El joven asintió.
Abandonaron la sala por la puerta más cercana. Malone, que conocía la distribución de la casa, recorrió otro pasillo hasta llegar a una intersección. Puertas con elaborados marcos con molduras bordeaban ambos lados del salón, y el espacio existente entre ellas denotaba que las habitaciones eran espaciosas. Al fondo se vislumbraba una entrada con frontón. Era el dormitorio principal. Thorvaldsen odiaba subir escaleras, así que ocupaba desde hacía mucho tiempo la planta baja. Malone se acercó a la puerta, giró lentamente el pomo y abrió la plancha de madera tallada sin hacer un solo ruido.
Miró en el interior y estudió la silueta de los altos y robustos muebles y las cortinas abiertas a la noche argentada. El centro de la habitación estaba ocupado por una alfombra, que terminaba a unos cinco pasos de la puerta. Malone miró el edredón y advirtió un bulto que parecía indicar que había alguien durmiendo. Pero algo iba mal. Notó un movimiento a su derecha. Una forma apareció en el umbral y la luz inundó el dormitorio. Malone se protegió los ojos con una mano y vio a Thorvaldsen apuntándole directamente con un rifle. Jesper salió del vestidor empuñando una pistola. Entonces vio los cuerpos. Dos hombres yacían en el suelo al otro lado de la cama.
– Me tomaron por un idiota -dijo Thorvaldsen.
A Malone no le gustaba que le tendieran una trampa. El ratón nunca solía divertirse demasiado.
– ¿Por qué me has hecho venir?
Thorvaldsen bajó el arma.
– Has estado fuera.
– Asuntos personales.
– Hablé con Stephanie, me lo ha contado todo. Lo lamento, Cotton. Ha tenido que ser un infierno.
Malone agradeció la preocupación de su amigo.
– Ya se ha acabado.
El danés se apoyó en la cama y apartó los cobertores, bajo los cuales se ocultaban solo dos almohadas.
– Por desgracia, esas cosas nunca se acaban.
Malone señaló los cadáveres.
– ¿Son los dos que atacaron la librería?
Thorvaldsen negó con la cabeza y Malone intuyó el dolor en sus ojos cansados.
– He tardado dos años, Cotton, pero por fin he encontrado a los asesinos de mi hijo.
– Napoleón creía firmemente en los oráculos y las profecías -le explicó Eliza a su compañero dé vuelo-. Era el corso que llevaba dentro. En una ocasión, su padre le dijo que la suerte y el destino estaban “escritos en el cielo”. Tenía razón.
Mastroianni no parecía impresionado, pero Eliza no estaba dispuesta a rendirse.
– Josefina, la primera mujer de Napoleón, era una criolla de Martinica, un lugar en el que florecieron el vudú y las artes mágicas. Antes de abandonar aquella isla y viajar a Francia, fue a que le leyeran el futuro. Le aseguraron que se casaría joven, sería infeliz, enviudaría y más tarde sería algo más que la reina de Francia -Eliza hizo una pausa-. Se casó a los quince años, fue extremadamente desdichada, enviudó y en el futuro no se convertiría en reina, sino en emperatriz de Francia.
– Otra vez esa actitud francesa de mirar al pasado en busca de respuestas.
– Tal vez. Pero mi madre vivió su vida según este oráculo. Antes yo también era igual de escéptica que usted, pero ahora he cambiado de opinión.
Eliza abrió el delgado libro.
– Hay treinta y dos preguntas entre las que escoger. Algunas son básicas. “¿Llegaré a viejo? ¿Se recuperará el paciente de su enfermedad? ¿Tengo algún enemigo o muchos? ¿Heredaré propiedades?”. Pero otras son más concretas. Debe leer las preguntas y formular una. Puede incluso modificar una palabra o dos -deslizó el libro hacia él-. Elija una. Algo que quizá ya sepa. Ponga a prueba su poder.
