Steve Berry - El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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Larocque sonrió.

– ¿Anticristo?

– Los términos son poco ortodoxos, lo sé, y las conclusiones osadas, pero va bien encaminado.

– Le garantizo, Herre Thorvaldsen, que lo último que deseo es dominar el mundo. Supondría demasiadas molestias.

– Cierto. Simplemente quiere manipularlo para su propio beneficio y el de sus colegas. Si esa manipulación tiene alguna… consecuencia política… ¿Qué más da? Lo que importa son los beneficios -Thorvaldsen hizo una pausa-. Por eso estoy aquí. Me gustaría compartir esos beneficios.

– Usted no necesita dinero.

– Tampoco usted. Pero ese no es el objetivo, ¿verdad?

– ¿Y qué puede ofrecer usted a cambio de esa participación?

– Uno de sus miembros se halla en apuros económicos. Su liquidez ha llegado a un punto crítico. Está muy endeudado. Su estilo de vida exige cantidades ingentes de capital, un dinero del que sencillamente carece. Una serie de malas inversiones, gastos excesivos y negligencias lo ha llevado al borde del abismo.

– ¿Por qué le interesa ese hombre?

– No me interesa. Pero para llamar su atención sabía que tendría que aportar algo que usted no supiera ya. Esto me pareció idóneo para tal fin.

– ¿Y por qué iban a preocuparme las tribulaciones de ese hombre?

– Porque él es su fallo de seguridad.

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Larocque. Todos sus planes podían verse amenazados si uno de los elegidos vendía a los otros. Necesitaba saber más.

– ¿Quién es ese hombre?

– Lord Graham Ashby.

XXII

Inglaterra

El almuerzo lo estaba esperando cuando regresó a Salen Hall. La ancestral residencia familiar de su padre era una casa solariega clásica con almenas, emplazada en veinticuatro hectáreas de bosque que pertenecían a los Ashby desde 1660.

Entró en el comedor principal y ocupó su asiento habitual al extremo norte de la mesa, donde un retrato de su bisabuelo, el sexto duque de Ashby, un confidente de la reina Victoria I, vigilaba su espalda. Fuera, el gélido aire de diciembre arremolinaba los copos blancos, un preludio, creía, de una nevada y de la Navidad, para la que faltaban solo dos días.

– Me han dicho que has vuelto -anunció una voz femenina.

Ashby levantó la cabeza y miró a Caroline. Llevaba un vestido largo de seda con una gran abertura que dejaba entrever de vez en cuando sus piernas desnudas. Una prenda estilo quimono y abierta por delante cubría sus delgados hombros, y el color dorado del vestido hacía juego con su pelo largo y rizado.

– Veo que te has vestido como es propio de una buena amante.

Ella sonrió.

– ¿No es esa mi labor? ¿Complacer al señor?

A Ashby le gustaba aquel juego. La gazmoñería de su esposa le parecía cansina desde hacía mucho tiempo. Ella vivía en Londres, en un piso lleno de pirámides bajo las cuales se tumbaba cada día durante horas con la esperanza de que sus poderes mágicos purificaran su alma. Ashby confiaba en que el piso ardiera con ella dentro, pero la fortuna no le había sonreído. Fue una suerte, no obstante, no haber tenido hijos y llevar años separados, lo cual explicaba sus numerosas amantes. Caroline era la última y la más duradera.

Sin embargo, tres cosas distinguían a Caroline de las demás. En primer lugar, era extraordinariamente hermosa, una colección de los mejores atributos físicos reunidos en un mismo cuerpo. En segundo lugar, era brillante. Se había licenciado por la Universidad de Edimburgo y el University College de Londres en literatura e historia antigua aplicada. Caroline había dedicado su tesis a la era napoleónica y sus efectos en el pensamiento político moderno, sobre todo a su impacto en la unificación europea. Por último, le gustaba de veras aquella mujer. Su sensualidad lo estimulaba como nunca creyó que pudiera hacerlo nadie.

– Anoche te eché de menos -dijo Caroline mientras se sentaba a la mesa.

