John Gardner - Nadie Vive Enternamente

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Durante años, May, el ama de llaves escocesa de James Bond, ha sido la única constante de su agitada existencia. Pero May tiene gravemente dañado el pulmón izquierdo, lo cual provoca en el superagente un paroxismo de preocupación casi filial. Primero un gran especialista londinense y luego la convalecencia en una carísima clínica alemana tranquilizan la conciencia de Bond, pero no consiguen acallar la cáustica lengua del ama de llaves. Bond ha sido advertido de que, en caso de negarse a “colaborar”, la mujer corre el peligro de no celebrar su próximo cumpleaños.
Un incidente en el transbordador del Canal de la Mancha -cuando el buque permanece detenido mientras se busca a un par de jóvenes que, al parecer, han caído por la borda- pone inexplicablemente nervioso al famoso superagente. Y pocas horas después de su desembarco en un puerto belga, se produce el primer movimiento de un desconcertante y mortífero juego del gato y el ratón, en el que la presa es precisamente James Bond. ¿Cuál podrá ser el objetivo de la venganza personal tramada por un atacante que Bond no logra identificar?
Nunca los mecanismos de defensa del superagente 007 han sido sometidos a más dura prueba que en el momento en que comprende que se ha puesto precio a su cabeza…

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Al llegar a la altura del restaurante Harbour Lights, Bond fue sacado del vehículo y acompañado al embarcadero que bordeaba el muro lateral del restaurante dormido. Un alto y musculoso individuo les aguardaba junto a una embarcación de pesca de motor que tenía una superestructura en lo alto del camarote a la que se accedía por medio de una alta escala. Los motores estaban en marcha.

Quinn y el capitán se saludaron con la cabeza, empujaron a Bond para que subiera a bordo y le acompañaron al interior del pequeño camarote. Una vez allí, volvieron a colocarle las esposas y los grilletes. El rugido de los motores se intensificó y Bond percibió el balanceo de la embarcación que se alejaba del embarcadero para adentrarse en el agua, pasando por debajo del puente. En cuanto aumentó la velocidad de la nave, Kirchtum se calmó y dejó a un lado la aguja hipodérmica. Por su parte, Quinn se reunió con el capitán junto a los mandos.

Cinco minutos más tarde, el buque empezó a navegar a toda máquina en medio de leves sacudidas y cabeceos. Mientras los demás se concentraban en la navegación, Bond decidió analizar su apurada situación. Habían hablado de una isla situada al otro lado del arrecife y ahora se preguntó cuánto tiempo tardarían en llegar a ella. Examinó las esposas y se percató de que poco podría hacer para quitárselas. Inesperadamente, Quinn bajó al camarote.

– Voy a amordazarte y a taparte -dijo. A continuación, se dirigió a Kirchtum en voz baja y Bond apenas pudo captar sus palabras-. Hay otra embarcación de pesca a estribor…, parece que tiene dificultades. El capitán dice que tenemos que ofrecerle ayuda… Podrían denunciarnos. No quiero despertar sospechas.

Introdujo un pañuelo en la boca de Bond y ató otro a su alrededor, pero tan apretado que, por un instante, el prisionero temió asfixiarse. Después, tras comprobar que los grilletes estaban bien colocados, Quinn le cubrió con una manta. En la oscuridad, Bond prestó atención. El buque cabeceó un poco y aminoró la velocidad.

Luego oyó la voz del capitán que gritaba desde cubierta:

– Bueno, subiré a bordo. Puede que os recoja a la vuelta.

Hubo una brusca sacudida, como si ambas embarcaciones hubieran chocado, y, de repente, se produjo un estruendo infernal. Bond perdió la cuenta tras los primeros doce disparos. Oyó varios estampidos de pistolas, seguidos por el matraqueo de una pistola ametralladora; a continuación, un grito, que parecía de Kirchtum, y unos sordos ruidos en la cubierta de arriba. Después, se hizo el silencio hasta que unos pies descalzos bajaron al camarote.

Alguien retiró bruscamente la manta y, al volver la cabeza, Bond se quedó boquiabierto de asombro. Nannie Norrich se encontraba de pie junto a él, empuñando en una mano una pequeña pistola automática.

– Vaya, vaya, señorito James, en menudos líos se mete usted -dijo Nannie, volviendo la cabeza-. Todo arreglado, Sukie. Está aquí abajo, atado y listo para asar en el horno a juzgar por la pinta que lleva.

Apareció Sukie, también armada, y esbozó una encantadora sonrisa.

– Creo que lo llaman ataduras de amor.

Soltó una carcajada y Bond replicó con una sarta de palabrotas completamente incomprensibles debido a la mordaza. Nannie trató de quitarle las esposas y los grilletes. Sukie volvió a subir y volvió con las llaves.

