John Gardner - Nadie Vive Enternamente

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Durante años, May, el ama de llaves escocesa de James Bond, ha sido la única constante de su agitada existencia. Pero May tiene gravemente dañado el pulmón izquierdo, lo cual provoca en el superagente un paroxismo de preocupación casi filial. Primero un gran especialista londinense y luego la convalecencia en una carísima clínica alemana tranquilizan la conciencia de Bond, pero no consiguen acallar la cáustica lengua del ama de llaves. Bond ha sido advertido de que, en caso de negarse a “colaborar”, la mujer corre el peligro de no celebrar su próximo cumpleaños.
Un incidente en el transbordador del Canal de la Mancha -cuando el buque permanece detenido mientras se busca a un par de jóvenes que, al parecer, han caído por la borda- pone inexplicablemente nervioso al famoso superagente. Y pocas horas después de su desembarco en un puerto belga, se produce el primer movimiento de un desconcertante y mortífero juego del gato y el ratón, en el que la presa es precisamente James Bond. ¿Cuál podrá ser el objetivo de la venganza personal tramada por un atacante que Bond no logra identificar?
Nunca los mecanismos de defensa del superagente 007 han sido sometidos a más dura prueba que en el momento en que comprende que se ha puesto precio a su cabeza…

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Después salieron a dar un paseo, mezclándose con la gente que contemplaba los escaparates de la Getreidegasse en medio del tibio aire del atardecer. Bond quería permanecer alejado de los posibles dispositivos de escucha.

– Estoy demasiado llena -dijo Nannie, acercándose una mano al estómago.

– Te va a hacer falta la comida, teniendo, en cuenta lo que nos espera esta noche -dijo Bond en voz baja.

– Promesas, promesas -musitó Sukie con respiración anhelante-. Me siento como un dirigible. ¿Qué nos espera, James?

Bond les dijo que tendrían que trasladarse a París.

– Me habéis dicho claramente que vais a venir conmigo, pase lo que pase. Esta gente que me está haciendo falsas promesas ha insistido también en que me acompañéis y yo tengo que procurar que así sea. Las vidas de una querida amiga y de una compañera no menos querida corren un serio peligro. No puedo decir más.

– Pues claro que iremos -dijo Sukie.

– Y que no se te ocurra impedirlo -añadió Nannie.

– Voy a desviarme un poco de las órdenes recibidas -dijo Bond-. De acuerdo con las instrucciones, tenemos que hacerlo mañana, lo cual significa que esperan que lo hagamos de día. Saldré poco después de medianoche. De esta manera, podré decir que empezamos el viaje mañana y tal vez consiga adelantarme a ellos. No es mucho, pero puede que les desconcierte un poco.

Acordaron reunirse junto al automóvil al dar la medianoche. Mientras regresaban al Goldener Hirsch, Bond se detuvo junto a un buzón de la pared e introdujo en el mismo el sobre que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Lo hizo disimuladamente en cuestión de segundos y tuvo casi la absoluta certeza de que ni Sukie ni Nannie se habían dado cuenta de ello.

Regresó a su habitación pasadas las diez. A las diez y media, ya tenía hecho el equipaje, y se puso unos vaqueros y una chaqueta deportiva. Llevaba, como de costumbre, la ASP y la varilla. Faltaba hora y media para la partida y decidió sentarse para estudiar de qué forma podría tomar la iniciativa en aquella implacable y peligrosa caza mortal.

Hasta entonces, los ataques contra su vida habían sido muy hábiles. Sólo en los iniciales encuentros se había interpuesto una tercera persona para salvarle la vida, seguramente con el propósito de encauzarle hacia el último acto del drama. Sabía que no podía fiarse de nadie y tanto menos de Sukie, la cual se había convertido sin querer en su salvadora durante el incidente del vampiro. Pero, ¿cómo podía dominar la situación en aquel instante? De repente, se acordó de Kirchtum, mantenido prisionero en su propia clínica. Lo que menos podían esperar era un asalto contra aquella base de poder. La Klinik Mozart distaba de Salzburgo unos quince minutos por carretera y el tiempo apremiaba. Si pudiera encontrar un vehículo apropiado, quizá fuera posible hacerlo.

Bond salió de su habitación, bajó a recepción y preguntó qué tipo de automóviles de alquiler sin chófer tenían inmediatamente disponibles. Por una vez, pareció que estaba de suerte. Tenían un Saab 900 Turbo, que acababan de devolverles. Era un automóvil que conocía muy bien. Dos breves llamadas telefónicas bastaron para reservárselo. Le aguardaba a tan sólo cuatro minutos a pie del hotel.

