Steve Berry - El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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Thorvaldsen oyó el ruido de una puerta al abrirse y pasos en el lóbrego salón. En algún lugar, un reloj anunció las dos de la madrugada. Los pasos se detuvieron a unos metros de distancia y una voz dijo:

– Los sensores se han activado.

Jesper llevaba mucho tiempo con él y había sido testigo de toda su alegría y su dolor, un dolor que, como Thorvaldsen sabía, su amigo también había sentido.

– ¿Dónde?

– Cuadrante sureste, cerca de la costa. Dos intrusos se dirigen hacia aquí.

– No tienes por qué hacer esto -le dijo a Jesper.

– Debemos prepararnos.

Thorvaldsen sonrió, contento de que su viejo amigo no pudiera verlo. Durante los dos últimos años había lidiado con oleadas casi constantes de emociones contradictorias y se había implicado en búsquedas y causas que, sólo temporalmente, le permitían olvidar ese dolor, esa angustia y esa tristeza que se habían convertido en sus compañeros.

– ¿Qué hay de Sam? -preguntó.

– No tenemos noticias desde su llamada. Pero Malone ha telefoneado dos veces. Dejé que sonara el teléfono, como usted indicó.

Lo cual significaba que Malone había hecho lo que Thorvaldsen necesitaba que hiciera. Había tendido aquella trampa con sumo cuidado. Ahora su intención era ponerla en práctica con la misma precisión. Thorvaldsen cogió el rifle.

– Ha llegado el momento de dar la bienvenida a nuestros invitados.

VIII

Eliza se inclinó hacia adelante en su asiento. Necesitaba captar toda la atención de Robert Mastroianni.

– Entre 1689 y 1815, Inglaterra estuvo en guerra durante sesenta y tres años. Eso significa uno de cada dos años en combate, y los años de descanso invertidos en prepararse para más combates. ¿Se imagina lo que costó eso? Y no fue algo atípico. De hecho, en aquella época era bastante habitual que las naciones europeas estuviesen en guerra.

– Y, según usted, muchos se aprovecharon de ello, ¿no es así? -preguntó Mastroianni.

– Desde luego. Y ganar aquellas guerras no importaba, pues cada vez que se libraba un conflicto, los gobiernos incurrían en más deudas y los financieros amasaban más privilegios. Es lo que hacen hoy en día las empresas farmacéuticas. Tratar los síntomas de una enfermedad, pero sin curarla, y de esta manera poder seguir cobrando.

Mastroianni se terminó su pastel de chocolate.

– Yo tengo acciones en tres de esas empresas farmacéuticas.

– Entonces sabrá que lo que acabo de decir es cierto.

Eliza lo miró con dureza. Él le devolvió la mirada, pero pareció decidir no enfrentarse a ella.

– El pastel estaba exquisito -dijo al final-. Confieso que los dulces me resultan irresistibles.

– Le he traído otro.

– Ahora me está sobornando.

– Quiero que forme parte de lo que está a punto de ocurrir.

– ¿Por qué?

– Los hombres como usted son poco comunes. Posee una gran riqueza, poder e influencia. Es inteligente e innovador. Como el resto de nosotros, está harto de compartir un elevado porcentaje de sus beneficios con gobiernos avaros e incompetentes.

– ¿Y qué está a punto de suceder, Eliza? Desvele el misterio.

No podía llegar tan lejos. Todavía no.

– Permítame responderle explicando otra historia sobre Napoleón. ¿Sabe muchas cosas de él?

– Era bajito. Llevaba un sombrero raro y la mano metida siempre en el abrigo.

– ¿Sabía que se han escrito más libros sobre él que sobre cualquier otra figura histórica, excepto Jesucristo, quizá?

– Ignoraba que fuese usted historiadora.

– Ignoraba que fuese usted tan obstinado.

Eliza conocía a Mastroianni desde hacía años. No era amigo suyo, sino más bien un socio informal. Él era único propietario de la planta de aluminio más grande del mundo. También poseía importantes negocios de auto-moción, reparación de aviones y, como él mismo había dicho, sanidad.

