Valle del Loira, 14.45 h
Thorvaldsen había viajado desde París hasta un tranquilo valle situado al sur de Francia y protegido por colinas cubiertas de viñedos. El ch â teau se hallaba anclado como un barco en mitad del zigzagueante Cher, a unos quince kilómetros del punto donde el fangoso río confluye con el majestuoso Loira. Construido sobre la vía fluvial, su encantadora fachada de ladrillo, piedra, torretas, agujas y un tejado cónico de pizarra parecían irreales. No era gris, no había sido construido con la sobriedad de un edificio defensivo, ni se había deteriorado a causa del abandono, sino que irradiaba un caprichoso aire de esplendor medieval.
Thorvaldsen se sentó en el salón principal del castillo bajo las vigas de castaño, fruto de una magnífica artesanía con varios siglos de antigüedad. Dos candelabros eléctricos de hierro forjado despedían una intensa luz. Las paredes, revestidas con paneles de madera, estaban salpicadas de espléndidos lienzos de Le Sueur, una obra de Van Dyck y algunos retratos al óleo de primer orden que, supuso, representaban a antepasados queridos. La propietaria del castillo estaba sentada frente a él en una exquisita butaca de piel Enrique II. Poseía una voz encantadora, unas maneras tranquilas y unos rasgos memorables. Por lo que sabía de Eliza Larocque, era perspicaz y decidida, pero también testaruda y obsesiva. Tan solo esperaba que este último atributo fuese cierto.
– Me sorprende un poco su visita -dijo Larocque.
Aunque su sonrisa parecía sincera, la esbozó con excesivo automatismo.
– Conozco a su familia desde hace muchos años -respondió Thorvaldsen.
– Y yo conozco su porcelana. Tenemos una buena colección en el comedor. Dos círculos con una línea debajo; ese símbolo representa lo máximo en calidad.
Thorvaldsen inclinó la cabeza, agradeciendo su cumplido.
– Mi familia ha trabajado durante siglos para labrarse esa reputación.
Los oscuros ojos de Larocque mostraban una peculiar mezcla de curiosidad y cautela. Sin duda se sentía incómoda e intentaba disimularlo. Los detectives de Thorvaldsen le habían avisado de la llegada del avión de Larocque. La habían seguido desde el aeropuerto de Orly hasta cerciorarse de su destino. Así, pues, mientras Malone y Sam recababan información en París, él había viajado al sur para realizar sus pesquisas.
– Debo admitir, Herre Thorvaldsen -dijo en inglés-, que he aceptado verlo por curiosidad. Llegué anoche de Nueva York, así que me encuentro algo fatigada y no estoy para visitas.
Él observó su rostro, una agradable composición de curvas elegantes, y se fijó en la comisura de sus labios cuando esbozaron otra sonrisa de manipuladora consumada.
– ¿Es esta la finca campestre de su familia? -preguntó intentando pillar a Larocque desprevenida. En ese momento le pareció vislumbrar un atisbo de incomodidad en su cara.
Su interlocutora asintió.
– Construida en el siglo xvi e inspirada en Chenonceau, que se encuentra cerca de aquí. Otra maravilla idílica.
Thorvaldsen admiró una repisa de roble oscuro situada al otro lado de la sala. A diferencia de otras casas francesas que había visitado, en las que la escasez de muebles le recordaba a una tumba, aquella no parecía en modo alguno un sepulcro.
– Como usted sabrá, madame Larocque, mis recursos financieros son bastante más elevados que los suyos. La diferencia podría ascender a diez mil millones de euros.
Thorvaldsen estudió sus pómulos altos, la gravedad de sus ojos y la firmeza de su boca. El marcado contraste entre su cremosa piel y su cabello de ébano le pareció intencionado. Dada su edad, dudaba que el color del pelo fuese natural. Era, sin lugar a dudas, una mujer atractiva, y también confiada e inteligente. Estaba acostumbrada a salirse con la suya, pero no a la brusquedad.
– ¿Y por qué iba a interesarme su riqueza?
