Steve Berry - El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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– Hace muchas cosas por Henrik -le dijo Sam a Jesper, tratando de imponerse al ruido del fueraborda.

– Herre Thorvaldsen ha hecho mucho por mí.

– Matar gente es un tanto excesivo, ¿no cree?

– No, si lo merecen.

El mar estaba picado por la fuerte brisa del norte. Por suerte, Jesper le había proporcionado un grueso abrigo de lana, guantes térmicos y una bufanda.

– ¿Matará Thorvaldsen a Cabral y Ashby? -preguntó.

– El señor Cabral está muerto.

Sam no comprendía.

– ¿Cuándo ha ocurrido?

Jesper señaló el bote que remolcaban.

– Subestimó a Herre Thorvaldsen.

Sam contempló el oscuro casco que contenía los dos cadáveres. No le gustaba quedarse al margen y ahora sentía todavía más curiosidad por la conversación que estaban manteniendo Thorvaldsen y Malone. Jesper aún no había respondido a su pregunta sobre la muerte de Cabral y se dio cuenta de que tampoco pensaba hacerlo. Aquel hombre era absolutamente leal y responder significaría infringir ese compromiso con Thorvaldsen, pero su silencio era elocuente.

картинка 7

– Ashby está buscando un tesoro -dijo Thorvaldsen-. Un tesoro que se ha mostrado esquivo durante mucho tiempo.

– ¿Y qué importancia tiene eso?

– La tiene. Todavía no sé por qué, pero la tiene.

Malone esperó.

– El joven Sam tiene razón cuando habla de una conspiración. No se lo he dicho, pero mis investigadores han confirmado que cinco personas se han estado reuniendo periódicamente en París.

– ¿Su Club de París?

Thorvaldsen se encogió de hombros.

– La gente tiene derecho a reunirse.

Malone vio unas gotas de sudor en la frente de Thorvaldsen, aunque en la habitación no hacía calor.

– Esa gente no. Por mis pesquisas he podido saber que están haciendo experimentos. El año pasado, en Rusia, incidieron en el sistema nacional de banca. En Argentina, devaluaron artificialmente las acciones; compraron bajo y después lo revirtieron todo y obtuvieron grandes beneficios. Lo mismo ocurrió en Colombia e Indonesia. Son pequeñas manipulaciones. Es como si estuviesen tanteando el terreno, viendo qué se puede hacer.

– ¿Qué daños pueden ocasionar? La mayoría de las naciones cuentan con una protección más que adecuada para sus sistemas financieros.

– Eso no es cierto, Cotton. Es una bravuconada que buena parte de los gobiernos no puede demostrar, sobre todo si quienes atacan el sistema saben lo que se traen entre manos. Y fíjate en los países que eligieron. Son lugares con regímenes opresivos y una democracia limitada o inexistente, naciones que prosperan con un gobierno centralizado y escasos derechos civiles.

– ¿Crees que eso importa?

– Sí. Estos financieros están muy preparados. Los he investigado y están bien dirigidos.

Malone detectó cierto tono de burla.

– Elena Rico iba por Ashby y Cabral. He averiguado muchas cosas sobre Graham Ashby. Él habría llevado el asunto de la muerte de Rico con más discreción, pero encargaron el asesinato a su aliado y este lo hizo a su manera. Supongo que a Ashby no le complació aquella matanza en la plaza, pero tampoco tenía margen para protestar. Se había cumplido la misión.

A Malone no le gustaba aquella sensación de vacío en el estómago, que parecía empeorar a cada minuto que pasaba.

– ¿Piensas matarlo como has hecho con Cabral?

Thorvaldsen no apartó la mirada de las fotografías.

– Ashby no está al corriente de que Cabral ha intentado matarme esta noche. Lo último que habría querido Cabral es que su socio supiera que lo habían descubierto. Por eso ha venido en persona.

Thorvaldsen hablaba mecánicamente, como si todo estuviese decidido. Pero Malone notaba que faltaba algo más.

