John Gardner - Nadie Vive Enternamente

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Durante años, May, el ama de llaves escocesa de James Bond, ha sido la única constante de su agitada existencia. Pero May tiene gravemente dañado el pulmón izquierdo, lo cual provoca en el superagente un paroxismo de preocupación casi filial. Primero un gran especialista londinense y luego la convalecencia en una carísima clínica alemana tranquilizan la conciencia de Bond, pero no consiguen acallar la cáustica lengua del ama de llaves. Bond ha sido advertido de que, en caso de negarse a “colaborar”, la mujer corre el peligro de no celebrar su próximo cumpleaños.
Un incidente en el transbordador del Canal de la Mancha -cuando el buque permanece detenido mientras se busca a un par de jóvenes que, al parecer, han caído por la borda- pone inexplicablemente nervioso al famoso superagente. Y pocas horas después de su desembarco en un puerto belga, se produce el primer movimiento de un desconcertante y mortífero juego del gato y el ratón, en el que la presa es precisamente James Bond. ¿Cuál podrá ser el objetivo de la venganza personal tramada por un atacante que Bond no logra identificar?
Nunca los mecanismos de defensa del superagente 007 han sido sometidos a más dura prueba que en el momento en que comprende que se ha puesto precio a su cabeza…

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Acordaron desembarcar por separado en Zurich, viajar independientemente en el vuelo de la Pan American y reunirse de nuevo en el mostrador de la compañía Delta Airlines en el principal edificio del Aeropuerto Internacional de Miami.

– Utilizad los servicios de un mozo para llegar allí -les aconsejó Bond-. El sitio es muy grande y os podéis perder fácilmente. Y mucho cuidado con los mendigos legales: Hare Krishna, monjas de pacotilla o lo que sea porque son…

– Una auténtica plaga -dijo Nannie, completando la frase-. Ya lo sabemos, James, hemos estado en Miami otras veces.

– Perdón. Bueno, pues, todo arreglado. Si alguna de vosotras se arrepintiera…

– Eso también lo hemos superado. Vamos a seguir -dijo Nannie con firmeza.

– Hasta el amargo final, James -añadió Sukie, inclinándose hacia adelante para cubrirle la mano con la suya.

Bond asintió en silencio. En Zurich, las vio tomando un tentempié en uno de los espléndidos cafés que proliferan en aquel pulcro y agradable aeropuerto. Por su parte, él se tomó un calé y una medialuna antes de embarcar en el aparato de la Pan American.

En el 747, Sukie y Nannie se acomodaron en la parte delantera y Bond ocupó un asiento de ventanilla un poco más atrás, en la banda de estribor. Ninguna de ellas se volvió a mirarle. A Bond le sorprendió con cuanta rapidez Sukie había aprendido la técnica; la actuación de Nannie la daba por descontada porque la muchacha ya le había demostrado con creces lo que era capaz de hacer.

La comida fue aceptable, el vuelo, más bien aburrido y la película violenta y muy cortada. Hacía calor y había mucha gente cuando tomaron tierra en el Aeropuerto Internacional de Miami poco después de las ocho de la tarde. Sukie y Nannie ya se encontraban junto al mostrador de la compañía Delta cuando Bond llegó allí.

– Bueno, pues -les dijo a modo de saludo-. Ahora pasaremos por la Puerta E para tomar el vuelo de la Providence and Boston Airlines.

Les entregó los pasajes del vuelo final.

– ¿Cayo Oeste? -preguntó Nannie.

– Lo llaman el Ultimo Refugio -dijo Sukie, riéndose-. Estupendo. Nunca había estado allí.

– Pues ahora se te ofrece la oportunidad. Quiero llegar…

La señal de un anuncio le obligó a interrumpir la frase. Abrió la boca para seguir hablando, en la creencia de que iba a ser una llamada de rutina para algún vuelo, cuando la voz mencionó el apellido Boldman.

– Se ruega a míster James Boldman, pasajero recién desembarcado de Zurich, que acuda al mostrador de información situado frente al mostrador de la British Airways. Mister Boldman, por favor.

– Iba a decir que quería llegar de incógnito -dijo Bond, encogiéndose de hombros-. Pues menudo incógnito. Debe de haber alguna novedad de mi gente. Esperadme aquí.

Se abrió paso por entre las distintas colas de pasajeros y maletas que aguardaban para embarcar. En el mostrador de recepción, una rubia de dientes deslumbradoramente blancos y labios rojo sangre le miró parpadeando.

– ¿En qué puedo servirle?

– Hay un mensaje para James Boldman -contestó él, observando que la rubia miraba por encima de su hombro izquierdo y hacía una leve seña con la cabeza.

La voz sonó suave e inequívoca en su oído.

– Buenas tardes, míster Boldman. Me alegro de verle.

Steve Quinn se pegó a su cuerpo cuando él se volvió a mirarle. Bond sintió el cañón de la pistola hundiéndose en las costillas mientras en su rostro se dibujaba una expresión de asombro.

