Steve Berry - El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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Eliza asintió.

– He venido a Nueva York sólo para verle a usted -respondió-. Será una excelente incorporación a nuestro equipo. Yo elijo cuidadosamente, y le he elegido a usted.

– Es usted una mujer implacable. Qué digo, es usted una mujer implacable con un plan.

Ella se encogió de hombros.

– El mundo es un lugar complicado. Los precios del petróleo suben y bajan sin motivo o previsión. O bien la inflación o bien la recesión se extienden por todo el planeta. Los gobiernos están desamparados. O acuñan más dinero, lo cual genera más inflación, o regulan la situación y acaban sumiéndose en otra recesión. La estabilidad parece algo del pasado. Tengo un modo de lidiar con todos esos problemas.

– ¿Funcionará?

– Eso espero.

La faz morena de Mastroianni parecía dura como el hierro y sus grandes ojos transmitían al fin determinación. Aquel empresario, aquejado de los mismos dilemas que ella y que los demás, lo comprendía. El mundo estaba cambiando, no cabía duda. Había que hacer algo y puede que ella tuviese la solución.

– Entrar a formar parte del grupo tiene un precio -dijo Eliza-. Veinte millones de euros.

– No hay problema. Pero imagino que tendrá usted otras fuentes de ingresos.

Eliza asintió.

– Miles de millones. Intactos e imposibles de encontrar.

Su acompañante señaló el oráculo.

– Adelante, haga sus marcas y conozcamos la respuesta a su pregunta.

Eliza cogió el lápiz y dibujó cinco hileras de líneas verticales; a continuación, contó cada hilera. Todos eran números pares. Consultó la gráfica y vio que la respuesta era Q. Fue a la página pertinente y buscó el mensaje.

Contuvo las ganas de reír al ver que él estaba cada vez más entusiasmado.

– ¿Le gustaría que se lo leyera?

Él asintió.

– “Indague profundamente la disposición de quien pretende que sea su socio y, si coincide con la suya, no tema, la felicidad los acompañará a ambos”.

– Parece que el oráculo sabe lo que voy a hacer -respondió Mastroianni.

Eliza permaneció en silencio y dejó que el rumor de los motores del avión invadiera la cabina. Aquel escéptico italiano acababa de descubrir lo que ella había sabido durante toda su vida adulta, algo que su madre y su abuela corsas le habían enseñado: que la transmisión directa de los orígenes era la forma de conocimiento más poderosa.

Mastroianni le tendió la mano. Ella le correspondió y sintió la ligereza y el sudor de la mano de su acompañante.

– Puede contar conmigo para lo que sea que tenga en mente.

– ¿Sigo sin caerle bien?

– Permítame que me reserve mi opinión sobre eso.

XI

Malone pens ó que un paseo por la plaza le aclarar í a las ideas. La audiencia hab í a comenzado temprano y no se hab í a suspendido hasta bien entrado el mediod í a. No ten í a hambre , pero estaba sediento , y divis ó un bar al otro lado de la plaza. Aquel era un encargo sencillo. Algo distinto. Cerciorarse de que la condena de un traficante de drogas convertido en asesino se aplicaba sin problemas. La v í ctima , un supervisor del Departamento Antidroga de Estados Unidos oriundo de Atizona , hab í a sido ejecutado al norte de M é xico. El agente era amigo personal de Danny Daniels , presidente de Estados Unidos , de modo que Washington estaba siguiendo el proceso muy de cerca. Era el cuarto d í a de juicio , y probablemente se alargar í a hasta el d í a siguiente. Hasta el momento , el fiscal hab í a hecho un buen trabajo. Las pruebas eran abrumadoras. En privado , Malone hab í a sido informado de que el acusado y varios de sus competidores mexicanos estaban enfrentados por una lucha sobre el territorio , y al parecer el juicio era un excelente medio para que algunos tiburones de arrecife eliminaran a un depredador de aguas profundas. De una torre cercana lleg ó el diab ó lico clamor de las campanas , apenas discernible entre el rumor cotidiano de Ciudad de M é xico. Alrededor de la plaza cubierta de c é sped , la gente estaba sentada bajo los tupidos á rboles , cuyo vibrante color atemperaba la severidad de los fuliginosos edificios aleda ñ os. Una fuente de m á rmol azul disparaba finas columnas de agua espumosa al caluroso aire.

Malone oy ó una detonaci ó n. Luego otra. Una monja ataviada con una falda negra cay ó al suelo a unos metros de é l. Se escucharon dos detonaciones m á s. Una mujer se desplom ó . Los gritos atravesaron el aire. La gente hu í a en todas las direcciones , como si se hubiese activado una alarma de ofensiva a é rea.

Malone vio a ni ñ as vestidas con sobrios uniformes grises. M á s monjas. Mujeres con faldas de colores chillones. Hombres con trajes oscuros. Todos hu í an.

Malone observ ó el caos mientras segu í an cayendo cuerpos. Al final , vio a dos hombres armados con pistolas a cincuenta metros de distancia , uno de rodillas y el otro de pie , ambos disparando. Tres personas m á s cayeron al suelo.

Busc ó su Beretta bajo chaqueta. Los mexicanos le hab í an permitido conservarla mientras estuviese en el pa í s. Malone levant ó el arma y efectu ó dos disparos , que acabaron con los pistoleros.

Vio m á s cuerpos. Nadie ayudaba a nadie. Todo el mundo se limitaba a correr. Malone baj ó la pistola.

Se oy ó otro restallido y not ó que algo le atravesaba el hombro izquierdo. Al principio no sinti ó nada , y luego una carga el é ctrica le recorri ó el cuerpo y estall ó en su cerebro con una dolorosa agon í a que no le era ajena. Hab í a recibido un disparo.

De entre unos setos apareci ó un hombre. Malone apenas pudo verle la cara , excepto el pelo oscuro y rizado que asomaba bajo un ra í do sombrero ladeado.

El dolor se hizo m á s intenso. La sangre que brotaba de su hombro le empap ó la camisa. Supuestamente aquella era una misi ó n judicial de bajo riesgo. La ira se apoder ó de é l y lo arm ó de valor. Su atacante lo mir ó con insolencia y en su boca se dibuj ó una sonrisa sard ó nica. Parec í a estar debati é ndose entre quedarse all í y terminar lo que hab í a empezado o huir. El pistolero se dispuso a dar media vuelta. A Malone le fallaba el pulso , pero reuni ó todas sus fuerzas y dispar ó .

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