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Steve Berry: El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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– ¿Cómo entraste?

– Forcé la puerta trasera. Es muy fácil. Debería instalar una alarma.

– Si alguien quiere robar libros viejos, por mí puede llevárselos.

– ¿Y si se trata de unos tipos que pretenden asesinarlo?

– En realidad querían asesinarte a ti. Y, dicho sea de paso, fue una estupidez entrar de ese modo. Podría haberte disparado.

– Sabía que no lo haría.

– Me alegro de que estés tan seguro, porque yo no lo tengo tan claro.

Guardaron silencio durante varios kilómetros a medida que iban acercándose a Christiangade. Sam había hecho aquel trayecto varias veces ese año.

– Thorvaldsen se ha metido en muchos líos -dijo al fin-. Pero el hombre al que persigue actuó primero.

– Henrik no es tonto.

– Tal vez no, pero todo el mundo encuentra la horma de su zapato.

– ¿Cuántos años tienes?

Le extrañó el cambio repentino de tema.

– Treinta y dos.

– ¿Cuánto llevas trabajando para el Servicio Secreto?

– Cuatro años.

Collins captó muy bien el mensaje de Malone. ¿Por qué necesitaba Henrik contactar a un joven agente del Servicio Secreto sin experiencia que dirigía una estrafalaria página web?

– Es una larga historia.

– Tengo tiempo -le espetó Malone.

– Me temo que no. Thorvaldsen ha agravado una situación que está a punto de descontrolarse. Necesita ayuda.

– ¿Quien habla es el investigador de conspiraciones o el agente?

Malone pisó el pedal y aceleró en una recta. El negro océano se proyectaba a su derecha, con las luces de la lejana Suecia en el horizonte.

– Habla su amigo.

– Está claro -replicó Malone- que no tienes ni idea de cómo es Henrik. Él no le tiene miedo a nada.

– Todo el mundo tiene miedo a algo.

– ¿A qué le tienes miedo tú?

Collins ponderó la pregunta, que él mismo se había formulado en varias ocasiones durante los últimos meses, y contestó con honestidad:

– Al hombre al que realmente persigue Thorvaldsen.

– ¿Piensas decirme su nombre?

– Lord Graham Ashby.

VI

Córcega

Ashby regresó al Arquímedes y saltó del bote a la popa. Había traído consigo al corso después de tener una pequeña charla con él en lo alto de la torre. Se habían deshecho de la ridícula sotana y el hombre no les ocasionó ningún problema durante el trayecto.

– Acompáñelo al salón principal -le dijo a Guild-hall-. Que se ponga cómodo.

Subió los tres escalones de teca que conducían hasta la piscina iluminada. Todavía sostenía el libro que habían recuperado de la vivienda corsa. En ese momento apareció el capitán del barco.

– Rumbo al norte, siguiendo la costa, a toda máquina -ordenó Ashby.

El capitán asintió y se fue.

El esbelto casco negro del Arquímedes medía setenta metros. Con sus dos motores podía alcanzar los veinticinco nudos y mantener la nada desdeñable velocidad de crucero de veintidós nudos. Las seis cubiertas albergaban tres suites, las estancias del propietario, un despacho, una cocina gourmet, sauna, gimnasio y todos los demás servicios que se esperan de una embarcación de lujo. Más abajo, las turbinas aceleraron.

Ashby pensó una vez más en aquella noche de septiembre de 1943. Todos los relatos hablaban de un mar tranquilo y un cielo despejado. La flota pesquera de Bastia permanecía ancorada en el puerto. Solo una lancha motora surcaba las aguas frente al litoral. Algunos decían que la barca se dirigía a cabo Sur y el río Golo, situado en la base meridional de cabo Corso, el promontorio más septentrional de la isla, una cadena montañosa en forma de dedo que apuntaba al norte de Italia. Otros ubicaron la lancha en distintos lugares de la costa noreste. Cuatro soldados alemanes viajaban a bordo de ella cuando dos P-39 estadounidenses acribillaron el casco con sus cañones. Una bomba erró el blanco y, por fortuna, los aviones abandonaron su razia sin destruir la embarcación. A la postre se ocultaron seis baúles de madera en algún lugar de Córcega o cerca de la isla y un quinto alemán ayudó a los otros cuatro a escapar en la costa.

