezmó la familia Blofeld, considero ahora un deber, e incluso un privilegio personal, borrarle de la faz de la tierra… De ahí el pequeño concurso -cada palabra le cansaba y suponía para él un esfuerzo sobrehumano-. Un concurso que era un juego en el que nosotros llevábamos todas las de ganar, ya que miss Norrich es una experta y habilísima operadora.

– Y usted manipuló a otros contendientes -dijo Bond, frunciendo el ceño-. Me refiero al secuestro. Confío en que…

– Ah, la deliciosa dama escocesa y la célebre miss Moneypenny. ¿En qué confía?

– Creo que ya ha hablado suficiente, coronel -dijo el doctor McConnell, acercándose un poco más a la cama.

– No…, no… -replicó Rahani casi en un susurro-. Quiero verle abandonar este mundo antes de que yo me vaya.

– Y así será, coronel -dijo el médico, inclinándose sobre la cama-. Pero primero tendrá que descansar un poco.

– Dice usted que confía… -añadió Rahani, tratando de seguir hablando con Bond.

– Confío en que ambas damas estén sanas y salvas y en que, por una vez, ESPECTRO actúe honradamente y se encargue de que sean devueltas a cambio de mi cabeza.

– Ambas se encuentran aquí. Sanas y salvas. Serán liberadas tan pronto como su cabeza sea separada del cuerpo.

Rahani pareció encogerse todavía más en cuanto hundió la cabeza en las almohadas. Por un instante, Bond recordó la última vez que viera a aquel hombre sobre el lago suizo, fuerte, duro y orgulloso, pero saltando de una avioneta para huir de la victoria de su enemigo.

El médico se volvió a mirar a los matones.

– ¿Está todo listo? ¿Para la…, mmm…, la ejecución?

Ni siquiera miró a Bond.

– Llevamos mucho tiempo preparados -contestó el rubio, sonriendo de oreja a oreja-. Todo está en orden.

– Me temo que al coronel ya no le queda mucho tiempo -dijo el médico, asintiendo-. Un día o dos tal vez. Ahora tengo que administrarle el medicamento y dormirá unas tres horas. ¿Lo podrían hacer entonces?

– Cuando usted quiera -contestó el calvo, mirando fríamente a Bond. Sus crueles ojos eran del color del granito.

El médico le hizo una seña a la enfermera y ésta empezó a preparar la inyección.

– Denle una hora al coronel para que no le moleste el traslado. Al cabo de este tiempo, podrán trasladar la cama a…, ¿cómo la llaman ustedes?, ¿la cámara de la ejecución?

– Es un nombre tan bueno como cualquier otro -dijo el rubio-. ¿Quiere que le acompañemos arriba? -preguntó, dirigiéndose a Nannie.

– Como le toquéis, sois hombres muertos. Conozco el camino. Me basta conque me deis las llaves.

– Tengo una petición que hacer -dijo Bond con voz firme e incluso autoritaria a pesar del miedo que sentía.

– ¿Sí? ¿De qué se trata? -preguntó Nannie con cierto recelo.

– Sé que eso no cambiará las cosas, pero me gustaría estar seguro en lo que respecta a May y Moneypenny.

Nannie miró a los dos hombres armados y el rubio asintió, diciendo:

– Se encuentran en las otras dos celdas. Al lado de la celda de la muerte. ¿Podrá arreglárselas usted sola? ¿Está segura?

– Yo le traje aquí, ¿no? Como se ponga pesado, le arranco las piernas. Después, el doctor ya le hará un remiendo con vistas a la cabezotomía .

Desde la cama en la que estaba administrando la inyección, McConnell soltó una gutural carcajada.

– Me gusta, miss Norrich… Cabezotomía me gusta mucho.

– Lo cual es mucho más de lo que yo puedo decir -terció Bond fríamente.

En su fuero interno, ya estaba haciendo cálculos. Las matemáticas de la huida

– Si quieres una cabeza, pídesela a Nannie, ¿eh? -dijo el médico, soltando otra risotada.

