El danés vio una cola con varios nudos extendida sobre una de las estanterías. Él y Cai habían hecho volar la cometa una lejana tarde de verano. Le invadió un destello de alegría, un sentimiento extraño, a un tiempo maravilloso e incómodo.
Thorvaldsen se obligó a concentrarse y continuó:
– Napoleón robó tanto que resulta difícil imaginárselo. De camino a Egipto, conquistó Malta y arrebató a los reyes monedas, obras de arte, cuberterías de plata, joyas y cinco millones de francos en oro. La historia cuenta que este tesoro se perdió en el mar, durante la batalla de la bahía de Abukir. ¿No es curioso cómo bautizamos las batallas, como si fuesen una gran obra épica? Cuando los británicos destruyeron la flota francesa en agosto de 1798, mil setecientos hombres perdieron la vida y, sin embargo, le damos un título, como si fuera una novela.
Thorvaldsen hizo una pausa.
– El tesoro de Malta supuestamente viajaba a bordo de uno de los barcos hundidos, pero nadie lo sabe a ciencia cierta. Existen muchas historias parecidas. Casas, castillos, tesoros nacionales enteros que fueron saqueados. Incluso el Vaticano. Napoleón todavía es, a día de hoy, la única persona que ha conseguido expoliar las riquezas de la Iglesia. Parte de ese botín regresó a Francia de manera oficial, pero otra parte no lo hizo. Nunca se llevó a cabo un inventario adecuado. Hasta la fecha, el Vaticano sostiene que hay objetos de los que no se tiene noticia.
Mientras hablaba, combatía a los fantasmas que albergaba aquella habitación sagrada, cuya presencia era como una cadena de oportunidades perdidas. Deseaba con todas sus fuerzas que Cai heredara sus derechos de primogenitura, pero su hijo quiso dedicarse ante todo al servicio público. Aceptó sus deseos porque de joven él también había satisfecho su curiosidad dando la vuelta al mundo. El planeta le parecía muy diferente por aquel entonces. La gente no recibía un disparo mientras disfrutaba de su almuerzo.
– Cuando Napoleón murió, dejó un testamento detallado. Es extenso, con numerosos legados monetarios. Alrededor de tres millones de francos. La mayoría nunca se cumplieron, ya que no había fondos con los que sufragarlos. Napoleón era un hombre en el exilio. Había sido destronado. Sus posesiones eran escasas, al margen de lo que había llevado consigo a Santa Elena. Pero leyendo su testamento, uno podría pensar que era rico. Recuerda que la intención fue que nunca saliera de Santa Elena con vida.
– Nunca entendí por qué los británicos no lo mataron -dijo Malone-. Constituía un gran peligro. Escapó de su primer exilio en Elba y causó estragos en Europa.
– Eso es cierto, y de hecho cuando por fin capituló ante los británicos, mucha gente se sorprendió. Napoleón quería ir a América y a punto estuvieron de permitírselo, pero cambiaron de parecer. Tienes razón, era un verdadero peligro. Y nadie quería más guerras. Pero acabar con él habría planteado otros problemas. El martirio, para empezar. Napoleón era venerado, incluso en la derrota, por muchos franceses y británicos. Por supuesto, también hay otra explicación.
Thorvaldsen vio su rostro en el espejo que colgaba sobre el tocador; sus ojos, por una vez, irradiaban energía.
– Se decía que guardaba un secreto que los británicos querían conocer. Una riqueza incalculable, todo aquel botín desaparecido, y los ingleses lo querían. Las guerras napoleónicas habían sido costosas. Por eso lo mantuvieron con vida.
– ¿Para negociar con él?
Thorvaldsen se encogió de hombros.
– Más bien esperaban que Napoleón cometiera un error que les permitiera averiguar la ubicación del tesoro.
