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Steve Berry: El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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– ¿Cómo puedo negarme a una mujer que, aunque no me cae bien, me ha ofrecido tan confortable vuelo de regreso a casa y me ha servido la mejor ternera, la mejor champaña y, por supuesto, el mejor pastel de chocolate?

– Insisto, Robert. Si no le caigo bien, ¿por qué está aquí?

Mastroianni clavó sus ojos en los de ella.

– Porque estoy intrigado, y usted lo sabe. Sí, me gustaría deshacerme de los banqueros y los gobiernos.

Eliza se levantó, se acercó a un sofá de piel y abrió su bolso de Louis Vuitton. En su interior guardaba un pequeño libro encuadernado en cuero, publicado por primera vez en 1822 con el título El libro del destino,anteriormente en posesión de y utilizado por Napoleón.

– Esto me lo regaló mi abuela corsa, quien a su vez lo recibió de su abuela -Eliza dejó el delgado tomo sobre la mesa-. ¿Cree en los oráculos?

– Poco.

– Este es bastante especial. Supuestamente fue descubierto en una tumba del Valle de los Reyes, cerca de Luxor, por uno de los sabios de Napoleón. Estaba escrito en jeroglíficos y fue entregado al emperador. Este consultó con un sacerdote copto, que se lo tradujo de viva voz al secretario de Napoleón, quien a su vez lo tradujo al alemán por cuestiones de secretismo y luego se lo regaló a Napoleón -Eliza hizo una pausa-. Todo mentiras, por supuesto.

Mastroianni se echó a reír.

– ¿Por qué no me sorprende?

– Es cierto que el manuscrito original se halló en Egipto, pero, a diferencia del papiro que mencioné antes…

– Del que no me ha contado nada -interrumpió él.

– Eso conlleva un compromiso.

Mastroianni sonrió.

– Muy misterioso su Club de París.

– He de andarme con cuidado -Eliza señaló el oráculo que reposaba sobre la mesa-. El texto original fue escrito en griego y probablemente formaba parte de la biblioteca perdida de Alejandría. Allí se almacenaban cientos de miles de pergaminos similares, todos ellos desaparecidos en el siglo v después de Cristo. Napoleón ordenó transcribirlo, en efecto, pero no al alemán. No conocía ese idioma. A decir verdad, se le daban bastante mal las lenguas extranjeras, así que pidió que lo tradujeran al corso. En todo momento guardó este oráculo en una caja de madera. Hubo que deshacerse de aquella caja tras la desastrosa batalla de Leipzig de 1815, cuando su imperio empezó a desmoronarse. Cuentan que Napoleón arriesgó su vida tratando de recuperarla. Al final, un oficial prusiano la encontró y se la vendió a un general francés cautivo, quien la reconoció como una de las posesiones del emperador. El general pensaba devolverla, pero falleció antes de poder hacerlo. La caja acabó en manos de la segunda mujer de Napoleón, la emperatriz María Luisa, que no acompañó a su marido al exilio forzado en Santa Elena. Tras la muerte de Napoleón en 1821, un hombre llamado Kirchenhoffer pidió el manuscrito a la emperatriz para publicarlo.

Eliza abrió el libró y pasó con cuidado las primeras páginas.

– Observe la dedicatoria: su alteza imperial, la emperatriz de francia.

A Mastroianni no parecía interesarle.

– ¿Le gustaría probarlo? -le preguntó.

– ¿Para qué?

– Para predecir su futuro.

IX

El cálculo inicial que había realizado Malone sobre Sam Collins era correcto. Tenía poco más de treinta años y un rostro ansioso que transmitía una mezcolanza de inocencia y determinación. Su pelo de color rubio rojizo, corto y enmarañado, parecía un plumaje. Hablaba con un cierto acento que Malone había detectado enseguida, australiano, o quizá neozelandés, pero su dicción y sintaxis eran estadounidenses. Era ansioso y engreído, como tantos otros treintañeros, igual que el propio Malone lo había sido en su día, y quería que lo trataran como si tuviese cincuenta años. Pero había un inconveniente: a esos treintañeros, como también le ocurriera a Malone en su día, les faltaban veinte años de experiencia plagados de errores.

