Kirchtum estaba amarrado a un anticuado sillón de despacho de madera y cuero con asiento circular. La librería de la pared habla sido despojada de los libros y albergaba un potente transmisor. Un hombre de anchas espaldas permanecía sentado frente al transmisor, otro se encontraba en pie detrás del sillón de Kirchtum y un tercero se hallaba situado frente al Direktor con las piernas separadas. Bond le reconoció tan de inmediato como había reconocido su voz.
Respiró hondo a través de la nariz, levantó la ASP e irrumpió repentinamente en la estancia. Lo que había oído le decía que los tres hombres eran la única fuerza enemiga que había en la Klinik Mozart.
La ASP se disparó cuatro veces: dos balas destrozaron los pulmones del hombre situado detrás de Kirchtum y las otras dos se incrustaron en la espalda del que manejaba la radio. El tercer hombre giró en redondo con la boca abierta y acercó una mano a la cadera.
– ¡Quieto ahí, Quinn! Un solo movimiento y te arranco las piernas… ¿Está claro?
Steve Quinn, el hombre del Servicio en Roma, permaneció inmóvil con la boca curvada en una mueca mientras Bond le quitaba la pistola del bolsillo interior de la chaqueta.
– ¿Míster Bond? ¿Cómo ha…? -preguntó Kirchtum en un susurro.
– Estás perdido, James. No me importa lo que me hagas, estás perdido.
Quinn aún no se había recuperado de la sorpresa, pero lo estaba intentando.
– No del todo -dijo Bond, sonriendo sin triunfalismo-. No del todo, aunque reconozco que me he quedado de piedra al encontrarte aquí. ¿Para quién trabajas realmente, Quinn? ¿Para ESPECTRO?
– No -contestó Quinn, esbozando una imperceptible sonrisa-. Sólo para el KGB. Para el Primer Directorio, naturalmente…, durante muchos años. Ni siquiera Tabby lo sabe. Ahora estoy provisionalmente adscrito al Departamento Ocho, tu viejo contrincante el SMERSH. A diferencia de ti, James, yo he sido siempre un hombre de Mozart. Prefiero bailar al ritmo de una buena música.
– Pues te aseguro que bailarás -dijo Bond, mirándole con una dura expresión, reflejo de aquellos rasgos de fría crueldad que eran la faceta más oscura de su carácter.
11 Ala de Halcón y Macabro
James Bond no estaba dispuesto a perder el tiempo. Sabía por experiencia el peligro que entrañaba el hecho de permitir que el enemigo siguiera hablando. Era una técnica que él mismo había utilizado algunas veces en su propio beneficio, y Steve Quinn sería muy capaz de ponerla en práctica para ganar tiempo. Sin dejar de mantener la distancia, Bond le ordenó con voz tajante que se apartara de la pared, separara las piernas, estirara los brazos y se inclinara hacia adelante y apoyara las palmas de las manos en la pared. Una vez en dicha posición, le mandó colocar los pies un poco más hacia atrás para privarle del equilibrio e impedirle un rápido ataque.
Sólo entonces se acercó para cachearle con mucho cuidado. En el interior de la cinturilla de los pantalones, a la altura de la región lumbar, Quinn llevaba un pequeño revólver Smith and Wesson Chief's Special. Y en la parte interior de la pantorrilla izquierda, una diminuta pista automática austríaca Steyr de 6,35 mm; en la parte exterior del tobillo derecho, se había ajustado una mortífera navaja automática
– Llevaba años sin ver una de ésas -dijo Bond, arrojando la Steyr sobre el escritorio-. Espero que no lleves granadas ocultas en el trasero -añadió sin sonreír-. Eres un auténtico arsenal ambulante, chico. Debieras tener cuidado. Los terroristas podrían sentir la tentación de asaltarte.
– En este juego, siempre me pareció útil guardarme algunos trucos en la manga.
Mientras Bond pronunciaba esta última palabra, Steve Quinn se desplomó al suelo y, en cuestión de una décima de segundo, rodó a la derecha y extendió el brazo hacia la mesa donde se encontraba la Steyr automática.
– ¡No se te ocurra intentarlo! -gritó Bond al tiempo que le apuntaba con la ASP.