– Cuánto me alegro de que volvamos a vernos, míster… ¿cómo se llama ahora? ¿Boldman?

El doctor Kirchtum se encontraba a su derecha y esbozaba una cordial sonrisa de bienvenida.

– Pero, ¿qué…? -empezó a preguntar Bond.

– Dirígete tranquilamente hacia las puertas de salida de allí -le ordenó Quinn, sonriendo con toda naturalidad-. Olvídate de tus compañeras de viaje y del vuelo de la Providence and Boston Airlines. Iremos a Cayo Oeste por otra ruta.

14 La ciudad sin escarcha

El vuelo fue muy tranquilo. Sólo se oía el leve zumbido de los motores de reacción. Bond, que sólo había podido echar un breve vistazo antes de subir a bordo, pensó que debía ser un Aerospatiale Corvette, con su característico morro alargado. El interior estaba decorado en tonos azules y dorados, y había seis millones giratorios y una alargada mesa central.

Fuera, reinaba la oscuridad con alguna que otra luz ocasional a lo lejos. Bond supuso que debían estar sobrevolando los pantanos de los Everglades o dando una vuelta para dirigirse a Cayo Oeste, al otro lado del mar.

La inicial sorpresa de verse flanqueado por Quinn y Kirchtum se desvaneció rápidamente. En su profesión, aprendía uno a reaccionar en el acto. En la situación en que se encontraba, no tenía más remedio que seguir las instrucciones de Quinn: era su única posibilidad de supervivencia.

Hubo un momento de vacilación cuando notó el cañón del arma contra sus costillas. Luego obedeció y caminó tranquilamente entre los dos corpulentos individuos pegados a él como dos policías que acabaran de arrestarle discretamente. En este instante estaba completamente solo. Las chicas tenían los billetes para el vuelo de Cayo Oeste, pero él les había dicho que le esperaran. Tenían asimismo todo el equipaje, con la maleta en la que se ocultaban las armas: las dos pequeñas pistolas automáticas de Nannie y la ASP y la varilla.

Un alargado automóvil negro con cristales ahumados se encontraba estacionado justo frente a la salida. Kirchtum se adelantó para abrir la portezuela de atrás, inclinó su pesado cuerpo y subió primero.

– ¡Adentro! -dijo Quinn, rozando a Bond con la pistola y casi empujándole al interior tapizado en cuero.

A continuación se acomodó rápidamente a su lado y Bond se quedó emparedado entre los dos hombres.

El motor se puso en marcha antes de que se cerrara la portezuela y el vehículo se apartó suavemente del bordillo. Entonces, Quinn extrajo el arma, una pequeña Makarov de fabricación rusa, basada en el diseño de la serie Walther PP alemana. Bond la reconoció en el acto a pesar de la poca luz que los focos del aeropuerto proyectaban hacia el interior del automóvil. Esa misma luz le permitió ver la cabeza del conductor, semejante a un enorme coco alargado cubierto por un gorro puntiagudo. Nadie habló y no se dio ninguna orden. El vehículo avanzó por una calzada que debía conducir, pensó Bond, a las pistas perimétricas del aeropuerto.

– Ni una palabra, James -dijo Quinn en voz baja-, por tu vida y también por la de May y Moneypenny.

Se estaban acercando a las grandes verjas de una alta valía metálica.

El automóvil se detuvo en un cobertizo de seguridad y Bond oyó un zumbido electrónico mientras bajaba el cristal de la ventanilla del conductor. Se acercó un guardia. El conductor le entregó unas tarjetas de identidad y el guardia pronunció unas palabras en voz baja. Se abrió la ventanilla trasera del mismo lado y el guardia echó un vistazo al interior, y examinó las tarjetas que sostenía en la mano y miró a Quinn, a Bond y a Kirchtum.

– Muy bien -dijo con voz nasal-. Crucen la puerta y esperen el camión del guía.

Avanzaron y se detuvieron en una zona oscura. Por delante de ellos se escuchaba el potente rugido de un aparato en el momento de aterrizar. Aparecieron unas débiles luces, y un pequeño camión efectuó un limpio viraje frente a ellos. Estaba pintado a franjas amarillas y llevaba una luz giratoria de color rojo en la cubierta del motor. En la parte de atrás había una indicación de «Síganme».

Manteniéndose detrás del camión, el automóvil pasó muy despacio por delante de toda clase de aparatos: aviones comerciales que estaban siendo cargados y descargados, grandes aparatos de motor de pistón, cargueros, y pequeños aviones privados con emblemas tales como los de la Pan American, la British Airways, la Delta, la Datsun o la Island City Flying Service. A continuación, se dirigió hacia un aparato que permanecía apartado del resto, junto a unos edificios del extremo más alejado del campo. Se acercaron tanto que a Bond le pareció por un instante que iban a rozar el ala.

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