– He leído libros acerca de sus días en Santa Elena -dijo Malone-. Fue una lucha constante de poder entre él y Hudson Lowe, el comandante británico, hasta el punto de que él se dirigía al emperador llamándolo general, mientras que todos los demás lo llamaban Su Majestad. Incluso después de su muerte, Lowe no permitió que los franceses grabaran “Napoleón” en la lápida. Quería el políticamente neutro “Napoleón Bonaparte”, de modo que lo enterraron en una tumba sin identificar.
– Napoleón era sin duda una figura controvertida -dijo Thorvaldsen-. Pero su testamento es de lo más aleccionador. Lo redactó tres semanas antes de morir. Hay una disposición para su ayuda de cámara, Saint-Denis, al que dejó cien mil francos, y luego le ordenó custodiar su copia de Los reinos merovingios 450-751 d. C. y cuatrocientos de sus libros favoritos hasta que el hijo de Napoleón cumpliera dieciséis años. En ese momento, debía entregar los libros a su hijo. Este vivió hasta los veintiún años, pero falleció siendo prácticamente un prisionero en Austria. Nunca llegó a verlos.
La voz de Thorvaldsen estaba ahora llena de ira. Pese a los errores de Napoleón, todos los relatos existentes reconocían lo mucho que amaba a su hijo. Se divorció de su amada Josefina y se casó con María Luisa de Austria simplemente porque necesitaba un heredero varón legítimo, cosa que Josefina no podía darle. El niño tenía apenas cuatro años cuando Napoleón fue enviado al exilio en Santa Elena.
– Cuentan que en aquellos libros se esconde la clave para encontrar el tesoro de Napoleón, lo que el emperador se guardó para él. Supuestamente, ocultó aquellas riquezas en un lugar que solo él conocía. Era un tesoro de una gran envergadura.
Thorvaldsen volvió a hacer una pausa.
– Napoleón tenía un plan, Cotton. Algo con lo que contaba. Tienes razón, mantuvo una lucha de poder con Lowe en Santa Elena, pero nunca llegó a resolverse nada. Saint-Denis fue su sirviente más leal y apuesto a quien Napoleón le confió el legado más importante de todos.
– ¿Y qué tiene que ver esto con Graham Ashby?
– Está buscando ese tesoro perdido.
– ¿Cómo lo sabes?
– Digamos que lo sé. De hecho, Ashby lo necesita desesperadamente. O, para ser más exactos, lo necesita ese Club de París. Su fundadora es una mujer llamada Eliza Larocque, y posee información que podría conducir a su descubrimiento.
Thorvaldsen apartó la mirada del tocador y la dirigió a la cama en la que Cai había dormido toda su vida.
– ¿Todo esto es necesario? -preguntó Malone-. ¿No puedes olvidarlo?
– ¿Era necesario encontrar a tu padre?
– No lo hice para matar a nadie.
– Pero tenías que encontrarlo.
– Ha pasado mucho tiempo, Henrik. Tienes que olvidarlo.
Las palabras de Malone destilaban un tono sombrío.
– El día que enterré a Cai juré que descubriría la verdad sobre lo ocurrido.
– Me voy a M é xico - le anunci ó Cai -. Ser é subdirector de nuestro consulado.
Thorvaldsen detect ó la emoci ó n en los ojos del joven , pero no pudo evitar preguntar:
– ¿ Y cu á ndo volver á s? Necesito que te encargues de las empresas familiares.
– Como si en realidad me dejaras decidir algo…
Thorvaldsen admiraba a su hijo , cuyos fornidos hombros eran rectos como los de un soldado y su cuerpo á gil como el de un atleta. Aquellos ojos eran id é nticos a los suyos , de un azul claro , a primera vista algo infantiles , pero desconcertantemente maduros tras una mirada m á s detenida. En muchos sentidos era como Lisette. Muchas veces le daba la sensaci ó n de que estaba hablando con ella otra vez.
– Te dejar í a tomar decisiones - aclar ó -. Estoy preparado para jubilarme.
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