De repente, se alarmó. Casi podía olfatear la proximidad del peligro. Antes de que su mano tocara el tirador de la mampara, se apagaron las luces, dejándole desorientado una décima de segundo durante la cual su mano no consiguió localizar el tirador mientras la mampara se abría imperceptiblemente y volvía a cerrarse produciendo un sordo rumor. Sabía que no estaba solo. Había en la ducha otra cosa que primero le rozó el rostro y después se volvió loca, golpeando contra su cuerpo y las paredes de la ducha. Bond buscó el tirador a tientas con una mano mientras con la otra agitaba desesperadamente el guante alrededor de su rostro y su cuerpo para alejar a la criatura confinada con él en el interior de la ducha. Sin embargo, cuando sus dedos se curvaron sobre el tirador para abrir la mampara, ésta no se movió. Cuanto más fuerte tiraba, más perversos se volvían los ataques de la criatura. Sintió que una garra se posaba en su hombro y después en el cuello, pero consiguió librarse de ella mientras forcejeaba con la mampara que no se movía en absoluto. La cosa se detuvo un instante, como si se preparara para el asalto final.
Entonces oyó, lejana, la risueña voz de Sukie.
– ¿James? James, ¿dónde demonios te has metido?
– ¡Aquí! ¡En el cuarto de baño! ¡Sácame de aquí, por el amor de Dios!
Un segundo más tarde, se volvió a encender la luz. Vio la sombra de Sukie en el cuarto de baño. Y entonces descubrió también a su adversario. Era algo que sólo había visto en los parques zoológicos, aunque nunca de aquel tamaño. Posado en lo alto de la ducha había un gigantesco vampiro de brillantes ojos y afilados dientes, cuyas alas estaban empezando a desplegarse para iniciar un nuevo ataque. Se abalanzó sobre la bestia, agitando el guante y gritó:
– ¡Abre la ducha!
La mampara empezó a deslizarse.
– ¡Sal del cuarto de baño, Sukie! ¡Sal en seguida! -gritó Bond, intentando cerrar la puerta mientras el vampiro descendía en picado.
Cayó de lado, consiguiendo cerrar la mampara de la ducha, y rodó por el suelo en dirección a las armas mantenidas ocultas bajo las toallas.
Aunque sabía que un vampiro no podía matar instantáneamente, la idea de lo que éste podía inyectarle en la sangre fue suficiente como para provocarle escalofríos. Sin embargo, no había actuado con la suficiente rapidez porque la criatura había huido con él de la ducha. Bond le gritó de nuevo a Sukie que cerrara la puerta y esperara. En una fracción de segundo, le cruzó por la mente todo cuanto sabía acerca del vampiro mordedor, incluso su denominación latina, Desmodus rotundus. Había tres variedades. Solían cazar de noche, acercándose subrepticiamente a su presa y clavando unos dientes caninos increíblemente afilados en una zona sin vello del cuerpo. Chupaban sangre y, al mismo tiempo, escupían saliva para evitar que la sangre se coagulara. Era la saliva la que podía transmitir enfermedades…, sobre todo, la rabia y otras dolencias víricas letales.
Aquel vampiro debía de ser un híbrido y llevar en la saliva una enfermedad especialmente desagradable. La luz del cuarto de baño le desorientó por completo, aunque era evidente que necesitaba sangre y trataría por todos los medios de hincar los dientes en la carne de Bond. Tenía un cuerpo de unos veintisiete centímetros de largo, mientras que la envergadura de las alas debía superar los sesenta, es decir tres veces la longitud de un ejemplar normal de su especie.
Como si adivinara los pensamientos de Bond, el enorme vampiro levantó las patas delanteras, extendió las alas y se elevó en el aire para efectuar un rápido ataque.
