Steve Berry - El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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Malone soltó a Sam y lo observó mientras este buscaba en las atestadas estanterías. El avezado ojo de Malone también examinó los libros. Vio que había una mezcla de obras, la mayoría de las cuales él jamás habría comprado a la gente que las traía a aquella tienda en cajas. Malone supuso que al estar en venta en la orilla izquierda de París, a unos centenares de metros del Sena y de Notre Dame, su valor se incrementaba.

– Aquí está.

Sam cogió un enorme libro en rústica de color dorado que llevaba por título La criatura de la isla de Jekyll: una segunda mirada a la Reserva Federal.

– Seguramente Foddrell ha dejado este ejemplar aquí -explicó Sam-. Es imposible que hubiera una copia por casualidad. Es un libro bastante desconocido.

La gente seguía rebuscando. Otros entraban para cobijarse del frío. Malone buscó disimuladamente al hombre delgado que los perseguía, pero no lo vio. Estaba razonablemente seguro de lo que ocurría, pero se dio cuenta de que tenía que ser paciente. Le arrebató a Sam el libro de las manos y lo hojeó hasta encontrar un trozo de papel en su interior.

Vuelve al espejo.

Malone negó con la cabeza. Ambos regresaron a la planta superior y vieron escrito en la misma nota rosa que los había llevado al piso de abajo:

Caf é d ’ Argent , 34 Ru é Dante

Treinta minutos

Malone se acercó a la ventana de la segunda planta. Los plátanos de la calle se erguían inertes, con sus ramas desnudas como escobas y sus delgadas sombras alargándose ya bajo el sol de media tarde. Tres años antes, él y Gary habían visitado el Museo Internacional de Espionaje de Washington, D. C. Gary quería saber cómo se ganaba la vida su padre y el museo le resultó fascinante. Disfrutaron de las exposiciones y Malone le compró a Gary un libro, Manual pr á ctico de espionaje , una desenfadada mirada sobre la profesión. Uno de los capítulos, titulado “Protegerse del viento”, explicaba cómo abordar con seguridad a tus contactos. De modo que esperó, sabedor de lo que estaba por venir. Sam se acercó.

Malone oyó cómo alguien abría la puerta de abajo y a continuación la cerraba, y vio a su perseguidor salir de la tienda sosteniendo lo que, por su color y su forma, parecía el libro de la isla de Jekyll que habían visto abajo.

– Es una vieja estratagema que nadie utiliza nunca -dijo-. Una manera de comprobar quién va a reunirse contigo. Tu amigo ha visto demasiadas películas de espías.

– ¿Ha estado aquí?

Malone asintió.

– Parecía interesado en nosotros cuando estábamos frente a la librería. Luego entró e imagino que se escondió detrás de las estanterías del piso de abajo mientras buscábamos el libro. Como tú le enviaste una fotografía, sabía a quién buscar. Una vez que se ha cerciorado de que mi aspecto no era sospechoso, ha vuelto aquí antes que nosotros y ha bajado hace un minuto.

– ¿Cree que se trata de Foddrell?- preguntó Sam señalándolo.

– ¿De quién si no?

картинка 8

Eliza se puso en guardia. Henrik Thorvaldsen no solo conocía sus negocios, sino que al parecer sabía algo que ella ignoraba.

– ¿Un fallo de seguridad?

– Uno de los individuos que forman parte de su Club de París no es lo que aparenta.

– Yo no he dicho que exista club alguno.

– En ese caso, usted y yo no tenemos nada más que hablar.

Thorvaldsen se levantó.

– He disfrutado visitando su finca. Si alguna vez viene a Dinamarca, estaré encantado de recibirla en mi casa, Christiangade. Ahora la dejo para que pueda descansar de su viaje.

Larocque soltó una carcajada.

– ¿Siempre es tan grandilocuente?

Thorvaldsen se encogió de hombros.

– Hoy, dos días antes de Navidad, me he tomado la molestia de venir hasta aquí y charlar con usted. Si insiste en que no tenemos nada de que hablar, entonces me marcho. La existencia de su problema de seguridad al final saldrá a la luz. Con un poco de suerte, los daños serán mínimos.

