– Depredador -dijo en voz baja-, Sí. Prioridad para Londres sobre repetición y actuación con la máxima urgencia -añadió-. Roma ha descarrilado -hizo otra pausa como si escuchara-. Sí, trabaja para el Centro. Le tengo a él, pero necesitamos algo más. Quiero un equipo de secuestro en el apartamento veintiocho del número cuarenta y ocho de la Via Barberini… está al lado de las oficinas de la JAL, las líneas aéreas japonesas. Que secuestren a Tabitha Quinn y esperen órdenes. Diles que avisen a Hereford y llamen a un psíquico, si «M» no quiere mancharse las manos.
Oyó que Quinn gruñía y se agitaba a su espalda. Una amenaza contra su esposa era lo único que podía hacerle efecto.
– Bueno. Será suficiente. Ya seguiré informando, pero quizá sea necesaria una conclusión o una semiconclusión.
Bond colgó el teléfono y, cuando volvió a arrodillarse junto a Quinn, observó que los ojos del hombre habían cambiado; ahora, el odio estaba teñido de inquietud.
– Bueno, Steve. Nadie te va a hacer daño. Pero me temo que no se puede decir lo mismo de Tabby. Lo siento.
No había forma de que Quinn pudiera sospechar una simulación o una doble simulación. Llevaba mucho tiempo en el Servicio y sabía que la petición de un psíquico -el nombre con que se designaba en el Servicio a los asesinos a sueldo- no era una vana amenaza. Conocía las diversas torturas que su mujer podía padecer antes de morir.
– Creo que habrá una llamada dentro de poco -añadió Bond-. Voy a atarte a la silla delante de la radio. Contesta con rapidez. Termina en seguida. En caso necesario, simula una mala transmisión. Pero no se te ocurra pasarte de listo, Steve… No omitas palabras ni incluyas frases de «alerta». Yo me daré cuenta, como tú bien sabes. De la misma manera que tú podrías detectar una respuesta tramposa. Si haces un movimiento en falso, te despertarás en Warminster, te someterán a un largo interrogatorio y pasarás en la cárcel un tiempo todavía más largo. También te mostrarán las fotografías de lo que le hicieron a Tabby antes de morir. Eso te lo juro. Bueno, pues…
Arrastró a Quinn a la silla de la radio, modificó la posición de las correas para que no lo estrangularan y lo amarró fuertemente a la silla. Estaba tranquilo porque Steve Quinn parecía haber perdido la partida. Aunque cualquiera sabía. El desertor podía estar adoctrinado hasta el punto de sacrificar a su mujer.
Al fin, le preguntó a Quinn si estaba dispuesto a jugar limpio. El hombrón asintió con gesto abatido y Bond le quitó la mordaza de la boca.
– ¡Maldito hijo de puta! -exclamó Quinn en voz baja.
– Son cosas que ocurren en las mejores familias, Steve. Si haces lo que se te ordene, hay alguna posibilidad de que los dos salgáis con vida.
En aquel momento, el transmisor empezó a zumbar y crepitar. Una mano de Bond se acercó al interruptor de recepción y transmisión, colocado en posición de recepción. Una voz incorpórea recitó la clave:
– Ala de Halcón a Macabro. Ala de Halcón a Macabro. Adelante, Macabro.
Bond le hizo una seña a Quinn, colocó el interruptor en la posición de transmisión y, por primera vez en muchos años, musitó una oración.
– Macabro, te escucho, Ala de Halcón. Cambio.
La voz de Steve Quinn sonaba demasiado firme para el gusto de Bond, pero no había más remedio que dejarle seguir. La voz del otro extremo chirrió a través de los pequeños altavoces.
– Ala de Halcón a Macabro, comprobación de rutina. Informa sobre la situación. Cambio.
Quinn hizo una imperceptible pausa y Bond le acercó el cañón de la ASP al oído.
– Situación normal. Esperamos desarrollo de acontecimientos. Cambio.
– Llama cuando el paquete esté en camino. Cambio.
– De acuerdo, Ala de Halcón. Cambio y cierro.
Hubo un silencio mientras Bond colocaba de nuevo el interruptor en posición de recepción. Después, se dirigió a Kirchtum y le preguntó si todo le había sonado normal.
– Como siempre -contestó el médico.