– Estaba en el barco.

– ¿Negocios o placer?

Ella sabía cuál era su lugar, eso debía reconocérselo. Nada de celos. Nada de exigencias. Sin embargo, curiosamente jamás la había engañado y a menudo se preguntaba si ella también le era fiel. Pero se dio cuenta de que la senda de la privacidad se extendía en ambas direcciones. Ambos eran libres para hacer lo que quisieran.

– Negocios -dijo-. Como de costumbre.

Entonces apareció un sirviente y dejó un plato sobre la mesa. Le encantó ver un corazón de apio envuelto en jamón y bañado en la salsa de queso que tanto le gustaba. Ashby se colocó la servilleta en el regazo y le ofreció un tenedor.

– No, gracias -le dijo Caroline-. No tengo hambre. No quiero nada.

Ashby notó el sarcasmo, pero siguió comiendo.

– Ya eres mayorcita. Imagino que habrías pedido que te trajeran algo si te apetecía.

Caroline tenía la finca y el servicio a su entera disposición. La mujer de Ashby nunca visitaba la casa, gracias a Dios. A diferencia de ella, Caroline trataba a los empleados con amabilidad. Cuidaba las cosas con esmero, cosa que él apreciaba.

– He comido hace un par de horas -dijo Caroline.

Ashby terminó el apio y degustó el entrante que trajo el sirviente: perdiz asada con aliño dulce. Manifestó el placer que le procuraba aquel manjar con un leve movimiento de cabeza y pidió un poco más de mantequilla para el rollito.

– ¿Has encontrado el maldito oro? -preguntó al fin Caroline.

Ashby había guardado silencio intencionadamente sobre el éxito que había cosechado en Córcega, esperando que ella preguntara. Era una muestra más de su juego, que sabía que a Caroline también le gustaba.

Ashby cogió otro tenedor.

– Justo donde dijiste que estaría.

Fue ella quien descubrió el vínculo entre los libros de Gustave, el corso y los números romanos. Unas semanas antes, Caroline también había descubierto en Barcelona el Nudo Arábigo. Se alegraba de tenerla a su lado y sabía lo que se esperaba ahora de él.

– Te reservaré unos lingotes.

Ella asintió en señal de agradecimiento.

– Y yo me encargaré de que pases una hermosa velada.

– Me vendría bien relajarme un poco.

La seda de su vestido brilló al acercarse a la mesa.

– Supongo que eso resuelve tus problemas económicos.

– A corto plazo. He calculado cien millones de euros en oro.

– ¿Y mis lingotes?

– Un millón, tal vez más. Depende de lo hermosa que sea mi velada.

Caroline se echó a reír.

– ¿Qué tal un disfraz? ¿La colegiala a la que envían al despacho del director? Eso siempre es divertido.

Ashby se sentía bien. Tras un par de años desastrosos, las cosas volvían por fin a su cauce. Los malos tiempos llegaron cuando Amando Cabral empezó a actuar con negligencia en México y estuvo a punto de acabar con los dos. Por suerte, Cabral solventó el problema. Luego, una combinación de malas inversiones, mercados fallidos y desatención le costó varios millones. Casi en el momento adecuado, Eliza Larocque se personó en su finca y le ofreció la salvación. Hizo cuanto estuvo a su mano para reunir los veinte millones de euros necesarios para comprar su ingreso y lo consiguió. Ahora por fin tenía espacio para respirar. Se terminó el entrante.

– Tengo una sorpresa para ti -dijo Caroline.

Aquella mujer era una rara combinación, en parte carnal y en parte académica, y bastante buena en ambas facetas.

– Estoy esperando -dijo Ashby.

– Creo que he descubierto un nuevo vínculo.

Ashby vio su expresión divertida y preguntó:

– ¿Crees?

– En realidad estoy segura de ello.

XXIII

París

Sam siguió a Malone y ambos salieron de la librería en aquella fría tarde. Foddrell se alejó del Sena y se adentró en las caóticas calles del Barrio Latino, atestadas de entusiasmados juerguistas que gozaban de sus vacaciones.

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