Kirchtum tomó un estuche que había en un revistero. De él extrajo algo que parecía una pistola espacial de juguete fabricada en plástico transparente.
– Es una pistola inyectora -explicó Kirchtum-. Antes de llegar, la llenaré. Mire, usted mismo puede ver cómo funciona.
Retiró un pistón de la parte de atrás, acercó el cañón al rostro de Bond y apretó el gatillo. El instrumento no mediría más de siete centímetros de largo, y tenía una culata de unos cinco. En cuanto el médico apretó el gatillo, asomó por el cañón una aguja hipodérmica.
– Se administra la inyección en dos segundos y medio -dijo Kirchtum, asintiendo con la cabeza-. Todo muy rápido. Además, la aguja era muy larga. Penetra con facilidad a través de la ropa.
– Como des la menor señal de armar un alboroto, te clavamos la aguja. ¿Está claro?
– Muerte instantánea.
– Oh, no. Simulación instantánea de ataque cardíaco. Al cabo de media hora, volverías a estar como nuevo. ESPECTRO quiere tu cabeza. En último extremo, te mataríamos con algún instrumento eléctrico. Pero preferimos entregar todo tu cuerpo vivo e intacto. Le debemos a Rahani unos cuantos favores y al pobre hombre no le queda mucho tiempo de vida. Tu cabeza es su última petición.
Momentos más tarde, se oyó la voz del piloto a través del sistema de comunicación, rogándoles que se abrocharan los cinturones y apagaran los cigarrillos, y anunciando que tomarían tierra al cabo de unos cuatro minutos. Bond observó, a través de la ventanilla, cómo se acercaban las luces. Vio agua y vegetación tropical mezclada con calles y edificios de poca altura cada vez más próximos.
– Cayo Oeste es un lugar interesante -dijo Quinn en tono pensativo-. Hemingway lo llamó una vez el St. Tropez de los pobres. Tennessee Williams también vivió aquí. El presidente Truman estableció una pequeña Casa Blanca junto a la antigua base naval, y John F. Kennedy acompañó aquí en una visita al primer ministro británico Harold Macmillan. Los que huían de Cuba por mar desembarcaban aquí, pero, mucho antes, eso era el paraíso de piratas y corsarios. Me han dicho que es todavía el refugio de algunos contrabandistas y que los guardacostas norteamericanos tienen montado un fuerte servicio de vigilancia.
Cruzaron el umbral y tocaron tierra sin apenas sacudidas.
– Este aeropuerto tiene asimismo su historia -añadió Quinn-. El primer correo aéreo regular norteamericano se inicio aquí; y Cayo Oeste es el principio y el final de la autopista número uno.
El aparato se detuvo y luego empezó a rodar hacia una especie de cabaña con una galería. En un muro bajo, Bond pudo leer unas borrosas palabras: «Bienvenidos a Cayo Oeste, la única ciudad sin escarcha de los Estados Unidos».
– Y, por si fuera poco, tienen unas puestas de sol espectaculares -añadió Quinn-. Verdaderamente increíbles. Lástima que no puedas verlas.
El calor les azotó como un horno en cuanto descendieron del aparato. Hasta la suave brisa parecía un viento infernal.
El desembarque del aparato estuvo tan bien organizado como el embarque, y Kirchtum no se apartó en ningún momento de Bond, listo para utilizar la pequeña jeringa tan pronto como el prisionero intentara hacer algo sospechoso.
– Sonríe y simula que hablas conmigo -musitó Quinn, mirando hacia la galería donde aproximadamente una docena de personas aguardaban a los pasajeros de un aparato de la Providence and Boston Airlines que acababa de aterrizar en aquellos instantes. Cruzaron una puertecita abierta en el muro, al lado del cobertizo, y Quinn y Kirtchum empujaron a Bond hacia otro automóvil oscuro que les aguardaba. En cuestión de segundos, Bond se vio nuevamente sentado entre los dos hombres. Esta vez, el conductor era un joven de largo cabello rubio que tenía el cuello de la camisa desabrochado.
– ¿Están ustedes bien?