Thorvaldsen hizo una pausa intencionada para romper el flujo de la conversación y respondió:
– Usted me ha insultado.
Ella le miró confundida.
– ¿Cómo es posible? Acabamos de conocernos.
– Controlo una de las empresas más importantes y exitosas de Europa. Mis negocios secundarios, que incluyen el petróleo y el gas, las telecomunicaciones y la industria, están repartidos por todo el mundo. Cuento con más de ochenta mil empleados. Mis ingresos anuales exceden con mucho los de todas sus entidades juntas. Y, sin embargo, usted me insulta.
– Herre Thorvaldsen, debería usted explicarse.
Larocque estaba desconcertada, pero ahí radicaba la belleza de los envites a ciegas. La ventaja siempre estaba de parte del atacante. Así había sido en México dos años antes y así era hoy allí.
– Quiero formar parte de sus planes -declaró Thorvaldsen.
– ¿Y qué planes son esos?
– Aunque yo no viajaba en su avión ayer por la noche, puedo conjeturar que a Robert Mastroianni, quien, por cierto, es amigo mío, se le ha ofrecido una invitación. Y, sin embargo, a mí se me excluye.
El semblante de Larocque era pétreo como una lápida.
– ¿Una invitación a qué?
– Al Club de París.
Thorvaldsen decidió no permitirle el lujo de responder.
– Tiene usted una ascendencia fascinante. Proviene directamente de Carlo Andrea Pozzo di Borgo, que nació cerca de Ajaccio, Córcega, el 8 de marzo de 1764. Se convirtió en el enemigo implacable de Napoleón Bonaparte. Con una destreza maravillosa, manipuló la política internacional y acabó arruinando a su enemigo de toda la vida. La clásica vendetta corsa. Sus armas no son las pistolas ni las bombas, sino las intrigas de la diplomacia. Su golpe de gracia, el destino de las naciones.
Thorvaldsen calló mientras Larocque digería aquellos datos.
– No se alarme -dijo-. No soy un enemigo, más bien al contrario. Admiro lo que hace y quiero formar parte de ello.
– Suponiendo por un momento que hubiera algo de cierto en lo que dice, ¿por qué iba a acceder a semejante petición?
Su voz era cálida y pausada y no denotaba el más leve vislumbre de inquietud. Thorvaldsen la miró también con semblante impasible.
– La respuesta a eso es bastante simple.
Larocque siguió escuchando.
– Tiene usted un fallo de seguridad.
París
Malone siguió a Sam escaleras abajo, donde localizaron una hilera de abarrotadas estanterías de la sección de negocios.
– Foddrell y yo nos comunicamos por correo electrónico -dijo Sam-. Él está en contra del sistema de la Reserva Federal. Lo define como una gigantesca conspiración que supondrá el ocaso de Estados Unidos. Parte de lo que dice tiene sentido, pero la mayoría de sus opiniones son realmente extravagantes.
Malone sonrió.
– Me alegra comprobar que tienes límites.
– Contrariamente a lo que piensa, no soy un fanático. Solo creo que hay gente ahí fuera que puede manipular nuestros sistemas financieros. No pretenden conquistar el planeta o destruir el mundo. Es una cuestión de avaricia, una manera fácil de hacerse ricos o seguir siéndolo. Lo que hacen puede afectar a nuestras economías nacionales de muchas maneras, ninguna de ellas buena.
Malone no discrepaba, pero todavía quedaba la cuestión de las pruebas. Antes de abandonar Christiangade, había leído con atención las páginas web de Sam y Jimmy Foddrell. No eran muy distintas, con la excepción de que, como bien hacía dicho Sam, Foddrell pronosticaba la perdición del mundo en un tono más radical.
Malone agarró a Sam del hombro.
– ¿Qué buscamos exactamente?
– La nota que hemos visto en el piso de arriba habla de un libro escrito por un consultor financiero a quien también le interesan las cosas de las que hablamos Foddrell y yo. Hace unos meses encontré una copia y la leí.
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