– Muy bien, Herr Doktor. Ahora es cuando interviene usted. ¿Puede darle algo a este hijo de puta que le haga dormir cuatro o cinco horas sin que cuando se despierte esté medio atontado y hable con la voz pastosa o algo por el estilo?
– Tengo precisamente lo que me pide.
Kirchtum sonrió por primera vez mientras se levantaba trabajosamente de la silla y se dirigía con paso vacilante hacia la puerta. A medio camino, se percató de que no llevaba calcetines ni zapatos y volvió sobre sus pasos para recogerlos. Se los puso y abandonó muy despacio la estancia.
– Si, por casualidad, hubieras alertado a Ala de Halcón, sabes que Tabby no durará demasiado una vez te descubramos. Haz lo que te ordeno, Quinn, y yo, por mi parte, haré cuanto pueda por ti. Pero la primera persona por quien debes preocuparte es por tu mujer. ¿Está claro?
Quinn le miró con el odio del traidor que se sabe acorralado.
– Eso vale también para tu información. Quiero respuestas claras y las quiero ahora.
– Quizá no tenga las respuestas.
– Dime sencillamente lo que sepas. Al final, ya sabremos lo que es verdad y lo que es mentira.
Quinn no contestó.
– Primero, ¿qué va a ocurrir en París? ¿En el hotel George Cinq?
– Nuestra gente irá por ti. En el mismo hotel.
– Pero eso ya lo hubierais podido hacer aquí. Me consta que bastantes personas lo han intentado ya.
– No eran de las mías. No pertenecían al KGB. Contábamos con que vendrías aquí después del secuestro de May y Moneypenny. Sí, nosotros organizamos el secuestro. Teníamos la idea de echártenos encima a partir de aquí. Llevarte a Salzburgo fue como meterte en un túnel.
– Entonces, ¿no fueron los tuyos quienes intentaron matarme en el automóvil?
– No. Fue alguien de la competencia. Sustituyeron a los hombres del Servicio. Yo no tuve nada que ver con eso. Te ha estado protegiendo constantemente un ángel de la guarda. Los dos hombres que te asigné pertenecían al puesto de Roma. Pensaba quemarles en cuanto te dejaran sano y salvo en Salzburgo.
– ¿Para enviarme después a París?
– Sí, maldita sea. Si fuera otra persona y no Tabby, yo…
– Pero es de Tabby de quien estamos hablando -Bond hizo una pausa-. ¿París? ¿Por qué París?
Quinn clavó los ojos en los de Bond. El hombre sabía algo más.
– ¿Por qué París? Acuérdate de Tabby.
– Según las reglas, tiene que ser en Berlín, París o Londres. Quieren tu cabeza, Bond, pero desean verla. Nosotros aspirábamos a la recompensa, pero el hecho de cortarte la cabeza no era suficiente. Tenía instrucciones de llevarte a París. La gente de allí tiene órdenes de atraparte y…
Se detuvo como si ya hubiera dicho bastante.
– ¿Y entregar el paquete?
Hubo una pausa de quince segundos.
– Sí.
– Entregarlo, ¿dónde?
– Al Hombre.
– ¿A Tamil Rahani? ¿Al jefe de ESPECTRO?
– Sí.
– Entregarlo, ¿dónde? -repitió Bond.
No hubo respuesta.
– Acuérdate de Tabby, Quinn. Me encargaré de que Tabby sufra mucho antes de morir. Luego irán por ti. ¿Dónde me tienen que entregar?
El silencio se prolongó varios minutos.
– En Florida.
– ¿En qué lugar de Florida? Florida es muy grande. ¿Dónde? ¿En Disneylandia?
– La punta más meridional de los Estados Unidos -contestó Quinn, apartando la mirada.
– Ya -dijo Bond, y asintió con la cabeza.
Los cayos de Florida, pensó. Aquella hilera de islotes que se extiende a lo largo de ciento cincuenta kilómetros en el océano. El Cayo de Bahai Honda, el Cayo de Pino Gordo, el Cayo de Cudjoe, el Cayo de Boca Chica… Acudieron a su mente los nombres de los más famosos. Sin embargo, la punta más meridional era Cayo Oeste (o Key West), antigua morada de Ernest Hemingway, ruta del tráfico de narcóticos, paraíso turístico con toda una serie de islitas al otro lado del arrecife. Un lugar ideal, pensó Bond. Cayo Oeste… ¿Quién hubiera podido imaginar que ESPECTRO fuera a instalar allí su Cuartel General?
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