Para ser unos hombres tan corpulentos, Quinn y Kirchtum se movían con extraordinaria celeridad. Actuando en perfecta sincronía, Kirchtum descendió del automóvil casi antes de que éste se detuviera, mientras Quinn empujaba a Bond hacia la portezuela para que éste se encontrara constantemente cubierto por ambos lados. Una vez fuera del vehículo, Kirchtum le aprisionó un brazo a Bond con mano de acero mientras Quinn descendía. Utilizando una llave de brazo, le obligaron a subir por la escalerilla y a entrar en el aparato. En cuanto Kirchtum recogió la escalerilla y cerró la portezuela con un sólido golpe, Quinn extrajo la pistola sin disimulo.
– Aquel asiento -dijo, indicándolo con la pistola.
Kirchtum colocó unas esposas alrededor de las muñecas de Bond y después las sujetó a unas pequeñas argollas de acero fijadas en los brazos acolchados del asiento.
– Se ve que lo has hecho otras veces -dijo Bond sonriendo.
No convenía demostrar miedo ante aquella gentuza.
– Simple precaución. Sería una estupidez que me viera obligado a utilizar esto en pleno vuelo.
Quinn se mantuvo a prudente distancia, apuntando a Bond con la pistola mientras Kirchtum aherrojaba los tobillos de su prisionero y los sujetaba a otras argollas de acero fijadas a la parte inferior del asiento. Los motores empezaron a rugir y, al cabo de unos segundos, el aparato inició las maniobras de despegue. Se produjo una corta espera mientras rodaban por tierra, y después el pequeño aparato enfiló la pista, cobró vida y se elevó en el aire.
– Te pido disculpas por el engaño, James -dijo Quinn, reclinándose en su asiento sosteniendo una copa en la mano-. Verás, creíamos que visitarías la Klinik Mozart y preferimos estar preparados… con instrumentos de tortura y Herr Doktor en el papel de víctima obligada. Debo reconocer que no nos lo tomamos lo bastante en serio. Hubiera tenido que haber un equipo fuera. Pero me pareció que Herr Doktor estaba magnifico en su papel de víctima asustada.
– Se merecía una nominación para el Oscar -dijo Bond sin modificar la expresión del rostro. Espero que a mis dos amigas no les ocurra nada desagradable.
– No creo que debas preocuparte por ellas -contestó Quinn, esbozando una sonrisa de satisfacción-. Les enviamos recado de que no ibas a salir esta noche. Creen que te reunirás con ellas en el Hotel Hilton del aeropuerto. Supongo que, en estos momentos, te estarán esperando. Si empiezan a sospechar, mucho me temo que no puedan hacer nada al respecto. Mañana a la hora del almuerzo tienes una cita con aquella a la que los buenos revolucionarios franceses llamaban Madame la Guillotine. Yo no estaré allí para presenciarlo. Tal como te dije, tenemos órdenes de entregarte a ESPECTRO. Nos embolsaremos el dinero y nos encargaremos de poner en libertad a May y Moneypenny… En eso puedes fiarte de mí. Serán devueltas sin abrir. Aunque hubiera sido útil interrogar a Moneypenny.
– ¿Y dónde va a tener lugar todo eso? -preguntó Bond, sin que su voz delatara la menor inquietud a propósito de su cita con la guillotina.
– Muy cerca de Cayo Oeste. A unos kilómetros de la playa. Al otro lado del arrecife. Por desgracia, la elección del horario no ha sido muy brillante. Tendremos que permanecer ocultos contigo hasta el amanecer. La navegación por el canal de los arrecifes no es nada fácil y no quisiéramos acabar encallando en un banco de arena. Pero ya nos las arreglaremos. Prometí a mis superiores que te entregaría y me gusta cumplir mis promesas.
– Sobre todo, con estos amos a los que sirves -replicó Bond-. El servicio ruso no aprecia demasiado el fracaso. En el mejor de los casos, te destituirían o te convertirían en instructor de principiantes; y, en el peor, te inyectarían aminazina, esta sustancia tan simpática que te convierte en una simple hortaliza. Me temo que así es como vas a terminar… Y usted también, Herr Doktor -dirigiéndose a Kirchtum-. ¿Cómo consiguieron atraerle?