– Vamos -dijo Nannie, casi empujando a Bond con el cañón de la Uzi-. Manos arriba, dedos entrelazados, brazos estirados. Dirígete hacia la puerta. En marcha.

Bond franqueó la puerta y se encontró en un pasillo curvo que tenía una mullida alfombra y paredes pintadas de azul celeste. Dedujo que el pasillo rodeaba todo el piso y probablemente debía ser idéntico a los de los pisos superiores. A pesar de ser externamente una pirámide, la enorme casa de la isla del Tiburón tenía, al parecer, un núcleo circular.

A lo largo del pasillo y a intervalos regulares había unas hornacinas de estilo normando, cada una de ellas con un objet d'art o un cuadro. Bond reconoció por lo menos dos Picabia, un Duchamp, un Dalí y un Jackson Pollock. Era lógico, pensó, que ESPECTRO invirtiera en pintores surrealistas.

Llegaron a unas puertas de ascensor de acero pulido, curvadas para adaptarse a la forma del pasillo. Nannie volvió a ordenarle a Bond que apoyara las manos en la pared mientras ella llamaba el ascensor. Este llegó sin hacer el menor ruido y las puertas se abrieron automáticamente. Todo se había construido de tal forma que reinara en la casa un silencio constante. Nannie hizo pasar al agente al interior del camarín circular. Se cerraron las puertas y, aunque Bond vio a Nannie pulsar el botón del segundo piso, no hubiera podido decir si subían o bajaban. Al cabo de unos segundos, se volvieron a abrir las puertas, esta vez a un pasillo muy distinto: completamente vacío, con paredes de ladrillo y un pavimento de baldosas que absorbía el sonido de las pisadas. El curvo pasillo estaba cerrado por ambos extremos.

– La zona de detención -le explicó Nannie-. ¿Quieres ver a las rehenes? Bueno, pues, muévete hacia la izquierda.

Se detuvieron ante una puerta que hubiera podido pertenecer a un decorado cinematográfico, construida en metal negro, con una cerradura de seguridad y una minúscula mirilla. Nannie le hizo una seña con la Uzi.

A juzgar por lo que podía verse, el interior parecía un dormitorio bastante cómodo, aunque un poco espartano. May dormía en la cama con rostro sereno y su pecho subía y bajaba con regularidad.

– Tengo entendido que les administran sedantes -dijo Nannie con cierto asomo de compasión-. Bastan uno o dos segundos para que se despierten del todo a la hora de las comidas.

A continuación, Nannie le acompañó a una estancia parecida en la que Bond vio a Moneypenny, durmiendo tranquilamente en una cama semejante a la de May.

Bond se apartó de la mirilla y asintió en silencio.

– Ahora te acompañaré al lugar de tu último descanso, James.

No había el menor matiz de compasión en la voz de Nannie. Desandaron el camino y esta vez se detuvieron no ante una puerta, sino ante un panel electrónico empotrado en la pared. Nannie volvió a ordenarle que apoyara las manos en la pared mientras ella pulsaba los botones numerados del código. Una parte de la pared se deslizó hacia atrás y Nannie le indicó que entrara.

A Bond se le revolvió el estómago al entrar en aquella espaciosa sala vacía, con una hilera de cómodos sillones parecidos a los asientos de un teatro, adosados a una pared. Había una mesa de operaciones y una camilla de hospital, pero la pieza central de la estancia, iluminada desde arriba por medio de unos potentes reflectores, era una guillotina auténtica.

Era más pequeña de lo que Bond esperaba, debido probablemente a que las películas sobre la Revolución francesa filmaban el instrumento desde un ángulo muy bajo mientras la hoja bajaba entre dos altos pilares acanalados. Aquel instrumento tenía apenas dos metros de altura y parecía una simple reproducción de todas las representaciones de Hollywood que él había visto.

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