Steve Berry - El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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– Disculpen las molestias, pero necesitamos privacidad para concluir nuestro negocio. Y tengo que saber si realmente había algo que encontrar.

El corso señaló el agujero vacío.

– Como puede observar, lord Ashby, no hay ni cofres ni tesoro, como usted se temía.

– Lo cual es comprensible, dado que ambos encontraron recientemente los cofres y se los llevaron.

– Eso es ridículo -dijo el corso-. Es completamente falso.

Había llegado el momento de acabar con aquella farsa.

– Me he pasado tres años buscando el oro de Rommel. Me ha costado mucho tiempo y dinero. Hace seis meses localicé por fin a la familia de ese quinto alemán. Vivió una larga vida y murió en Bavaria hace una década. Su viuda me permitió entrar en su casa, a cambio de dinero, por supuesto. Entre sus pertenencias, encontré los números romanos.

– Lord Ashby -dijo el corso-, no le hemos traicionado.

– Sumner, si es tan amable, informe a estos caballeros de lo que ha encontrado.

La oscura silueta apuntó a Gustave con su linterna.

– En el patio de este cabrón había enterrados seis cofres -se produjo una pausa momentánea-. Estaban llenos de lingotes de oro con la esvástica grabada.

Ashby saboreó aquella revelación. Hasta el momento ignoraba qué habían descubierto. Mientras él ejercía de huésped del corso, Sumner Murray y sus hijos localizaron a Gustave a las afueras de Bastia y corroboraron si sus sospechas eran fundadas. Y mientras navegaban hacia el norte, los Murray recorrieron la autopista de la costa. Después, Guildhall desembarcó y cavó la tumba.

– Negocié con ustedes de buena fe -dijo Ashby a los dos embusteros-. Les ofrecí un porcentaje del hallazgo y habría respetado el acuerdo. Decidieron engañarme, así que no les debo nada. Retiro el millón de euros que les ofrecí.

Ashby había leído sobre las célebres vendettas corsas, sangrientas guerras que estallaban entre familias y ocasionaban un grado de mortalidad que normalmente se asociaba a las guerras civiles. Aquellas mortíferas batallas, por lo común desatadas por asuntos triviales de honor, podían prolongarse durante décadas. A lo largo de los siglos, los Da Gentile y los Da Mare habían luchado entre sí y algunas víctimas de aquellos enfrentamientos se descomponían en el terreno sobre el que se encontraba Ashby. Oficialmente, las vendettas ya no existían, pero sus vestigios manchaban todavía la política corsa. El asesinato y la violencia eran algo habitual. La táctica política incluso tenía un nombre: r è glement de comte. Ajuste de cuentas. Había llegado el momento de ajustar aquella.

– Normalmente le pediría a mi abogado que se encargara de ustedes.

– ¿Un abogado? ¿Piensa denunciarnos? -demandó el corso.

– No, por Dios.

El corso se echó a reír.

– Empezaba a dudarlo. ¿No podemos llegar a un acuerdo? A fin de cuentas, le dimos parte de la respuesta. ¿A cambio podemos quedarnos con el dinero que ya nos ha entregado?

– Para hacer eso tendría que perdonarle su engaño.

– Es mi naturaleza -argumentó el corso-. No puedo evitarlo. ¿Qué le parece la mitad del dinero por las molestias que le hemos ocasionado?

Ashby observó cómo Guildhall se alejaba lentamente de los cautivos. Sumner y los dos Murray más jóvenes ya se habían apartado, percibiendo lo que estaba a punto de acontecer.

– La mitad me parece un poco excesivo -respondió. ¿Qué tal…?

Dos disparos resonaron en mitad de la noche. Los corsos empezaron a tambalearse cuando las balas de Guildhall les atravesaron el cráneo. Sus cuerpos se inclinaron hacia adelante y cayeron en la fosa. Problema resuelto.

– Tapen esto y asegúrense de que pasa desapercibido.

Ashby sabía que los Murray se ocuparían de ello.

Guildhall se acercó y Ashby le preguntó:

– ¿Cuánto tiempo nos llevará recuperar el oro?