– ¿Qué está pasando realmente aquí, Henrik?

– Es una historia complicada, Cotton, que comenzó el día en que murió Napoleón Bonaparte.

XVI

Ashby estaba encantado. Ahora el oro de Rommel se encontraba a buen recaudo a bordo del Arqu í medes. Según un cálculo rápido, aplicando el precio actual, aquel botín tenía un valor de al menos sesenta o setenta millones de euros, quizá incluso cien. La predicción del corso había resultado correcta. Ashby descargaría los lingotes de oro en Irlanda, donde podría guardarlos en uno de sus bancos, a salvo de los inspectores británicos. No había necesidad de convertir el duro metal en moneda, al menos por el momento. La cotización internacional seguía en ascenso, los pronósticos prometían más incrementos y, además, el oro era siempre una buena inversión. Ahora poseía contravalor suficiente para garantizar cualquier financiación inmediata que necesitara. En general había sido una noche excelente.

Entró en el gran salón del Arqu í medes. El ron del corso todavía descansaba sobre la mesita situada entre los sofás. Ashby cogió el vaso, salió a la cubierta y lo arrojó al mar. La idea de beber del mismo vaso que aquel embustero le repugnaba. El corso pretendía apropiarse del oro y recibir un millón de euros. Aun viéndose descubierto, el mentiroso burócrata había continuado con aquella farsa.

– Señor.

Ashby se dio la vuelta. Guildhall acababa de entrar en el salón.

– Ella está al teléfono.

Ashby esperaba aquella llamada y se dirigió a un salón contiguo, una cálida habitación adornada con madera pulida, suaves tejidos y paredes cubiertas de marquetería de paja. Se sentó en una butaca y levantó el auricular.

Bonsoir , Graham -dijo Eliza Larocque.

– ¿Todavía en el aire? -preguntó en francés.

– Así es. Pero ha sido un viaje tranquilo. El signor Mastroianni ha aceptado firmar el pacto. Depositará la fianza de inmediato, de modo que dentro de poco recibirá una transferencia.

– Su instinto no le ha fallado.

– Será una buena incorporación. Hemos mantenido una interesante conversación.

Si algo caracterizaba a Eliza Larocque era su poder de convicción. Se había presentado en su finca de Inglaterra y se había pasado tres días seduciéndolo con las posibilidades del proyecto. Según sus investigaciones, Larocque descendía de una antiquísima familia acomodada. Sus ancestros corsos fueron rebeldes antes que aristócratas y tomaron la inteligente decisión de huir de la Revolución Francesa y regresar en el momento adecuado. La economía la apasionaba. Poseía títulos de tres universidades europeas. Gestionaba los negocios familiares con pragmatismo y dominaba los sectores de las comunicaciones inalámbricas, el petroquímico y el inmobiliario. Forbes estimaba su riqueza en casi 20.000 millones. Ashby juzgaba aquella cifra un tanto elevada, pero constató que Larocque jamás había corregido aquella mención en la prensa. Alternaba su lugar de residencia entre París y una finca familiar situada en el valle del Loira, al sur de la capital, y nunca había contraído matrimonio, lo cual también extrañaba a Ashby. Sus pasiones declaradas eran el arte clásico y la música contemporánea. Curiosas contradicciones también. ¿Y su defecto? Su propensión a la violencia. Para Larocque, era el medio para alcanzar prácticamente cualquier fin. Ashby no se oponía a utilizarla -aquella noche había demostrado su inherente necesidad-, pero la ejercía con mesura.

– ¿Qué tal el fin de semana hasta el momento? -le preguntó Larocque.

– He disfrutado de un tranquilo crucero por el Mediterráneo. Me encanta mi barco. Es un placer que rara vez saboreo.

– Es demasiado lento para mí, Graham.

A ambos les encantaban sus juguetes. A Larocque le gustaban los aviones. Ashby había oído hablar de su nuevo Gulfstream.

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