No sabía cómo librarse del vampiro muerto. En realidad, hubiera tenido que incinerarlo y fumigar el cuarto de baño. Pero no podía acudir al director del hotel y explicarle lo que había ocurrido. Mucho desinfectante, un par de bolsas de plástico del hotel y una rápida visita a la unidad de eliminación de basuras. Después, que fuera lo que Dios quisiera, pensó. Se puso su traje gris de Cardin, una fina camisa azul del establecimiento Hilditch and Key, de Jermyn Street, y una corbata azul marino con lunares blancos. Oyó el timbre del teléfono y tomó el aparato, echando un vistazo a la grabadora. Vio que la minúscula casette empezaba a girar mientras él contestaba lacónicamente.
– ¿Sí?
– ¿Míster Bond? ¿Es usted, míster Bond?
Era Kirchtum; respiraba afanosamente y estaba muerto de miedo.
– Sí, Herr Direktor. ¿Se encuentra usted bien?
– Físicamente, sí. Dicen que debo decirle la verdad y explicarle lo insensato que he sido.
– ¿De veras?
– Sí, intenté negarme a transmitirle ulteriores instrucciones. Les dije que eso era cosa de su incumbencia.
– Y no les debió hacer demasiada gracia -Bond se detuvo. Luego añadió, para que quedara constancia en la cinta-: Sobre todo, tras haberme usted dicho que debía venir aquí con las dos damas, al Goldener Hirsch de Salzburgo.
– Ahora dicen que tengo que transmitirle rápidamente las instrucciones, ya que, de lo contrario, volverán a utilizar la electricidad.
El hombre estaba a punto de echarse a llorar.
– Adelante. Con toda la rapidez que usted quiera, Herr Doktor.
Bond sabia muy bien de qué estaba hablando Kirchtum: del brutal, anticuado, pero eficaz método de la aplicación de electrodos a los órganos genitales. Aquellos métodos de persuasión eran a menudo más rápidos que las drogas utilizadas hoy en día por los interrogadores más sofisticados. Kirchtum habló con voz estridente y Bond se imaginó a sus torturadores, de pie junto a él, con una mano sobre el interruptor.
– Mañana deberá trasladarse a París. Será cosa de un día. Tendrá que seguir el camino más directo, ya les han reservado habitaciones en el hotel George Cinq.
– ¿Tendrán que acompañarme las damas?
– Eso es esencial… ¿Lo comprende? Por favor, diga que lo comprende, míster Bond.
– Yo… -Bond se detuvo al oír un grito histérico. ¿Habrían accionado el interruptor para estimular a la víctima?-, lo entiendo.
– Muy bien -no era la voz del médico, sino una voz hueca y deformada-. Muy bien. De este modo, evitará que las dos damas que se encuentran en nuestro poder tengan un lento y desagradable final. Volveremos a hablar en París, Bond.
La comunicación se cortó y el agente tomó la minúscula grabadora. Pulsó el botón de retroceso y volvió a pasar la cinta. Por lo menos, podría transmitir aquella información a Viena o a Londres. Quizá la segunda voz de la cinta les sería útil. Aunque los hombres que estaban aterrorizando a Kirtchum en la Klinik Mozart hubieran empleado un «pañuelo bucal» electrónico, la Rama Q conseguiría extraer seguramente una reproducción fiel. Por lo menos, se podría llevar a cabo alguna identificación y «M» sabría con qué clase de organización se enfrentaba Bond.
Este se dirigió al escritorio, sacó la pequeña casete de la grabadora y la cerró con el pequeño dispositivo de seguridad para evitar que volviera a ser grabada accidentalmente. Tomó un sobre de papel grueso, escribió el nombre encubierto de «M» como presidente de Transworld y el número del correspondiente apartado de correos, introdujo la casete en el interior de un papel de cartas con el membrete del hotel en el que había escrito unas palabras y cerró el sobre. Calculó el peso y pegó los sellos.