Larocque había actuado cuidadosamente, eligiendo a sus miembros con deliberada escrupulosidad y limitándolos a siete, incluyéndola a ella. Cada recluta había confirmado su aceptación abonando unos honorarios de iniciación de veinte millones de euros. Todos ellos habían realizado un juramento de secretismo. Las primeras iniciativas en Suramérica y África habían generado unos beneficios sin precedentes y garantizaron la lealtad permanente de todos, pues nada consolidaba mejor una conspiración que el éxito. Sin embargo, aquel danés de inmensa riqueza e influencia, un extraño, parecía saberlo todo.

– Cuénteme, Herre Thorvaldsen, ¿está realmente interesado en unirse a nosotros?

Los ojos de Thorvaldsen centellearon por un momento. Larocque había tocado una fibra sensible.

El danés era un hombre rechoncho y parecía incluso más menudo a causa de su desviación de columna y sus rodillas dobladas. Vestía un jersey holgado, unos pantalones de pana varias tallas más grandes y zapatillas deportivas oscuras, tal vez para enmascarar su deformidad. Llevaba una espesa y descuidada melena gris. Sus cejas copetudas parecían cepillos metálicos. Las arrugas de su rostro se habían convertido en profundas grietas. Se lo podría confundir fácilmente con un indigente, pero tal vez esa fuera su intención.

– ¿Podemos dejarnos de farsas? -preguntó-. He venido por un motivo concreto, un motivo que esperaba fuese de beneficio mutuo.

– Lo escucho.

Su impaciencia pareció remitir cuando notó que Larocque cedía.

Thorvaldsen tomó asiento.

– Conocí su Club de París a través de una exhaustiva investigación.

– ¿Y qué fue lo que despertó su interés?

– Tuve conocimiento de ciertas manipulaciones muy hábiles que se produjeron en algunas transferencias de divisa extranjera. Desde luego no eran hechos naturales. Por supuesto, hay páginas de Internet que aseguran saber mucho más sobre usted y sus actividades que yo.

– He leído algunas. Usted sabrá, sin duda, que tales informaciones son absurdas.

– Diría que sí -Thorvaldsen hizo una pausa-. Pero me llamó la atención una en particular. Creo que se llama GreedWatch. Esa página se ha acercado demasiado a la verdad. Me gusta la cita que incluye en el encabezamiento: “No hay nada más engañoso que un hecho obvio”.

Larocque conocía la página y a su webmaster , y sabía que Thorvaldsen estaba en lo cierto. Sabían muchas cosas, motivo por el cual, tres semanas antes, Larocque había ordenado tomar medidas paliativas. Se preguntaba por qué aquel hombre también sabía aquello. ¿Por qué mencionaba aquella página en particular?

Thorvaldsen se metió la mano en el bolsillo del pantalón, sacó una hoja de papel y se la entregó.

– Ayer imprimí este artículo de GreedWatch.

Larocque desdobló la hoja y leyó:

¿Ha llegado un Anticristo?

Si analizamos la actual conquista sistemática de los países independientes del mundo no tardaremos en descubrir que detrás de todas estas agresiones se oculta un modelo de poder único que abarca a la economía, el ejército, los medios de comunicación y la clase política. Intentaré demostrar que este poder pertenece a los financieros del mundo. Creo que un Anticristo lidera a estos tiranos. Su nombre es Eliza Larocque. Quiere dominar el mundo de forma invisible mediante el poder económico que posee en secreto y que su familia ha atesorado durante siglos.

No hay negocio más seguro y provechoso que prestar dinero a los países. Asimismo, los financieros que se asocian, se niegan a competir entre sí y manipulan mercados y divisas para su provecho colectivo, y suponen una grave amenaza. Larocque y sus socios poseen una estructura organizada jerárquicamente que compra o adquiere acciones de todo cuanto sea valioso en el mercado global. Pueden ser dueños de, por ejemplo, Coca-Cola y PepsiCo y, desde la cima de su Olimpo, ver cómo estas empresas compiten en el mercado. Pero merced al sistema capitalista y a su política secreta de regulación empresarial, nadie excepto ellos puede saberlo. Controlando a los gobiernos de los países occidentales controlan todo el mundo occidental. Si estudian la política global les será fácil comprobar que los líderes estatales elegidos democráticamente cambian, pero la política satisface los intereses de los ricos y, por ende, siempre es más o menos la misma. Numerosos elementos apuntan a la existencia de una organización invisible que domina el mundo. Los datos que he recabado sobre Eliza Larocque confirman que ella dirige esa organización. Estoy hablando de una conspiración que abarca a buena parte del planeta.

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