El pequeño doctor se encogió de hombros.
– La Klinik Mozart es toda mi vida, míster Bond. Toda mi vida. Hace algunos años tuvimos…, ¿cómo se dice? Un apuro económico…
– Estaba usted sin blanca -dijo Bond plácidamente.
– Eso es. Ja. Sin blanca. Sin fondos. Unos amigos de míster Quinn (las personas para quienes trabaja) me hicieron una oferta muy buena. Yo podría seguir desarrollando mi labor, siempre en beneficio de la humanidad, y ellos me facilitarían los fondos.
– Ya me imagino el resto -dijo Bond, interrumpiéndole-. El precio era su colaboración. Algún visitante ocasional al que había que mantener bajo el efecto de un sedante durante cierto tiempo. A veces, un cuerpo. De vez en cuando, una intervención quirúrgica.
– Sí, todas esas cosas -dijo el médico, asintiendo con tristeza-. Reconozco que nunca pensé verme envuelto en una situación como la de ahora. No obstante, míster Quinn me dice que podré regresar sin ningún borrón en mi vida profesional. Oficialmente, me he ausentado un par de días. Para tomarme un descanso.
– ¿Un descanso? -repitió Bond, soltando una carcajada-. Pero, ¿usted se ha creído eso? Ese asunto sólo puede terminar con una detención, Herr Doktor. Con una detención o con una bala de míster Quinn. Probablemente, será esto último.
– Ya basta -dijo Quinn con aspereza-. El doctor nos ha prestado un gran servicio. Será recompensado y él lo sabe -añadió, mirando a Kirchtum con una sonrisa en los labios-. Míster Bond está echando mano de un viejo truco; pretende hacerle dudar de nuestras intenciones para abrir una brecha entre nosotros. Ya sabe usted lo listo que es. Le ha visto en acción.
– Ja -dijo el médico, asintiendo de nuevo con la cabeza-. Las muertes de Vasili y Yuri no tuvieron ninguna gracia. Eso no me gustó.
– Usted tampoco fue manco. Le administró a míster una inyección inofensiva…
– Una solución salina.
– Y después debieron de seguirme.
– Nos pusimos inmediatamente sobre tu pista -dijo Quinn, mirando hacia la ventanilla. Fuera aún estaba oscuro-. Pero me obligaste a cambiar los planes. Mi gente de París hubiera tenido que hacerse cargo de ti. Me vi obligado a modificar rápidamente la coreografía para organizar todo esto, James. Pero lo conseguimos.
– Desde luego.
Bond hizo girar su asiento y se inclinó hacia delante para mirar a través de la ventanilla. Le pareció ver unas luces a lo lejos.
– ¡Ah! -exclamó Quinn, complacido-. Ya llegamos. La isla de Lights-Stock y Cayo Oeste. Deben de faltar unos diez minutos.
– ¿Y qué pasaría si armara un alboroto al bajar?
– No lo harás.
– No te fíes demasiado.
– Tengo un seguro. El mismo que tú tenias conmigo a causa de Tabitha. Sé que vas a hacer lo que te mandemos a cambio de la liberación de May y Moneypenny. Es la única grieta de tu armadura, James. Siempre lo fue. Sí, eres un tipo frío y despiadado. Pero, en el fondo eres también un anticuado caballero inglés. Darías tu vida para salvar a una mujer indefensa, y esta vez estamos hablando de dos mujeres, tu anciana ama de llaves y la ayudante personal de tu jefe que te ama sin esperanza desde hace años. Son las personas a las que más quieres en el mundo. Pues, claro que darás tu vida por ellas. Por desgracia, así eres tú. ¿Por desgracia dije? En realidad, quería decir por suerte…, por suerte para nosotros.
Bond tragó saliva. Sabía en su fuero interno que Steve Quinn había jugado la carta del triunfo. Tenía razón. El agente 007 era capaz de dar su vida para salvar a personas como May y Moneypenny.
– Hay otra razón por la cual no armarás un alboroto -era difícil distinguir la sonrisa de Quinn bajo la poblada barba, y, por otra parte, sus ojos no expresaban nada-. Enséñeselo, Herr Doktor.
Читать дальше