Steve Berry - El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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As í es , pap á . Me recuerda a mam á . Su calidez , su sonrisa.

Entonces tiene que ser encantadora.

– Elena Ramírez Rico -dijo Thorvaldsen-, investigaba delitos culturales, principalmente el robo de objetos de arte. Es un gran negocio en México. Estaba a punto de condenar a dos hombres, un español y un británico. Ambos eran personas importantes en el mercado de los objetos robados. Elena fue asesinada antes de que eso ocurriera.

– ¿Por qué tenían tanto interés en matarla? -preguntó Malone-. Habrían asignado a otro fiscal de todos modos.

– Y así fue, pero rehusó continuar con el caso. Se retiraron todos los cargos.

Thorvaldsen estudió a Malone. Vio que su amigo lo comprendía perfectamente.

– ¿Quiénes eran los dos hombres a los que se juzgaba? -preguntó Malone.

– El español es Amando Cabral. El británico es lord Graham Ashby.

XII

Córcega

Ashby estaba sentado en el sofá dando pequeños sorbos a su ron y observando al corso mientras el Arqu í medes proseguía su trayecto por la costa, bordeando el rocoso litoral al este del cabo Corso.

– Esos cuatro alemanes dejaron algo a su otro compañero -dijo por fin Ashby-. Es un viejo rumor, pero he podido corroborar su veracidad.

– Gracias a la información que yo le facilité hace meses.

Ashby asintió.

– Así es. Usted controlaba las piezas que faltaban. Por eso vine y le ofrecí generosamente lo que sabía, además de un porcentaje del hallazgo, y usted accedió a compartir lo que descubriera.

– Sí, pero no he encontrado nada. Así que, ¿qué sentido tiene alargar esta conversación? ¿Por qué estoy cautivo?

– ¿Cautivo? Nada de eso. Simplemente estamos dando un breve paseo en mi barco. Dos amigos pasando un rato juntos.

– Los amigos no se atacan el uno al otro.

– Ni tampoco se dicen mentiras.

Ashby se había puesto en contacto con aquel hombre un año antes, tras conocer su conexión con ese quinto alemán que había estado allí en septiembre de 1943. Cuenta la leyenda que uno de los cuatro soldados a los que Hitler ejecutó codificó el paradero del tesoro y trató de utilizar la información como baza. Por desgracia para él, los nazis no negociaban, o al menos nunca lo hacían de buena fe. El corso que estaba sentado frente a él, que sin duda intentaba descubrir hasta dónde podía llegar aquel farol, había tropezado con lo que el desventurado alemán había dejado atrás: un libro, un volumen inocuo sobre Napoleón, que el soldado había leído mientras se hallaba prisionero en Italia.

– Ese hombre -dijo Ashby- conocía la existencia del Nudo Arábigo. -Señalando a la mesa, añadió-: Así que redactó esas cartas. Después de la guerra fueron descubiertas por ese quinto participante en los archivos confiscados a Alemania. Lamentablemente, no llegó a descubrir el título del libro. Pero usted sí lo hizo, lo cual resulta sorprendente. Yo redescubrí esas cartas y la última vez que nos vimos se las entregué, lo cual demuestra mi buena fe. Pero usted no mencionó que sabía cuál era el título del libro.

– ¿Y quién le ha dicho que lo sé?

– Gustave.

Ashby advirtió desconcierto en el rostro de aquel hombre.

– ¿Le ha hecho daño? -preguntó el corso.

– Le pagué por la información. Gustave es un charlatán con un optimismo contagioso. Ahora también es bastante rico.

Ashby observó a su invitado mientras este digería la traición. El señor Guildhall entró en el salón y asintió. Ashby sabía lo que eso significaba. Estaban cerca. Los motores se apagaron y la embarcación ralentizó la marcha. Ashby hizo un gesto y su acólito se fue.

– ¿Y si descifro el Nudo Arábigo? -preguntó el corso después de atar cabos.