El Arquímedes seguía avanzando. Llegarían en treinta minutos.

Ashby subió una cubierta más hasta llegar al gran salón, donde el cuero blanco, el mobiliario de acero inoxidable y una alfombra beréber de color crema hacían que los invitados se sintieran cómodos. Su finca inglesa del siglo xvi estaba repleta de antigüedades. Aquí prefería la modernidad. El corso estaba sentado en uno de los sofás con una copa en la mano.

– ¿Un poco de ron? -preguntó Ashby.

El hombre asintió, todavía manifiestamente agitado.

– Es mi favorito. Hecho con jugo de la primera prensada.

La embarcación surcaba el agua cada vez más rápido. Ashby lanzó el libro de Napoleón sobre el sofá en el que estaba sentado su invitado.

– Desde la última vez que hablamos he estado ocupado. No voy a aburrirle con los detalles, pero sé que cuatro hombres trajeron el oro de Rommel desde Italia. Un quinto esperaba aquí. El cuarto escondió el tesoro y no reveló su paradero. La Gestapo los fusiló por negligencia en sus deberes. Por desgracia, el quinto ignoraba dónde se encontraba el escondite. Desde entonces, corsos como usted han buscado y propagado información falsa sobre lo sucedido. Existe más de una docena de versiones de los acontecimientos que no han generado más que confusión, motivo por el cual usted me mintió la última vez -Ashby hizo una pausa-. Y por el que Gustave también lo hizo.

Se sirvió un trago de ron y se sentó en el sofá frente al corso. Una mesa de madera y cristal mediaba entre ambos. Cogió el libro y lo depositó sobre la mesa.

– Si es tan amable, necesito que resuelva el rompecabezas.

– Si pudiera, lo habría resuelto hace mucho tiempo.

Ashby sonrió.

– Hace poco leí que cuando Napoleón fue coronado emperador, excluyó a todos los corsos de la administración de su isla. Según él, no eran de fiar.

– Napoleón también era corso.

– Cierto, pero usted, señor, es un mentiroso. Sabe perfectamente cómo resolver el rompecabezas, así que proceda, haga el favor.

El corso se terminó su ron.

– Jamás debería haber hecho negocios con usted.

Ashby se encogió de hombros.

– A usted le gusta mi dinero. Yo tampoco debería haber negociado con usted.

– Intentó asesinarme en la torre.

Ashby se echó a reír.

– Simplemente quería que me prestara un poco de atención.

El corso no parecía impresionado.

– Usted acudió a mí porque sabía que podía darle respuestas.

– Y ha llegado el momento de que lo haga.

Ashby había pasado los dos últimos años analizando cada pista, entrevistando a los pocos testigos secundarios que seguían con vida -todos los protagonistas habían fallecido hacía mucho tiempo-, y había averiguado que nadie sabía si el oro de Rommel existía en realidad. Ninguna de las historias sobre su origen y su periplo de África a Alemania parecían consistentes. La versión más fiable afirmaba que el tesoro provenía de Gabès, en Túnez, a unos ciento sesenta kilómetros de la frontera libia. Después de que el Afrika Korps alemán convirtiera la ciudad en su cuartel general, se anunció a sus 3.000 judíos que por “trescientos kilos de oro” podrían salvar la vida. Les concedieron cuarenta y ocho horas para entregar el pago, tras lo cual este se guardó en seis cofres de madera que fueron llevados a la costa y enviados a Italia. Allí, la Gestapo asumió el control y confió a cuatro soldados el transporte de los cajones hasta Córcega. Lo que contenían aquellos cofres seguía siendo un misterio, pero los judíos de Gabès eran ricos, al igual que las comunidades hebreas de los alrededores, y la sinagoga local era un famoso lugar de peregrinaje, donde se habían guardado numerosos objetos preciosos a lo largo de los siglos.

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