Bond sacudió la mano derecha hacia abajo para abrir la varilla y después empezó a agitarla en dirección a la criatura que se acercaba. Consiguió alcanzarla más por azar que por buena puntería, puesto que los vampiros, con sus sentidos de tipo radar, consiguen habitualmente esquivar los objetos. La luz artificial le habría debilitado los reflejos ya que la varilla de acero se descargó directamente sobre su cabeza y lo arrojaba al otro lado de la estancia donde fue a golpear contra la mampara de la ducha. Bond se plantó de un salto junto al crispado y aleteante cuerpo y lo golpeó, una y otra vez, con loco furor. Sabía lo que estaba haciendo y era perfectamente consciente de que su insensata conducta obedecía al temor. Mientras golpeaba repetidamente al animal, pensó en los hombres que habían preparado todo aquello con el ánimo de matarle…, porque no le cabía la menor duda de que la saliva de aquel vampiro contenía algo que le provocaría una rápida y dolorosa muerte.
Al terminar, arrojó la varilla a la ducha, abrió el grifo y regresó al dormitorio. Guardaba un frasco de desinfectante en el botiquín de primeros auxilios que la Rama Q solía facilitar a los agentes del Servicio.
Había olvidado que estaba desnudo.
– Bueno, ahora ya lo he visto todo. Estamos empatados -dijo Sukie muy seria desde el sillón en el que aguardaba sentada.
Empuñaba en la mano derecha una pequeña pistola semejante a la de Nannie. Y apuntaba sin vacilar contra un punto intermedio situado entre las piernas de Bond.
Sukie miró con dureza a Bond y luego contempló la pistola.
– Es bonita, ¿verdad? -dijo sonriendo mientras Bond creía ver una expresión de alivio en sus ojos.
– Deja de apuntarme. Pon el seguro y guárdala, Sukie.
– Lo mismo te digo a ti, James -contestó ella, sonriendo con picardía.
De repente, Bond se percató de su desnudez y tomó apresuradamente el albornoz de rizo del hotel mientras Sukie guardaba la pequeña pistola en la funda ajustada a su blanco liguero.
– Me la ha facilitado Nannie. Es igual que la suya -dijo Sukie, bajándose recatadamente la falda-. Te traje los sellos. James. ¿Qué ocurría en el cuarto de baño? Por un horrible instante, pensé que estabas en graves dificultades.
– Y lo estaba, Sukie. En una dificultad sumamente desagradable que tenía forma de vampiro híbrido, una criatura que no suele verse en Europa y mucho menos en Salzburgo. Alguien me preparó esta trampa.
– ¿Un vampiro? -exclamó Sukie, asombrada-. ¡James! Te hubiera podido…
– …matar. Debía llevar casi con toda certeza algo mucho más mortífero que la rabia o la peste bubónica. Y, por cierto, ¿cómo entraste?
– Llamé a la puerta, pero no obtuve respuesta -contestó Sukie, depositando una tira de sellos sobre la mesa-. Entonces me percaté de que estaba abierta. No encendí la luz hasta que oí el ruido del cuarto de baño. Alguien había atrancado la mampara de la ducha con una silla. Al principio, pensé que era una broma de mal gusto (es el tipo de cosas que suele hace Nannie), pero entonces te oí gritar. Di un puntapié a la silla y me moví como un rayo.
– Y después, esperaste aquí con el arma cargada.
– Nannie me enseñó a utilizarla. Piensa que es necesario.
– Y yo creo que lo verdaderamente necesario es que vosotras salgáis de todo este lío, pero el hecho de que yo lo crea no cambiará las cosas. ¿Me querrías hacer otro favor?
– Lo que tú quieras, James.
Su actitud era sospechosamente sumisa, incluso casi servil. Bond se preguntó si una muchacha como Sukie Tempesta hubiera tenido el valor de manejar a un peligroso vampiro híbrido. Bien mirado, pensó, la principessa Tempesta era capaz de eso y mucho más.
– Quiero que me facilites unos guantes de goma y un frasco grande de desinfectante.
– ¿Alguna marca en particular? -preguntó la mujer, levantándose.
– Algo que sea muy fuerte.
En cuanto Sukie se hubo ido, Bond tomó el frasquito del botiquín de primeros auxilios y se frotó todos los centímetros de la piel con antiséptico. Y para contrarrestar el fuerte olor del desinfectante, se roció con agua de colonia. Tras lo cual, empezó a vestirse.
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