– Entonces usted también será rico.

– ¿Qué tan rico?

– Un millón de euros.

El corso prorrumpió en una carcajada.

– El tesoro vale cien veces esa cantidad.

Ashby se levantó del sofá.

– Si es que existe. Incluso usted reconoce que podría ser una leyenda.

Ashby cruzó el salón y cogió un macuto negro. Al volver vertió su contenido sobre el sofá. Eran fajos de euros. El burócrata abrió unos ojos como platos.

– Un millón. Es suyo. Se ha acabado la cacería para usted.

El corso se inclinó hacia adelante y cerró el libro.

– Es usted de lo más convincente, lord Ashby.

– Todo el mundo tiene un precio.

– Estos números romanos no dejan lugar a dudas. La fila superior son números de página. La serie intermedia son números de línea. La última muestra la posición de la palabra. El ángulo une las tres líneas.

XCV CCXXXVI CXXVII CXCIV XXXII

IV XXXI XXVI XVIII IX

VII VI X II XI

Ashby estudió al corso mientras este hojeaba el viejo libro y localizaba la primera página: noventa y cinco, cuarta línea, séptima palabra.

– ”Santa”. Eso no tiene sentido. Pero si añadimos las dos palabras anteriores y la posterior, sí lo tiene. “Torre de Santa María”.

Siguió los mismos pasos cuatro veces más.

“Torre de Santa María, convento, cementerio, indicador, Ménéval”.

Ashby lo miró y entonces dijo:

– Un libro bien elegido. El texto describe el exilio de Napoleón en Santa Elena, así como sus primeros años en Córcega. Las palabras correctas estaban todas allí. Ese alemán era inteligente.

El corso se recostó.

– Su secreto ha permanecido oculto durante sesenta años. Ahora lo tenemos ante nosotros -dijo esbozando una amigable sonrisa para endulzar la atmósfera.

El corso examinó los euros.

– Me pica la curiosidad, lord Ashby. Obviamente, es usted rico. No necesita ese tesoro.

– ¿Por qué dice eso?

– Lo busca usted por placer, ¿no es así?

Ashby caviló sobre sus meticulosos planes y sus riesgos calculados.

– Me interesan las cosas perdidas.

El barco se detuvo.

– Yo busco por dinero -dijo el corso sosteniendo un fajo de billetes-. No tengo un barco tan grande como este.

Las preocupaciones que asolaban a Ashby mientras navegaba hacia el sur desde la costa francesa al fin se habían disipado. Se preguntaba si el premio merecería todos aquellos quebraderos de cabeza. Aquel era el inconveniente de las cosas perdidas: a veces el fin no justificaba los medios. Aquí tenía un buen ejemplo.

Nadie sabía si había seis cofres de madera esperando a ser encontrados y, de ser así, qué contenían realmente. Puede que solo unas cuberterías de plata y un puñado de joyas de oro. Los nazis no eran muy exigentes con lo que expoliaban. Pero a él no le interesaba la chatarra, porque el corso se equivocaba: él necesitaba aquel tesoro.

– ¿Dónde estamos? -preguntó el corso.

– Frente a la costa, al norte de Macinaggio. En la reserva natural de la Capandula.

El cabo Corso, al norte de Bastia, estaba salpicado de antiguas atalayas, conventos vacíos e iglesias románicas. El extremo más septentrional comprendía un parque natural con pocas carreteras y todavía menos gente. Solo las gaviotas y los cormoranes lo consideraban su hogar. Ashby había estudiado su geografía. La Torre de Santa María era una ruinosa edificación de tres niveles que se alzaba sobre el mar, a solo unos metros de la costa. Fue construida por los genoveses en el siglo xvi como puesto de vigilancia. A escasa distancia de la torre, tierra adentro, se encontraba la capilla de Santa María, que databa del siglo xi y que había sido un convento; en la actualidad era una atracción turística.

“Torre de Santa María, convento, cementerio, indicador, Ménéval”.

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