Todavía no recordaba haber apretado el gatillo. Más tarde le dijeron que había disparado tres veces; dos de las balas dieron en el blanco y acabaron con la vida del tercer atacante. ¿Balance final? Siete muertos y nueve heridos.
Cai Thorvaldsen, un joven diplomático asignado al consulado danés, y Elena Ramírez Rico, una fiscal mexicana, habían perdido la vida. Estaban disfrutando de su almuerzo debajo de uno de los árboles. Diez semanas después, un hombre encorvado fue a verle a Atlanta. Se sentaron en el estudio de Malone y este no se molestó en preguntarle a Henrik Thorvaldsen cómo había dado con él.
– He venido a conocer al hombre que dispar ó al asesino de mi hijo - anunci ó Thorvaldsen.
– ¿ Por qu é ?
– Para darle las gracias.
– Podr í a haber telefoneado.
– Tengo entendido que estuvo a punto de morir.
Malone se encogi ó de hombros.
– Y que ha abandonado su trabajo en el gobierno , ha renunciado al servicio y se ha retirado del ej é rcito.
– Sabe usted muchas cosas.
– El saber es el m á s grande de los lujos.
Malone no se inmut ó .
– Le agradezco la visita. Pero tengo un agujero en el hombro que me est á matando. Ahora que ya ha dicho lo que ten í a que decir , ¿ le importar í a marcharse?
Thorvaldsen no se movi ó del sof á . Simplemente escrut ó el estudio y las habitaciones contiguas , visibles a trav é s de un pasadizo abovedado. Todas las paredes estaban revestidas de libros. La casa no parec í a m á s que el tel ó n de fondo de las estanter í as.
– A m í tambi é n me encantan - dijo su invitado -. He coleccionado libros durante toda mi vida.
– ¿ Qu é quiere?
– ¿ Se ha planteado su futuro?
Malone se ñ al ó la habitaci ó n.
– He pensado en abrir una librer í a de viejo. Tengo muchos para vender.
– Una idea excelente. Yo tengo una a la venta , si le interesa.
Malone decidi ó seguirle la corriente. Pero hab í a algo en los ojos centelleantes de aquel anciano que le dec í a que su visitante no bromeaba. Las robustas manos rebuscaron en el bolsillo del abrigo y Thorvaldsen dej ó una tarjeta de visita en el sof á .
– Es mi n ú mero privado. Si le interesa , ll á meme.
Aquello fue hace dos años. Ahora tenía delante a Henrik Thorvaldsen, pero los papeles se habían invertido. Era su amigo quien estaba en aprietos. El danés permanecía sentado al borde de la cama con un rifle de asalto apoyado en el regazo y una mirada de derrota absoluta.
– Antes he soñado con Ciudad de México -dijo Malone-. Siempre es lo mismo. Nunca puedo abatir al tercer tipo.
– Pero lo hiciste.
– Por alguna razón, en el sueño soy incapaz.
– ¿Estás bien? -le preguntó Thorvaldsen a Sam Collins.
– Acudí directo al señor Malone…
– No empieces con eso -dijo él-. Se llama Cotton.
– De acuerdo. Cotton se ocupó de ellos.
– Y mi tienda ha quedado destruida. Una vez más.
– Está asegurada -apostilló Thorvaldsen.
Malone miró a su amigo.
– ¿Por qué perseguían aquellos hombres a Sam?
– Esperaba que no lo hicieran. La idea era que viniesen por mí, por eso lo envié a la ciudad. Al parecer me llevaban ventaja.
– ¿Qué estás haciendo, Henrik?
– He pasado los dos últimos años buscando. Sabía que detrás de lo sucedido aquel día en Ciudad de México había algo más. Aquella masacre no fue un acto de terrorismo. Fue un asesinato.
Malone lo dejó continuar.
Thorvaldsen señaló a Sam.
– Este joven es bastante brillante. Sus superiores no se dan cuenta de lo inteligente que es.
Malone vio que las lágrimas asomaban a los ojos de su amigo, algo que nunca había visto antes.
– Le echo de menos, Cotton -susurró Thorvaldsen, mirando todavía a Sam.
Este puso su mano en el hombro del anciano.
– ¿Por qué tuvo que morir? -musitó.
– Dímelo tú -repuso Malone-. ¿Por qué murió Cai?
– Pap á, ¿ c ó mo te encuentras hoy?
Thorvaldsen esperaba con ansia las llamadas semanales de Cai y le gustaba que su hijo , pese a tener treinta y cinco a ñ os y formar parte del cuerpo diplom á tico de é lite dan é s , todav í a le llamara pap á .
– Me siento solo en esta casa , pero con Jesper siempre hay cosas interesantes que hacer. Est á podando el jard í n y discutimos sobre cu á nto debe cortar. Es muy testarudo.
– Pero Jesper siempre tiene raz ó n. Lo sabemos desde hace mucho.
Thorvaldsen se ech ó a re í r.
– S í, pero no pienso dec í rselo jam á s. ¿ C ó mo va todo al otro lado del oc é ano?
Cai hab í a solicitado una plaza en el consulado dan é s de Ciudad de M é xico y se la hab í an concedido. Desde una edad muy temprana a su hijo le fascinaban los aztecas y disfrutaba estando cerca de aquella cultura ancestral.
– M é xico es un lugar incre í ble. Fren é tico , abarrotado y ca ó tico , y al mismo tiempo fascinante , desafiante y rom á ntico. Me alegro de haber venido.
– ¿ Y qu é hay de aquella joven a la que conociste?
– Elena es maravillosa.
Elena Ram í rez Rico trabajaba para la oficina del fiscal federal en Ciudad de M é xico y la hab í an destinado a una unidad especial de investigaci ó n. Cai le hab í a hablado de la vida profesional de la joven , pero se explayaba mucho m á s en lo personal. Al parecer , estaba bastante enamorado.
– Deber í as traerla de visita.
– S í, lo hemos estado hablando. Quiz á en Navidad.
– Ser í a maravilloso. Le gustar á c ó mo la celebramos los daneses , aunque quiz á le resulte inc ó modo nuestro clima.
– Me ha llevado a muchos yacimientos arqueol ó gicos. Conoce muy afondo la historia de su pa í s.
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