– Espero que esos idiotas no fueran amigos tuyos -dijo Nannie-. Me parece que hemos tenido que darles su merecido.

– ¿Qué quieres decir con eso? -farfulló Bond en cuanto le quitaron la mordaza.

Se le heló la sangre en las venas al ver la inocente expresión de Nannie.

– Me parece que están muertos, James. Los tres. Pero tienes que reconocer que hemos sido muy listas al encontrarte .

15 El precio de una vida

La carnicería organizada en la cubierta por aquellas delicadas jóvenes le produjo a Bond una sensación ligeramente molesta, mezclada, sin embargo, con otra de euforia y alborozo, como si el hecho de matar a tres hombres fuera algo parecido a matar moscas en una cocina. Bond comprendió que estaba un poco resentido: él tomó la iniciativa, pero fue engañado por Quinn y Kirchtum que le hicieron caer hábilmente en su trampa. Y no consiguió huir. En cambio, aquellas dos mujeres le habían rescatado y, en lugar de estarles agradecido, se sentía molesto.

Otra embarcación de pesca casi idéntica llamada Prospero estaba abarloada a la suya, y subía y bajaba suavemente al ritmo de las olas, golpeando de vez en cuando contra el casco. Se encontraban al otro lado del arrecife. En la lejanía, se podían ver varios islotes que surgían del mar como montículos. Cuando el sol asomó por el horizonte, el gris perla del cielo se trocó en azul añil. Quinn tenía razón. Sería un día precioso.

– ¿Y bien? -preguntó Nannie a su lado mientras Sukie parecía ocupada en algo en la otra embarcación.

– Y bien, ¿qué? -repitió Bond.

– ¿No hemos sido listas al encontrarte?

– Mucho -contestó él, casi irritado-. Pero, ¿era necesario todo eso?

– ¿Te refieres al hecho de que les hayamos saltado la tapa de los sesos a tus secuestradores? -la expresión sonaba extraña en boca de Nannie Norrich-. Sí, muy necesario -contestó ésta, enrojeciendo de cólera-. ¿Ni siquiera puedes dar las gracias, James? Intentamos resolver el asunto por la vía pacífica, pero ellos abrieron fuego con la maldita Uzi. No nos dejaron otra alternativa -añadió, señalando la siniestra hilera de orificios de bala abiertos en el casco y en el lado de popa de la superestructura que se elevaba por encima del camarote.

Bond asintió con la cabeza y le dio las gracias en un susurro.

– En efecto, fuisteis muy listas al encontrarme. Me gustaría conocer más detalles.

– Los conocerás, no te preocupes -dijo Nannie en tono levemente irritado-, pero primero tenemos que limpiar un poco todo eso.

– ¿Qué armas lleváis?

– Las dos pistolas que había en tu maleta… Tus cosas están en el hotel de Cayo Oeste. Siento decirte que tuve que forzar los cierres. No conseguí descubrir las combinaciones y el tiempo apremiaba.

– ¿Hay más combustible por ahí?

– Un par de latas -contestó Nannie, señalando hacia popa, más allá del encogido cadáver de Kirchtum-. Tenemos otras tres a bordo de nuestro barco.

– Hay que procurar que parezca una catástrofe -dijo Bond, frunciendo el ceño-. Y, sobre todo, no tienen que encontrar los cadáveres. Una explosión sería lo mejor… Y a ser posible, cuando nosotros ya estemos muy lejos de la zona. Es fácil de hacer, pero se necesita una mecha, y eso es lo que no tenemos.

– Pero tenemos una pistola de señales. Podríamos utilizar las bengalas.

– Muy bien -asintió Bond-. ¿Qué alcance tiene…? ¿Unos cien metros? Tú vuelve junto a Sukie y prepara la pistola y las bengalas. Yo me quedaré aquí para preparar lo que haga falta.

Nannie dio media vuelta, saltó sin hacer ningún esfuerzo por encima del pasamanos a la otra embarcación y llamó alegremente a Sukie.

Todavía preocupado por el reciente sesgo que habían adquirido los acontecimientos, Bond se dispuso entonces a iniciar la desagradable tarea. ¿Cómo consiguieron encontrarle? ¿Cómo era posible que hubieran estado en el lugar adecuado en el momento adecuado? Hasta que no encontrara unas respuestas satisfactorias a estas preguntas no podría confiar en ninguna de las dos jóvenes.

Registró cuidadosamente la embarcación y reunió en cubierta todo cuanto le pareció útil: cuerdas, alambres y los fuertes cabos que se utilizaban para arrastrar tiburones y peces espada. Arrojó todas las armas al mar, menos la pistola automática de Quinn, una vulgar Browning de 9 mm, y algunos cargadores de repuesto.

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