La ciudad de Salzburgo estaba llena hasta los topes. Un considerable número de ciudadanos norteamericanos quería ver Europa antes de morir, y un número no menos elevado de europeos quería ver Europa antes de que se convirtiera en el Mercado Común de la Calle Mayor. Muchos creían que ya llegaban demasiado tarde, pero Salzburgo, con el fantasma de Mozart y su particular encanto, era todavía un lugar muy bien conservado.
El hotel Goldener Hirsch ha resistido excepcionalmente bien todos los embates, teniendo en cuenta sobre todo que su encanto, bienestar y hospitalidad se remontan a ochocientos anos de antigüedad.
Tuvieron que utilizar uno de los aparcamientos del festival y transportar el equipaje al Goldener Hirsch, situado en el centro de la vieja ciudad cerrado al tráfico, a dos pasos de la bulliciosa y pintoresca Getreidegasse con sus exquisitos marcos de ventana de madera labrada y sus dorados rótulos de hierro forjado.
– Pero, en nombre del glorioso san Miguel, ¿cómo has conseguido reservas en el Goldener Hirsch? -preguntó Nannie.
– Influencias -contestó Bond lacónicamente-. ¿Y por qué san Miguel?
– San Miguel Arcángel. Patrón de los guardaespaldas y de las cuidadoras.
Bond pensó que necesitaría toda la ayuda que los ángeles pudieran prestarle. Sólo el cielo sabía qué instrucciones iba a recibir en las próximas veinticuatro horas, o si éstas asumirían la forma de una bala o de un cuchillo.
Antes de descender del Bentley, Nannie carraspeó y empezó a soltar un sermón.
– James -dijo severamente-, acabas de decir algo que Sukie considera ofensivo y que a mí tampoco me gusta.
– ¿Ah, sí?
– Has dicho que sólo te tendremos que aguantar otras veinticuatro horas aproximadamente.
– Y es verdad.
– ¡No! No lo es.
– Me obligaron por azar a mezclaros en esta situación potencialmente peligrosa. No tuve más remedio que arrastraros a ella. Ambas fuisteis muy valientes y me ayudasteis mucho, pero no debió de ser muy divertido. Lo que yo os digo ahora es que podréis veros libres de todo eso dentro de unas veinticuatro horas.
– No queremos vernos libres -dijo Nannie muy tranquila.
– Sí, ha sido tremendo -terció Sukie-, pero nos consideramos amigas tuyas. Estás en apuros y…
– Sukie me pidió que permaneciera contigo. Que te cuidara, James y, ya que estamos aquí, ella quiere acompañarme.
– Eso puede que no sea posible -dijo Bond, mirando muy serio a las muchachas con sus claros ojos azules.
– Pues tendrá que serlo -dijo Sukie muy decidida.
– Mira, Sukie, puede que yo reciba instrucciones de una autoridad muy persuasiva. Tal vez me exijan que os deje, que os suelte y os ordene seguir vuestro dulce camino.
– En fin -dijo Nannie-, es una lástima que nuestro dulce camino coincida con el tuyo, James. Eso es todo lo que hay.
Bond se encogió de hombros. El tiempo diría la última palabra. Tal vez le ordenaran que llevara a las mujeres consigo como rehenes. En caso contrario, ya encontraría el medio de marcharse discretamente cuando llegara la hora. La tercera posibilidad era que todo terminara allí mismo, en el Goldener Hirsch, en cuyo caso ni siquiera se plantearía el problema.
– Puede que necesite unos cuantos sellos -le dijo Bond a Sukie mientras se dirigían al hotel-. Más bien bastantes. Suficientes para enviar un paquetito al Reino Unido. ¿Me los podrías conseguir? Envía unas cuantas postales inofensivas a través del conserje y pídele que compre al mismo tiempo los sellos.
– Pues, claro, James -contestó Sukie.
El Goldener Hirsch está considerado por muchos el mejor hotel de Salzburgo; era encantador, lujoso y pintoresco aunque todo resulte, en realidad, un poco estudiado. El personal viste el típico paño loden de la zona y todas las habitaciones están cargadas de historia austríaca. Bond pensó que su habitación hubiera podido utilizarse en el rodaje de Sonrisas y lágrimas .