Acababa de finalizar esta importante tarea cuando una llamada a la puerta anunció el regreso de Sukie. Ésta llevaba una bolsa de papel marrón con las compras y parecía dispuesta a quedarse en la habitación hasta que, al fin, Bond le sugirió con firmeza que se reuniera con Nannie y le esperara en el bar.
Tardó quince minutos en limpiar el cuarto de baño; utilizó los guantes de goma y gastó casi todo el frasco de desinfectante que Sukie le había traído. Antes de terminar, introdujo los guantes en el pulcro y siniestro paquete que contenía los restos del vampiro. Estaba razonablemente seguro de que ningún germen había penetrado en su cuerpo.
Mientras trabajaba, Bond pensó en las posibilidades de éxito que tenía el autor de aquel reciente intento de acabar con su vida. Estaba casi seguro de que eran sus antiguos enemigos del SMERSH -ahora Departamento Ocho del Directorio 5 del KGB-, los cuales retenían a Kirchtum y lo utilizaban como mensajero personal. Sin embargo, abrigaba algunas dudas porque la utilización de un vampiro no encajaba en sus métodos.
¿Quién tenía los medios para crear y desarrollar un arma tan espantosa? Pensó que el perfeccionamiento de aquella criatura habría exigido varios años, lo cual presuponía la existencia de una vasta organización con cuantiosos fondos y experto personal especializado. La labor se tenía que haber realizado en mi ambiente de selva tropical artificial, ya que, si la memoria no le engañaba, el hábitat natural de aquella especie eran los bosques y selvas de México, Chile, Argentina y Uruguay.
Grandes sumas de dinero, instalaciones especiales, tiempo y zoólogos sin escrúpulos: ESPECTRO era la apuesta más lógica, aunque cualquier otra poderosa organización interesada en actos de terrorismo y asesinato hubiera podido figurar en la lista, ya que era imposible que se hubiera desarrollado un solo ejemplar de aquella criatura con el exclusivo propósito de inyectar una terrible enfermedad terminal en la corriente sanguínea de Bond. Los búlgaros y los checos eran muy aficionados a estas cosas y tampoco se podía excluir que Cuba hubiera lanzado al vasto campo de la intriga internacional a algún agente de su bien adiestra servicio G-2. La Honorable Sociedad -el eufemístico término con que se designa a la Mafia- también era una posibilidad, ya que ésta no hubiera desdeñado vender productos a organizaciones terroristas siempre y cuando no los utilizaran dentro de las fronteras de los Estados Unidos, Sicilia o Italia.
Tras haber sopesado todas las posibilidades, Bond volvió a centrarse en ESPECTRO…, Sólo que, una vez más, durante aquella extraña danza de la muerte, alguien le había salvado en el último momento de otro intento de asesinato; en esta ocasión, Sukie, una joven conocida aparentemente al azar. ¿Podría ser ella el verdadero peligro?
Bajó a las cocinas y explicó, echando mano de todo su encanto, que se había dejado accidentalmente un poco de comida en el automóvil. Preguntó si había un incinerador y llamaron a un botones para que le acompañara. Este se ofreció a destruir la comida, pero Bond le dio una generosa propina y le dijo deseaba hacerlo él mismo.
Ya eran las seis y veinte. Antes de dirigirse al bar, efectuó una última visita a su habitación y se volvió a echar colonia para disimular el posible olor residual del desinfectante.
Sukie y Nannie deseaban saber qué había hecho, pero él se limitó a decirles que lo sabrían todo a su debido tiempo. De momento, era mejor que disfrutaran de las cosas buenas de la vida. Tras tomarse unas copas en el bar se trasladaron a la mesa que Nannie había tenido el acierto de reservar y saborearon el sabroso plato vienés a base de carne hervida llamado Tafelspitz. Era una carne hervida extraordinaria, una delicia gastronómica con salsa vegetal picante y unas exquisitas patatas salteadas. Prescindieron del primer plato porque en un restaurante austríaco es un sacrilegio rechazar el postre. Eligieron un frágil y delicado Salzburger soufflé, creado, al parecer, hacía casi trescientos años por un cocinero del Hohensalzburg. Se lo sirvieron con una montaña de Schlag, es decir, de rica nata batida.
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