Mastroianni dio a entender que aquello lo divertía encogiéndose de hombros y guiñándole un ojo.
– ¿Tiene algo mejor que hacer? -preguntó Eliza.
Él se rindió, examinó la lista de preguntas y al final señaló una.
– Aquí. ¿Tendré un hijo o una hija?
Ella sabía que Mastroianni se había vuelto a casar el año anterior. Era su tercera esposa, una marroquí veinte años más joven, si no le traicionaba la memoria.
– No tenía ni idea. ¿Su mujer está embarazada?
– Veamos qué dice el oráculo.
Eliza advirtió la desconfianza de Mastroianni por su manera de arquear ligeramente las cejas.
Le entregó un bloc de notas.
– Coja el lápiz y trace como mínimo doce líneas verticales sobre el papel. A partir de doce, deténgase cuando quiera.
Mastroianni la miró con extrañeza.
– Funciona así -dijo ella.
Él hizo lo que le indicó.
– Ahora dibuje otras cuatro hileras de líneas verticales, cada una de ellas debajo de la primera. No lo piense, simplemente hágalo.
– ¿Doce como mínimo?
– No, las que quiera -dijo mientras observaba a Mastroianni marcar la página.
– Ahora cuente las cinco líneas. Si el número es par, dibuje dos puntos a un lado. Si es impar, un punto.
Mastroianni se tomó un momento y realizó el cálculo, cuyo resultado fue una columna de cinco líneas de puntos.
Eliza estudió el resultado.
– Dos impares, tres pares. ¿Es lo bastante aleatorio para usted?
Mastroianni asintió. Eliza abrió el libro por una página que contenía una gráfica.
– Ha elegido la pregunta treinta y dos -dijo y señaló la correspondiente línea al pie de la página-. Aquí, arriba de todo, están los puntos posibles. En la columna de la combinación que usted ha elegido, dos impares, tres pares, la respuesta a la pregunta treinta y dos es R.
Eliza hojeó el libro y se detuvo en una página con una erre mayúscula en la cabecera.
– En la página de respuestas aparecen las mismas combinaciones de puntos. La respuesta del oráculo a la combinación de dos impares y tres pares es la tercera empezando por arriba.
Mastroianni cogió el libro y se dispuso a leer. Una mirada de estupefacción invadió su rostro.
– Es asombroso.
Eliza esbozó una sonrisa.
– “Nacerá un niño que, si no es tratado a tiempo, puede causarle grandes preocupaciones”. Voy a tener un hijo, es cierto. De hecho, nos enteramos hace solo unos días. Unas pruebas han desvelado un problema de desarrollo que los médicos quieren corregir mientras el bebé esté en el útero. Es arriesgado para la madre y para el niño. No hemos hablado con nadie de ello y todavía no hemos tomado una decisión sobre el tratamiento.
Su consternación inicial se desvaneció.
– ¿Cómo es posible?
– Suerte y destino.
– ¿Puedo probar de nuevo? -preguntó.
Eliza negó con la cabeza.
– El oráculo advierte que quien lo utiliza no puede formular dos preguntas el mismo día, ni volver a preguntar por ese tema dentro del mismo mes lunar. Además, las preguntas formuladas bajo la luz de la luna tienden a obtener respuestas más precisas. ¿No es casi medianoche? Nos dirigimos hacia el este, en dirección al sol.
– Así que pronto comenzará un nuevo día.
Eliza sonrió.
– Debo decir, Eliza, que es impresionante. Hay treinta y dos respuestas posibles a mi pregunta y, sin embargo, elijo la correcta.
Eliza cerró el libro y lo abrió por una nueva página.
– Hoy no he consultado el oráculo. Déjeme probar.
Señaló la pregunta veintiocho.
“¿Tendré éxito en mi actual empresa?”.
– ¿Eso se refiere a mí? -dijo Mastroianni, cuyo tono se había suavizado.
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