Cuando se fue el conserje, cerrando discretamente la puerta a sus espaldas, Bond oyó resonar de nuevo en su cabeza la advertencia de Kirchtum: «Deberá usted aguardar instrucciones… No deberá establecer contacto con su gente de Londres». Por consiguiente, sería una locura, por lo menos de momento, telefonear a Londres o a Viena e informar sobre los acontecimientos. El que había efectuado las reservas, habría conectado el teléfono con alguna red de fuera del hotel. El hecho de utilizar el CC-500 les alertaría de que pretendía establecer contacto con el mundo exterior. Y, sin embargo, tenía que informar al Cuartel General.
Bond extrajo de su segunda maleta dos pequeñas grabadoras, comprobó la potencia de la batería y las colocó en posición de activación a través de la voz. Enrolló de nuevo las cintas y ajustó al teléfono un aparato con un micrófono aspirador del tamaño de un grano de trigo. El otro lo dejó a la vista sobre el pequeño bar.
El cansancio se había apoderado de él. Había acordado reunirse a cenar con las chicas en el famoso y recoleto bar sobre las seis de la tarde. Hasta entonces, se dedicarían a descansar. Bond llamó a recepción, y pidió que le subieran un café y unos huevos revueltos. Mientras esperaba, examinó la habitación y el pequeño cuarto de baño sin ventana. Había una bonita ducha, protegida por unas sólidas mamparas correderas de cristal. Le pareció bien y decidió que se tomaría una ducha más tarde. Estaba colgando los trajes en el armario cuando llegó el camarero trayendo el café recién hecho y unos huevos guisados a la perfección.
Al terminar de comer, Bond dejó la ASP al alcance de la mano, colgó el letrero de NO MOLESTEN en la puerta y se sentó en uno de los cómodos sillones. Al final, se quedó profundamente dormido y soñó que era el camarero de un café y corría sin parar entre la cocina y las mesas, sirviendo a «M», Tamil Rahani, el difunto Enano Venenoso y Sukie y Nannie. Poco antes de despertarse, les sirvió el té a Sukie y a Nannie junto a un enorme pastel de crema que se desintegró hasta quedar reducido a serrín en cuanto ellas trataron de cortarlo. Las muchachas no parecieron inmutarse porque pagaron la factura y cada una de ellas dejó una joya de propina. Él se agachó para tomar una pulsera de oro y ésta se le escapó de las manos y fue a caer produciendo un gran estrépito sobre una bandeja.
Bond despertó sobresaltado, convencido de que el ruido era real; sin embargo a través de la ventana sólo se filtraban los rumores de la calle. Se desperezó un poco anquilosado a causa de la forzada posición en el sillón y consultó el Rolex de acero inoxidable que llevaba en la muñeca. Se sorprendió de que hubiera dormido tantas horas. Eran casi las cuatro y media de la tarde.
Con los ojos legañosos, se dirigió al cuarto de baño, encendió la luz y abrió las mamparas de la ducha. Una ducha caliente seguida de otra helada, un afeitado y un cambio de ropa le refrescarían.
Abrió el grifo de la ducha, cerró la mampara y empezó a desnudarse. Pensó que los que tenían que darle instrucciones se lo estaban tomando con mucha calma. Si él hubiera organizado aquel secuestro, hubiera atacado tan pronto como su víctima llegara al hotel y la habría apresado cuando todavía estuviera medio atontada a causa de la noche de vigilia.
Regresó desnudo a la habitación para recoger la ASP y la varilla y las dejó en el suelo bajo un par de toallas de tocador, justo a salida de la ducha. A continuación comprobó la temperatura del agua y se situó bajo el chorro. Cerró las mamparas y empezó a enjabonarse, frotándose vigorosamente el cuerpo con un áspero guante.
Empapado de agua caliente y exaltado por la sensación de limpieza, modificó la posición de los grifos y dejó que el agua se enfriara hasta que, al final, se quedó bajo una ducha casi helada. Tuvo la impresión de que avanzaba medio de una tempestad de nieve. Sintiéndose totalmente revitalizado, cerró el grifo y se sacudió como un perro. Luego hizo ademán abrir la mampara corredera.
Читать дальше