– Claro -dijo el pirata, mirándole desconcertado.
– Si alguien más supiera que he estado aquí aparte de usted, la Amex y yo, volveré, le cortaré este anillo de la oreja y haré lo mismo con su nariz y otro órgano más vital -bajó la mano cerrada en puño hasta el nivel de la bragadura del pirata-. ¿Me ha comprendido usted? Hablo en serio.
– Ya he olvidado su nombre, míster… hum…, míster…
– Dejémoslo así -dijo Bond, dirigiéndose hacia la puerta.
Luego, regresó al hotel, abriéndose paso por entre la gente que abarrotaba la calle y, una vez en la suite, sacó el CC-500 de la cartera, lo aplicó al teléfono y efectuó una rápida llamada a Londres. No esperó la respuesta, sino que se limitó a darles su localización exacta, y a decirles que volvería a ponerse en contacto con ellos en cuanto terminara la operación.
– Se hunde esta noche -dijo-. Si no me pongo en contacto dentro de cuarenta y ocho horas, busquen la isla del Tiburón, en las inmediaciones de Cayo Oeste. Repito, se hunde esta noche.
La frase resultaba muy apropiada, pensó, mientras se ponía la ropa que acababa de comprar. Con la ASP y la varilla colocadas en sus lugares correspondientes, ya no se sentía desnudo. Al mirarse al espejo, le pareció que estaría muy a tono con el ambiente turístico.
– Se hunde esta noche -dijo para sus adentros.
Tras lo cual, se fue al bar Havana Docks.
La terraza del Havana Docks, del hotel Pier House, está hecha de tablas de madera levantadas a distintos niveles, y las mesas y las sillas están dispuestas de forma que los clientes tengan la sensación de encontrarse a bordo de un barco fondeado en el muelle. A lo largo de la sólida baranda de madera, hay unas farolas de globo. Es, probablemente, el mejor punto de Cayo Oeste para contemplar la puesta de sol.
La terraza se hallaba abarrotada de gente y se escuchaba el suave murmullo de las conversaciones. Las farolas encendidas habían atraído enjambres de insectos alrededor de los globos de cristal. Alguien interpretaba al piano Mood Indigo. Muchos turistas estaban deseosos de captar con sus cámaras la puesta de sol.
El azul del cielo se intensificó mientras las lanchas rápidas pasaban velozmente por delante del hotel y una avioneta describía un amplio círculo con las luces intermitentes encendidas. A la izquierda, en la Mallory Square que mira directamente al océano, los prestidigitadores, malabaristas, devoradores de fuego y acróbatas llevaban a cabo sus números rodeados por la gente. Todas las noches ocurría lo mismo, y era como una celebración del término de la jornada y una anticipación de los placeres que la noche podía traer consigo.
James Bond se sentó a una mesa y contempló el mar, con la mirada perdida más allá de los montículos verde oscuro de las islas Tank y Wisteria. Si hubiera tenido un mínimo de sentido común, a aquella hora ya se hubiera largado a bordo de un barco o un avión. Tenía plena conciencia de los peligros que coma. Estaba seguro de que Tarquin Rainey era Tamil Rahani, el sucesor de Blofeld, y de que aquella podía ser su última oportunidad de aplastar a ESPECTRO de una vez por todas.
– ¿No os parece precioso? -dijo Sukie muy contenta-. Desde luego, no hay nada igual en el mundo.
No estaba muy claro si se refería a las enormes gambas con salsa picante que se estaban comiendo acompañadas de daiquiris Calypso, o bien al panorama.
El sol pareció aumentar de tamaño mientras empezaba a ocultarse por detrás de la isla Wisteria, tiñendo el cielo de color rojo sangre.
Por encima de ellos, un helicóptero de la aduana norteamericana describió una trayectoria de sur a norte; sus luces verdes y rojas parpadearon mientras efectuaba una vuelta para dirigirse a la base aérea de la marina. Bond se preguntó si ESPECTRO se habría mezclado en el tráfico de narcóticos que se introducía en los Estados Unidos, pasando por determinadas zonas aisladas de los cayos de Florida para su posterior distribución en el país. Tanto la marina como la aduana ejercían una estrecha vigilancia sobre lugares como Cayo Oeste.