– Ya lo tenemos. Está en la camioneta.

– Excelente. Cárguenlo en el Arqu í medes. Debemos irnos. Mañana tengo negocios pendientes en otro lugar.

XV

Dinamarca

Malone y Thorvaldsen salieron del dormitorio y se dirigieron al vestíbulo principal de Christiangade. Allí, Thorvaldsen subió una escalera hasta el siguiente piso, donde siguió un amplio pasillo adornado con obras de arte y antigüedades danesas hasta llegar a una puerta cerrada. Malone sabía adonde iban: a la habitación de Cai.

Era una estancia íntima, con techos altos, paredes de yeso en colores suaves y una cama inglesa con dosel.

– Él siempre decía que era su lugar de reflexión -dijo Thorvaldsen mientras encendía tres lámparas-. Esta habitación fue redecorada muchas veces. Al principio fue la habitación de juegos, luego la habitación de un niño, más tarde el refugio de un joven y al final la guarida de un adulto. A Lisette le encantaba reformarla.

Malone sabía que el tema de la difunta esposa de Thorvaldsen era tabú. En los dos años que llevaban juntos solo habían hablado de ella en una ocasión y de manera fugaz. Su retrato seguía presente en la planta baja y había fotografías de ella repartidas por toda la casa. Era como si solo estuvieran permitidos los recordatorios visuales de aquella memoria sagrada.

Malone nunca había entrado en la habitación de Cai y en ella vio más fotografías en unas estanterías atestadas de adornos.

– Vengo aquí a menudo -dijo Thorvaldsen.

– ¿Te sirve de consuelo? -se vio obligado a preguntar.

– Probablemente no. Pero tengo que aferrarme a algo y esta habitación es lo único que me queda.

Malone quería saber lo que pasaba, así que mantuvo la boca cerrada y los oídos bien abiertos y se mostró comprensivo con su amigo. Thorvaldsen se inclinó sobre un tocador adornado con fotografías familiares. Un abismo de tristeza insondable pareció engullirlo.

– Lo asesinaron, Cotton, lo mataron cuando estaba en la flor de la vida, y todo por intentar demostrar algo.

– ¿Qué pruebas tienes?

– Cabral contrató a cuatro pistoleros. Tres fueron a esa plaza…

– Y yo los maté.

Su propia vehemencia lo alarmó.

El danés se volvió hacia él.

– E hiciste bien. Encontré al cuarto y me contó lo ocurrido. Vio lo que hiciste, cómo mataste a aquellos dos hombres. Él debía cubrir al tercero, el que te disparó, pero huyó de la plaza cuando abriste fuego. Cabral lo aterrorizaba, así que desapareció.

– ¿Y por qué no llevas a juicio a Cabral?

– No es necesario. Está muerto.

Entonces cayó en la cuenta.

– ¿Está en una de esas bolsas?

Thorvaldsen asintió.

– Vino para acabar conmigo.

Malone sabía que Thorvaldsen no se lo había dicho todo.

– Cuéntame el resto.

– No quería hablar delante de Sam. Es muy impetuoso, tal vez demasiado. Está convencido de tener razón y quiere venganza o, para ser más precisos, reconocimiento. Lamento que estuvieran a punto de herirlo.

Thorvaldsen miró de nuevo el tocador. Malone percibió que al viejo danés lo embargaba la emoción.

– ¿Qué has descubierto? -preguntó Malone en voz baja.

– Algo que no me esperaba.

картинка 6

Sam se encaramó al barco mientras Jesper ataba el bote a la popa. El frío aire invernal de Escandinavia le quemaba la cara. Sacaron los cuerpos de las bolsas, los tendieron en el bote y lo remolcaron hacia mar abierto. Jesper ya le había dicho que las fuertes corrientes arrastrarían el bote hacia Suecia, donde sería descubierto al alba.

Qué noche tan agotadora. Habían ocurrido muchas cosas. Tres días antes, Thorvaldsen había pronosticado que la situación se agravaría y, sin duda, así había sido.

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