Mientras el cajero anotaba los datos de su tarjeta de crédito, Bond llamó a Nannie, utilizando uno de los teléfonos interiores. La chica contestó en el acto.

– No digas nada -le advirtió Bond en voz baja-. Espera en tu habitación. Quizá tenga que retrasar la partida una hora. Díselo a Sukie.

Nannie accedió a hacerlo, pero se sorprendió. Cuando Bond regresó al mostrador, ya habían terminado los trámites.

Cinco minutos más tarde, tras recibir el automóvil que le entregó un sonriente empleado, Bond salió de Salzburgo y tomó la carretera de montaña que se dirigía al sur, pasando por delante del extraño depósito de agua de Anif que se levanta como una mansión inglesa en el centro de un estanque. Siguió casi hasta la localidad de Hallein que antaño fuera un baluarte insular en medio de Salzach y que es famosa por ser la villa natal de Franz-Xavier Gruber, el compositor del célebre villancico navideño Stille Nacht, Heilige Nacht («Noche de paz»).

La Klinik Mozart se encuentra a unos dos kilómetros de la carretera en la parte de Hallein que mira a Salzburgo, y el edificio del siglo diecisiete que la alberga se halla protegido de la mirada de los curiosos por una tupida arboleda.

Bond se introdujo con el Saab en un área de emergencia. Apagó los faros y el motor, puso el freno de las ruedas y descendió del vehículo. Al cabo de unos instantes, se introdujo a través de la valía de arbustos y empezó a avanzar cautelosamente por entre los árboles, buscando en la oscuridad la silueta del edificio. No sabía cómo estaba organizada la seguridad de la clínica e ignoraba cuántos eran sus enemigos.

Llegó al final de la arboleda en el preciso momento en que salía la luna. Muchos de los grandes ventanales de la fachada del edificio estaban iluminados, pero la planta baja se encontraba a oscuras. Mientras sus ojos se acomodaban al cambio de luz, Bond trató de distinguir algún movimiento en el espacio de cuatrocientos metros que le separaba del edificio. Había cuatro automóviles aparcados en la ancha calzada de grava, pero no se observaba la menor señal de vida. Extrajo con cuidado la ASP y la sostuvo en la mano derecha. Tomó la varilla en la mano izquierda y la abrió, lista para el uso. Luego, salió de su escondrijo y avanzó en silencio sobre la hierba, evitando la larga calzada.

Nada se movía y no se escuchaba el menor ruido. Llegó a la plazoleta anterior y trató de recordar dónde se encontraba situado el despacho del director en relación con la puerta de entrada. Le pareció que a la derecha, recordando que, cuando acudió allí para disponer el ingreso de May, vio a través de las altas ventanas el césped y la calzada. Ahora recordó que eran puertas vidrieras. Vio a su derecha dichas puertas, a través de cuyas cortinas corridas se filtraban unos débiles haces de luz.

Se acercó sigilosamente a ellas y observó con emoción que estaban abiertas y que se oían unas voces amortiguadas procedentes del interior. Concentrándose un poco, podría entender lo que decían.

– No pueden retenerme aquí indefinidamente…, siendo sólo tres personas -Bond reconoció en primer lugar la voz del director. La arrogancia había sido sustituida por la súplica-. Creo que ya es suficiente.

– Hasta ahora, nos las hemos arreglado muy bien -dijo otra voz-. Ha colaborado usted bastante bien -hasta cierto punto-, Herr Direktor, pero no podemos correr ningún riesgo. Nos iremos cuando Bond esté a buen recaudo y nuestra gente se encuentre lejos. La situación es ideal para el transmisor de onda corta, y sus pacientes no han sufrido la menor molestia. Veinticuatro o cuarenta y ocho horas más no serán demasiado. Después, le dejaremos en paz.

Stille Nacht, Heilige Nacht -canturreó otra voz entre risas.

A Bond se le heló la sangre en las venas. Se acercó a la puerta vidriera y apoyó las yemas de los dedos en la rendija abierta.

– ¿No pensarán ustedes…?

La voz de Kirchtum temblaba no de miedo histérico, sino del verdadero terror que se apodera de un hombre que se enfrenta a una muerte por tortura.

– Nos ha visto usted las caras, Herr Direktor. Sabe quiénes somos.

– Yo jamas…

– No piense en ello. Tiene que transmitir otro mensaje en nuestro nombre cuando Bond llegue a París. Después… Bueno, después ya veremos.

Bond se estremeció. Acababa de reconocer una voz que jamás hubiera imaginado reconocer en semejante situación. Respiró hondo y abrió cuidadosamente la rendija entre las dos hojas de la puerta. A continuación movió un poco las cortinas para ver el interior de la estancia.

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