Al parecer, Sam Collins había aplazado su carrera en el Servicio Secreto, y Malone sabía que si fracasabas en una rama de seguridad, ninguna otra acostumbraba a tenderte la mano.

Malone tomó otra curva cerrada mientras la autopista costera se adentraba en una oscura y boscosa extensión del interior. A lo largo de varios kilómetros, toda la tierra que mediaba entre la carretera y el mar era propiedad de Henrik Thorvaldsen. Dos de esas hectáreas pertenecían a Malone, un regalo inesperado que le hizo su amigo danés unos meses antes.

– No vas a contarme qué haces en Dinamarca, ¿verdad? -le preguntó a Collins.

– ¿Podemos hablarlo con Thorvaldsen? Estoy convencido de que él responderá a todas sus preguntas.

– ¿Más instrucciones de Henrik?

Collins vaciló por un momento.

– Eso es lo que me dijo que respondiera si usted me preguntaba.

Le ofendía que lo manipularan, pero sabía que ese era el estilo de Thorvaldsen. Si pretendía averiguar algo, tendría que seguirle el juego.

Malone aminoró la marcha frente a una verja abierta y pasó entre dos casas de campo blancas que servían de entrada a Christiangade. La finca tenía cuatro siglos de antigüedad y había sido construida por un antepasado de Thorvaldsen que, muy inteligentemente, en el siglo xvii convirtió toneladas de turba inservible en combustible para fabricar porcelana fina. En el siglo xix, Adelgate Glasvaerker fue declarada proveedora de cristal de la Casa Real danesa. Todavía ostentaba ese título y sus objetos de vidrio se vendían en toda Europa.

Malone recorrió un sendero cubierto de hierba y jalonado de árboles deshojados por el invierno. La casa solariega era un perfecto ejemplo del barroco danés: tres plantas de ladrillo coronadas por un tejado de cobre. Un ala apuntaba tierra adentro, mientras que la otra daba al mar. No se apreciaba ninguna luz en las ventanas, algo normal teniendo en cuenta que era de noche. Sin embargo, la puerta principal estaba entreabierta. Eso sí era inusual.

Malone estacionó, salió del carro y se dirigió a la entrada, pistola en ristre. Collins le siguió. En el interior, el aire cálido rezumaba un aroma a tomates hervidos y tabaco. Eran olores familiares en una casa que había visitado con frecuencia durante los dos últimos años.

– Henrik -llamó Collins.

Malone miró al joven y susurró-.

– ¿Eres idiota o qué?

– Ellos deben saber que estamos aquí.

– ¿Quiénes son ellos?

– La puerta estaba abierta.

– Precisamente por eso. Cállate y quédate detrás de mí.

Malone avanzó sobre las baldosas pulidas y la madera noble de un pasillo cercano, recorrió un amplio vestíbulo y atravesó el invernadero y la sala de billar hasta llegar a un estudio de la planta baja, iluminado únicamente por la luz de la luna en cuarto creciente que se filtraba por los ventanales.

Malone necesitaba comprobar algo. Esquivó los muebles hasta llegar a un elaborado mueble para armas, fabricado en el mismo arce robusto que cubría el resto del salón. Sabía que en él siempre había al menos doce escopetas de caza, además de varias pistolas, una ballesta y tres rifles de asalto.

La puerta de cristal biselado se abrió. Dos escopetas de caza y una de las armas automáticas habían desaparecido. Cogió una de las pistolas. Era un revólver Welby con acabados en azul y tambor de 150 mm. Sabía que Thorvaldsen sentía una especial predilección por aquella arma. No se había fabricado ninguna desde 1945. Un olor amargo a aceite inundó su nariz. Comprobó el tambor. Seis balas. Estaba cargada. Thorvaldsen jamás exponía un arma vacía.

Malone se la dio a Collins y preguntó:

– ¿Sabes utilizarla?

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