La gente prorrumpió en vítores, repetidos como un eco por la muchedumbre que llenaba Mallory Square, cuando el sol se hundió finalmente en el mar, dejando el cielo pintado de escarlata durante un par de minutos antes de que sobreviniera la aterciopelada oscuridad por la noche.
– Y ahora, ¿qué hacemos, James? -preguntó Nannie casi en un susurro.
Los tres permanecían sentados con las cabezas inclinadas sobre los platos de mariscos.
Bond les contestó que, por lo menos hasta la medianoche, deberían dejarse ver por la ciudad.
– Pasearemos por ahí, cenaremos en alguna parte y luego regresaremos al hotel. Después, quiero que cada uno de nosotros se vaya por separado. No utilicéis el automóvil y aseguraos de que nadie os sigue. Nannie, tú estás adiestrada en estas cosas y puedes explicarle a Sukie la mejor manera de no despertar sospechas. Yo tengo mis propios planes. Lo más importante es nuestra cita en Garrison Bight a bordo del Prospero aproximadamente a la una de la madrugada. ¿De acuerdo?
– Y después, ¿qué? -preguntó Nannie, frunciendo el ceño con expresión preocupada,
– ¿Ha examinado Sukie las cartas?
– Sí, y no es nada fácil navegar de noche por estas aguas -dijo Sukie-. Pero me lo tomaré como un reto. Los bancos de arena no están bien indicados y, de momento, necesitaremos un poco de luz. Después, cuando hayamos superado el arrecife, ya no será tan difícil.
– Tú déjame a un par de kilómetros de la isla -dijo Bond en tono autoritario, mirándola directamente a los ojos.
Se terminaron las copas y se levantaron para marcharse. Al llegar a la puerta del bar, Bond se detuvo y pidió a sus acompañantes que esperaran un instante. A continuación regresó a la barandilla y miró hacia el mar. Antes había visto la pequeña lancha motora del hotel, navegando cerca de la orilla. Aún estaba allí, amarrada entre los pilotes de madera del embarcadero. Sonriendo para sus adentros, Bond se reunió con Sukie y Nannie y entró con ellas en el bar donde el pianista estaba tocando Embrujada. En la playa se había improvisado una pequeña pista de baile y un conjunto musical integrado por tres hombres interpretaba pegadizas melodías. Los caminos se habían iluminado con farolillos y la gente nadaba y se zambullía en la piscina iluminada, riéndose alegremente.
Pasearon por Duval tomados del brazo -una muchacha a cada lado de Bond-, contemplando los escaparates y los restaurantes, todos ellos llenos aparentemente hasta el tope. Delante de la iglesia de piedra gris, la gente contemplaba la actuación de media docena de jóvenes que bailaban break al ritmo de una música ensordecedora frente a los almacenes Fast Buck Freddie's.
Por fin, volvieron sobre sus pasos y se encontraron frente al Claire, un restaurante que estaba abarrotado de gente y parecía excepcionalmente bueno. Se acercaron al maître, de pie junto a un alto mostrador en el jardincillo que daba acceso al salón principal.
– Boldman -le dijo Bond-. Reserva para tres. A las ocho en punto.
– El maitre consultó el libro, pareció turbarse y preguntó cuándo se había hecho la reserva.
– Anoche -contestó Bond sin vacilar.
– Tiene que haber habido un error, míster Boldman… -contestó el desconcertado individuo con excesiva firmeza para el gusto de Bond.
– Reservé la mesa especialmente. Es la única noche que tenemos libre esta semana. Hablé anoche con un joven y éste me garantizó que tendría la mesa.
– Un momento, señor -el maitre entró en el restaurante y empezó a discutir, muy nervioso, con uno de los camareros. Al fin, volvió a salir esbozando una sonrisa-. Está usted de suerte, señor. Hemos tenido una inesperada anulación…
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