– Estoy harto de que me acechen -dijo-. Sobre todo una mujer que quiere algo pero no puede decirme ni qué ni por qué.

Eliza también optó por ignorarlo un poco.

– Me gusta lo que escribió Flaubert en una ocasión: “Si volvemos la vista atrás, la historia es profecía”.

Mastroianni se echó a reír.

– Lo cual ilustra perfectamente la peculiar visión francesa que tiene usted. Siempre me ha parecido irritante el modo en que los franceses resuelven sus conflictos sobre los campos de batalla del ayer. Es como si un pasado glorioso fuese a arrojar la solución precisa.

– Eso también irrita a mi mitad corsa, pero, de vez en cuando, uno de esos antiguos campos de batalla puede resultar instructivo.

– Entonces, Eliza, hábleme de Napoleón.

Eliza prosiguió por la mera razón de que aquel descarado italiano era la incorporación perfecta para su club. No podía permitir que el orgullo interfiriera en una cuidadosa planificación.

– Napoleón creó un imperio como no se había visto desde los tiempos de Roma. Setenta millones de personas se hallaban bajo su dominio personal. Se sentía cómodo con el olor a pólvora y pergamino. En realidad, se autoproclamó emperador. ¿Se lo imagina? Con solo treinta y cinco años, desaira al Papa y se impone la corona imperial -Eliza dejó que sus palabras surtieran efecto y luego dijo-: Sin embargo, pese a su ego, Napoleón sólo hizo construir dos monumentos dedicados a su persona, ambos teatros, de pequeñas dimensiones que ya no existen.

– ¿Y qué hay de todos los edificios y monumentos que erigió?

– Ninguno se creó en su honor ni lleva su nombre. La mayoría de ellos ni siquiera se finalizaron hasta mucho después de su muerte. Incluso llegó a prohibir que la plaza de la Concordia fuese rebautizada como plaza Napoleón.

Elizabeth observó que Mastroianni estaba aprendido algo. Buena señal. Había llegado el momento.

– En Roma ordenó que se retiraran los escombros del Foro Palatino y que se restaurara el Panteón, sin añadir jamás una placa que dijese que el responsable había sido Napoleón. En incontables ciudades de toda Europa ordenó una mejora tras otra y, sin embargo, nada conmemoró jamás su figura. ¿No es extraño?

Eliza vio cómo Mastroianni se llevaba el chocolate de su paladar con un trago de agua embotellada.

– Y hay algo más -señaló Eliza-. Napoleón se negó a endeudarse. Despreciaba a los financieros y los culpaba del déficit de la República francesa. No le importaba confiscar dinero, arrebatarlo o incluso depositarlo en bancos, pero se negaba a solicitar préstamos. Eso le distinguía de quienes le precedieron o llegaron después.

– No es una mala política -musitó Mastroianni-. Todos los banqueros son sanguijuelas.

– ¿Le gustaría deshacerse de ellos?

Eliza advirtió que aquella posibilidad le resultaba agradable, pero su invitado no medió palabra.

– Napoleón coincidía con usted -dijo-. Rechazó de plano la oferta norteamericana para comprar Nueva Orleans. Por el contrario, les vendió todo el territorio de Luisiana y utilizó el dinero de la venta para fraguar su ejército. Cualquier otro monarca se habría quedado la tierra y habría pedido a las sanguijuelas el dinero para la guerra.

– Napoleón murió hace mucho tiempo -apostilló Mastroianni-. Y el mundo ha cambiado. El crédito es la economía de hoy en día.

– Eso no es cierto. Robert, lo que aprendió Napoleón de esos papiros de los que le hablaba todavía es relevante en la actualidad.

Eliza vio que había despertado el interés de Mastroianni a medida que se aproximaba al meollo de la cuestión.

– Pero, evidentemente -dijo él-, no lo sabré hasta que acepte su propuesta, ¿no es así?

Eliza vio que estaba perdiendo el control de la situación.

– Puedo contarle otra cosa. Tal vez le ayude a decidirse.

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