Quinn no estaba dispuesto a morir por la causa por la cual había traicionado al Servicio. Se quedó inmóvil con la mano levantada como un niño grande que jugara al viejo juego de las estatuas.
– ¡Boca abajo! ¡Piernas y brazos extendidos! -ordenó Bond, mirando a su alrededor en busca de algo con que sujetar a su prisionero. Sin dejar de apuntar a Quinn con la ASP, retrocedió para situarse detrás de Kirchtum y le desató, con la mano izquierda, dos correas largas y dos más cortas destinadas a inmovilizar a los pacientes violentos. Mientras lo hacía, siguió dando órdenes a Quinn.
– Boca abajo y comiéndote la alfombra, hijo de perra. Separa más las piernas y coloca los brazos en posición de crucifixión.
Quinn obedeció, soltando maldiciones por lo bajo. Al verse libre de las ataduras, Kirchtum empezó a frotarse los brazos y las piernas para activar la circulación de la sangre. Las duras correas de cuero se habían hundido en la carne de sus muñecas, dejándole unas señales muy visibles.
– Permanezca sentado -le dijo Bond en voz baja-. No se mueva. Deje que la circulación se restablezca poco a poco.
Asiendo las correas, Bond se acercó a Quinn, con la mano en la que empuñaba el arma bien echada hacia atrás para evitar que su enemigo le alcanzara la muñeca con el pie.
– El más mínimo movimiento y te abro un boquete tan grande que hasta los gusanos necesitarán un mapa para orientarse. ¿Entendido?
Quinn soltó un gruñido y Bond le juntó las piernas de un puntapié, golpeándole violentamente el tobillo con la puntera de acero de su zapato hasta arrancarle un grito de dolor. Pasando rápidamente una de las correas alrededor de los tobillos de Quinn, Bond tiró con fuerza e hizo un apretado nudo.
– ¡Ahora, los brazos! ¡Dedos entrelazados a la espalda!
Como para hacérselo entender mejor, Bond le propinó un puntapié en la muñeca derecha. Quinn obedeció, lanzando un nuevo grito de dolor y Bond le ató las muñecas con otra correa.
– Puede que eso sea un poco anticuado, pero te mantendrá quieto hasta que consigamos algo más duradero -musitó Bond mientras juntaba con un nudo las dos correas más largas.
Luego ató un extremo de la correa alargada alrededor de los tobillos de Quinn y luego pasó el resto alrededor de su cuello y lo llevó de nuevo a los tobillos, tirando fuertemente para levantar la cabeza del prisionero y encogerle las piernas hacia el tronco. Era un antiguo método extraordinariamente eficaz. En caso de que el cautivo forcejeara, se estrangularía ya que las correas estaban fuertemente anudadas y convertían el cuerpo de Quinn en un arco, cuyos bordes externos eran el cuello y los pies. Aunque sólo tratara de relajar las piernas, la correa le oprimiría el cuello.
Quinn soltó una sarta de palabrotas y Bond, enfurecido ante el hecho de que su viejo amigo fuera un topo, le propinó un fuerte puntapié en las costillas.
– ¡Cállate ya! -gritó, tomando un pañuelo e introduciéndoselo en la boca.
Ahora, por primera vez, Bond tuvo oportunidad de echar un vistazo a su alrededor. El mobiliario de la estancia era de puro estilo decimonónico: un escritorio de madera maciza, librerías que se elevaban hasta el techo y sillones de respaldo curvo. Kirchtum se hallaba todavía sentado junto al escritorio y tenía el rostro muy pálido y las manos temblorosas. El extrovertido hombretón se había transformado en un ser asustadizo y lloriqueante.
Bond se acercó al transmisor, pisando los libros esparcidos por el suelo. El operador radiofónico estaba hundido en la silla y su sangre, de un rojo intenso, goteaba sobre la descolorida alfombra. Bond lo empujó sin miramientos para expulsarlo de la silla. No reconoció su rostro, retorcido en la inesperada agonía de la muerte. El otro cadáver yacía espatarrado contra la pared, como un borracho en una fiesta. Bond no podía recordar su nombre, pero había visto su fotografía en los archivos: un criminal germano-oriental con inclinaciones terroristas. Se podían alquilar igual que los automóviles, pensó, volviéndose a mirar a Kirchtum.
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