– Conduce y calla -contestó Quinn-. Si no me equivoco, hay un sitio preparado para nosotros.
– Pues, claro. Les llevaré allí en un periquete -dijo el joven, volviendo ligeramente la cabeza mientras salía a la calle-. ¿Le importa que ponga un poco de música?
– Adelante. Siempre y cuando no asuste a los caballos.
Quinn se mostraba muy tranquilo y confiado. De no haber sido por la tensión de Kirchtum, Bond se hubiera atrevido a intentar algo. Pero el médico parecía un manojo de nervios. Le hubiera bastado con mover un solo músculo, para que le clavara la hipodérmica sin pensar. Una explosión de ruidos estridentes llenó el interior del vehículo mientras una cínica y áspera voz cantaba con dejes lánguidos:
Hay un agujero en el brazo de papá
por donde todo el dinero se va…
– ¡Eso no! -gritó Quinn.
– Ah, perdón. Es que a mí me gusta mucho el rock and roll. Ritmo y nostalgia. Esa es música auténtica.
– He dicho que eso no.
El vehículo quedó en silencio y el conductor enmudeció. Bond estudió los rótulos: South Roosevelt Boulevard, Martha's, un restaurante lleno de gente, casas de madera con adornos un poco cursis a base de grecas en los pórticos y las galerías, letreros iluminados de moteles y residencias. Una densa vegetación tropical bordeaba la parte izquierda de la calle y el océano se extendía a la derecha. Seguían, al parecer, una larga curva que les alejaba del Atlántico. Al llegar a la indicación de Searstown, viraron bruscamente y Bond observó que se hallaban en una extensa zona comercial.
El automóvil se detuvo frente a un supermercado lleno de compradores de última hora y una tienda de óptica. Entre ambos establecimientos había una angosta calleja.
– Es allá arriba. La puerta de la derecha. Encima de la tienda donde venden gafas para leer. Supongo que tendré que venir a recogerles.
– A las cinco en punto -dijo Quinn en voz baja-. Para poder llegar a Garrison Bight al amanecer.
– Quieren ir de pesca, ¿eh?
El conductor se volvió y Bond vio su rostro por primera vez. No era un joven como pensaba, a pesar del largo cabello rubio. Le faltaba la mitad de la cara, hundida y remendada con injertos cutáneos. Debió intuir el espanto de Bond porque le miró directamente con el ojo sano, haciendo una repulsiva mueca.
– No se preocupe. Por eso trabajo para esos caballeros. Me dejaron esta cara nueva en Vietnam y pensé que podría sacarle provecho. Algunas personas se mueren de miedo al verme.
– A las cinco en punto -repitió Quinn, abriendo la portezuela.
Para salir, siguieron el procedimiento habitual. Sacaron a Bond, se adentraron en la callejuela, franquearon una puerta y subieron un tramo de escalera en pocos segundos. Se encontraban en una estancia en la que sólo había dos sillas y dos camas, unas finas cortinas y un ruidoso aparato de acondicionamiento de aire. Utilizaron, una vez más, las esposas y los grilletes y Kirchtum se sentó al lado de Bond con la aguja hipodérmica en la mano mientras Quinn salía por un poco de comida. Comieron melón y pan con jamón y bebieron agua mineral. Después, Quinn y Kirchtum se turnaron para vigilar a Bond, el cual se quedó enseguida dormido a causa del agotamiento.
Era todavía de noche cuando Quinn le despertó y le acompañó a un pequeño y funcional cuarto de baño en el que Bond trató de librarse del cansancio del viaje. Al cabo de unos diez minutos, bajaron a la calle y le llevaron al automóvil.
A aquella hora tan temprana de la madrugada no se observaban apenas señales de vida. El cielo estaba plomizo, pero Quinn dijo que el día iba a ser precioso. Llegaron al North Roosevelt Boulevard y después vieron a su izquierda una dársena con grandes yates y embarcaciones de pesca. A la derecha también había agua.
– Allí es adonde vamos -dijo Quinn, señalando el lugar con la mano-. El golfo de México. La isla se encuentra en el extremo más alejado del arrecife.
Читать дальше